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– Gracias -dijo ella con la intención de sonar sarcástica, pero volvió a temblarle la voz.

– Es la única solución.

– ¿Para quién? Creo que se te olvida que hay dos personas implicadas en esta ecuación.

– Yo podría saldar las deudas de tu padre. Sé que te sientes obligada a pagarlas. Podría quitarte esa presión de encima y muchas más.

Holly se echó hacia atrás en la silla y lo miró como si hubiera sacado una pistola.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé todo sobre ti -dijo, tratando de hablar con suavidad para aplacar el terror que veía en su mirada-. Desde el momento en que nos llegó el rumor sobre el bebé, mi hermano encargó a unos investigadores que averiguaran todo lo que pudieran.

– Tu hermano.

– Sebastian, el heredero al trono de Aristo. Si esto sale a la luz, perderá el trono.

– Todos vosotros lo perderéis -murmuró ella.

– Pero los demás sólo somos príncipes y princesas.

– Sólo -repitió ella, burlona, y se puso en pie-. No puedes comprarme, Andreas.

– Eso lo supe hace diez años -recordó con tristeza-. ¿Te acuerdas de cuando te pedí que fueras mi amante?

– ¿Y tú recuerdas cuál fue mi respuesta? Pensé que aún podrías sentirlo.

– Así es -respondió al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla en la que había recibido un buen bofetón-. Pero ahora es diferente, Holly, no te estoy pidiendo una aventura. Te estoy ofreciendo que te cases conmigo.

– Y se supone que debo sentirme halagada. Me traes hasta aquí a la fuerza…

– ¿Por qué no nos olvidamos ya del secuestro?

Claro -espetó con sarcasmo-. Cuatro matones me sacan de mi casa, me dejan en una isla perdida y luego tú me pides matrimonio tranquilate… Sí, claro, debería olvidarme de lo del secuestro. El príncipe Andreas de Karedes me ha pedido que me case con él, qué honor, Alteza, ¿cómo podría rechazar semejante oferta?

– ¿No crees que estás exagerando? -preguntó él secamente-. No sería tan horrible.

– Christina no debía de pensar lo mismo. ¿Cuántas mujeres tenías de repuesto mientras estabas casado con ella?

– Esas cosas se entienden…

– En los matrimonios de la realeza -terminó ella-. Pero no en los matrimonios que yo conozco.

– ¿Qué matrimonios? ¿El de tus padres? ¿Y tú…, qué experiencia tienes tú? No creo que vayas a casarte por amor.

Vaya.

Holly estaba ahora detrás de la silla y tenía las manos apoyadas en el respaldo como si necesitara un punto de apoyo. Apretaba con tal fuerza que tenía blancos los nudillos. Quizá él había ido demasiado lejos…

– Así que ahora además soy una vieja solterona -dijo con evidente rabia-. Una mujer caída en desgracia a la que se le ha pasado la fecha de caducidad, una mujer que debería sentirse agradecida de recibir una oferta tan generosa.

– Escucha -Andreas no sabía cómo calmarla. Respiraba muy rápido. Sus pechos se movían con fuerza y tenía el rostro sonrojado de rabia. Había metido la pata…, tenía que arreglarlo-. Holly, de verdad lo necesitamos.

– La verdad es que ni siquiera lo comprendo -dijo ella-. Te acostaste conmigo cuando tenía diecisiete años y no hay nada que podamos hacer ahora para cambiar eso.

– No, pero puedo hacer que me vean como una persona honrada -adujo Andreas-. Es cuestión de tiempo que la prensa hable con tu madre, y entonces será un hecho consumado. Cuando lleguen las primeras acusaciones tengo que poder decir que sí, que fue todo un duro golpe descubrir que habías tenido un hijo mío, que no comprendo por qué no me lo dijiste. Que éramos dos jóvenes románticos. Y que ahora que lo sé, voy a cumplir con mi obligación y a pedirte que te cases conmigo.

– Pero yo no quiero -replicó ella.

– ¿Por qué? -se lo preguntó con tal intensidad que volvió a hacerse el silencio.

Ella lo miró como si fuera un extraterrestre, como si nunca antes lo hubiera visto.

– Porque soy libre -consiguió decir por fin.

Fue una respuesta tan inesperada para Andreas, que no supo cómo responder.

– ¿Qué?

Ella cerró los ojos un momento.

– A ver, Andreas. Estoy intentando comprenderlo. Tienes que hacer lo más honrado y casarte conmigo. Pero eso significaría meterme a mí en la jaula de oro.

– No comprendo.

Recuerdo cuando me hablabas de la vida que tenías en Aristo, del dinero, las fiestas y de todos los lujos imaginables…, yo nunca sentí la menor envidia. ¿Sabes lo que pensaba? Pobre niño rico. Quizá fue por eso por lo que me acosté contigo, me dabas lástima

– Lástima -repitió él, atónito.

– He visto lo que puede pasarles a los miembros de la realeza -dijo-. Y me horroriza. Quiero poder caminar por la calle tranquilamente y comprar una lata de judías para cenar.

– ¿Una lata de judías? -no entendía nada. La luz de las velas, las luciérnagas, la cálida brisa, una propuesta de matrimonio. Y ahora estaban hablando de latas de judías.

– ¿Qué pasaría si quisieras cenar una lata de judías? -le preguntó Holly.

– ¿Por qué habría de querer cenar eso? -dijo él con repulsión.

– Imagínatelo, hazme ese favor.

– Le pediría a Sophia…

– Exacto. Se lo pedirías al servicio, Sophia enarcaría una ceja y diría: «¿Por qué el príncipe Andreas quiere una lata de judías?». Pero claro, tus deseos son órdenes, así que añadiría la lista de judías a la lista de la compra y algún criado iría a una de esas tiendas que llevan la insignia de «Proveedores de la Casa Real». Los dependientes se preguntarían por qué el príncipe quiere judías y cuando se enterara la prensa, diría que el príncipe no consume alimentos nacionales.

Parece que le has dedicado mucho tiempo a pensar en esto -dijo, desconcertado-. ¿Quiere eso decir que alguna vez has pensado cómo sería tu vida si te casaras conmigo?

Holly lo miró y cambió la expresión de su rostro. La ira dejó paso a la confusión.

– ¿Cómo te atreves? -susurró por fin.

– ¿Habías pensado antes en casarte conmigo?

– Llevé dentro a tu hijo durante nueve meses. Claro que fantaseé con casarme contigo, ¿qué mujer no lo habría hecho? Pero sólo era eso, una fantasía que habría puesto fin a mis problemas. Lo superé.

– ¿Y cuánto tiempo me llevaste en tu corazón? Holly se quedó boquiabierta.

– ¿Qué?

– Mis investigadores me han dicho que no ha habido ningún hombre desde hace años.

Su furia no hacía sino aumentar.

– Tus investigadores pueden irse al infierno.

– La gente del pueblo dice que la muerte de Adam te dejó destrozada. ¿Tuve yo algo que ver también? ¿Por no estar allí?

– Déjalo -se lo dijo susurrando, pero fue como si se lo gritara-. Eres el hombre más arrogante y presuntuoso que…

– Estábamos enamorados -Andreas se puso en pie sin dejar de mirarla a los ojos-. Estábamos enamorados, Holly.

– Tú no sabes lo que es el amor. Nunca escribiste… -se le quebró la voz-. Te odié. No sabes cuánto te odié… -cerró los ojos un segundo y se apartó de la mesa.

Era demasiado. Andreas se acercó a ella sin pensarlo y sin pensar también le agarró las manos y tiró de ella hacia sí. Holly se resistió, pero él la abrazó de todos modos hasta que sintió que se relajaba entre sus brazos. Sintió su tristeza, la fuerza de las emociones había podido con ella.

El presente desapareció y de pronto lo único que importaba era que se trataba de Holly y que él la había alterado.

¿Qué estaba haciendo, cómo podía proponerle matrimonio sabiendo que el pasado aún se interponía entre ellos? Sabiendo el daño que le había hecho.

Acercó los labios a su pelo, sintió su aroma y su angustia.

– Holly ojalá lo hubiera sabido -susurró-. Siento mucho que estuvieras sola. No sabes cuánto desearía haber sabido lo de Adam.

– Era… era…

– Me lo imagino.