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Quizá era por ver a Sophia y a Nikos, y lo que podía ser un matrimonio después de tantos años.

O quizá era por volver a ver a Andreas después de tantos años y pensar en lo que podría haber sido en otro mundo.

Tal vez podría casarse con él. Quizá no fuera peor que pasar sola el resto de su vida. Quizá…

Quizá nada. De pronto vio acercarse un avión por el este, una mancha negra en el cielo. Andreas. Levantó la mirada y prácticamente se echó a llorar…, y corrió a refugiarse en su habitación.

– La cena está servida.

No fue Sophia la que llamó a su puerta, ni tampoco Andreas. Era la voz de Nikos. Habían mandado un títere, pensó Holly. Nikos se mostraba muy tímido con ella, así que no podía gritarle.

Ni tenía intención de hacerlo.

Dignidad. Eso era lo importante. Llevaba una hora intentando reunir toda la dignidad que fuera capaz de sentir. Había decidido ponerse el mismo vestido de la noche anterior; Andreas la había devorado con la mirada y no pensaba darle la satisfacción de ponerse algo nuevo que observar de ese modo.

Aburrida, aburrida, aburrida, pensó. Él era un príncipe, seguramente estaba acostumbrado a cenar cada noche con una mujer distinta. Si se iba a aburrir de ella, Holly prefería saberlo cuanto antes.

Qué absurdo. Nada de lo que pensaba tenía el menor sentido. Toda la situación carecía de sentido.

Lo mejor era salir y acabar con aquello cuanto antes.

Al abrir la puerta, encontró a Nikos esperando, con una sonrisa algo ansiosa. La llevó hasta la mesa, de nuevo preparada bajo las estrellas.

Andreas estaba ya sentado, pero se levantó en cuanto la vio. Estaba impresionante. Vestido de etiqueta, con esmoquin negro y una camisa blanca que hacía resaltar su piel morena. Se le veían los ojos tan negros como la noche. Le sonrió de un modo que algo se despertó en su interior.

Ese hombre era la personificación del sexo. No era justo que fuera tan… tan… Andreas.

– Estás muy guapa -murmuró él al tiempo que iba a su encuentro.

– Estoy exactamente igual que ayer.

– No del todo. Se te está empezando a pelar la nariz.

– Deja en paz mi nariz.

– Es que es tan bonita…

– Andreas… -le tembló la voz y tuvo que retirarse para que no le tocara la nariz.

– ¿No has tenido un buen día? -le preguntó, con cara de preocupación.

– ¿Tú qué crees? -replicó ella-. Me das esas opciones tan terribles y luego te vas, dejándome sin otra cosa que hacer que no sea pensar y pensar y pensar.

– ¿Y qué has pensado? -preguntó, mucho más serio.

Ella intentó concentrarse.

¿Qué había pensado?

– Que estás loco -murmuró-. Que lo que me pides es inconcebible y está totalmente injustificado.

Para sorpresa de Holly, Andreas sonrió y le dio un beso en la frente; después la acompañó hasta su silla.

– Estoy de acuerdo. Después de dejarte anoche me di cuenta de que lo que estábamos pidiendo no era justo, que mi familia y yo éramos los únicos beneficiados. Tú puedes jugar a ser princesa, pero sé que, precisamente para ti, eso no es ningún regalo.

Holly tuvo la sensación de que le faltaba el aire. Andreas le ofreció la silla y esperó hasta que se hubo sentado.

– ¿Entonces? -preguntó ella.

– Entonces… -comenzó a decir con voz seria mientras rodeaba la mesa para dirigirse a su silla.

– ¿Puedo irme a casa?

– Verás, no, no puedes -dijo en tono de disculpa-La vida de mucha gente cambiaría de manera irrevocable si te niegas a casarte conmigo.

– Entonces no ha cambiado nada.

– Sólo mi actitud -respondió suavemente-. Y las reglas. Me he pasado el día negociando. Ah, y de compras.

– ¿De compras? -repitió mirándolo a los ojos-. Estás de broma.

Andreas volvió a sonreír.

– ¿Sophia?

Nikos había vuelto a la cocina con su esposa, pero enseguida apareció para abrirle la puerta a Sophia.

Sophia llevaba…

Un perrito.

No era sólo un perrito. Holly se levantó, completamente atónita al ver la criatura que llevaba en brazos el ama de llaves. Era un collie de unas diez o doce semanas, de pelaje blanco y negro, unos enormes ojos llenos de inteligencia y una cola que movía como si fuera un helicóptero.

– Ya le ha tomado cariño, Alteza -dijo Sophia a Andreas con gesto de reprobación-. No le ha gustado que lo dejara en la cocina. Mire. En cuanto ve a Su Alteza, empieza a mover la cola.

– ¿Qué…? -Holly apenas podía hablar.

– Verás, pensé que faltaba algo -explicó Andreas. No fue hacia el perro, sino que se separó y observó el rostro de Holly-. Ayer cuando te vi pensé que faltaba algo y luego… luego me di cuenta. Desde el momento que te vi por primera nez. en Munwannay, siempre tenías una sombra. Siempre. Una sombra blanca y negra que te acompañaba allá donde fueras. Deefer, creo que se llamaba así.

– Deefer -repitió, pensativa-. Era un collie como éste.

– Mis investigadores nunca mencionaron que hubiera ningún perro en tu casa -dijo sin apartar la mirada de ella.

– No he vuelto a tener perro desde que murió Deefer.

Andreas frunció el ceño.

– Ya era viejo cuando yo estuve allí.

Sí -dijo ella, tratando de no echarse a llorar. Lo cierto era que Deefer había muerto poco después que Adam. Primero su hijo y luego el perro…

– ¿Puedo preguntarte por qué no te hiciste con otro perro?

– Mi padre no quería.

El cachorro estaba muy inquieto y Holly estaba deseando acercarse a acariciarlo.

Sin embargo, no iba a hacerlo. No iba a darle ese gusto a Andreas.

– Pero en una granja… -dijo él, que parecía seguir esperando una explicación.

Holly iba a intentar dársela.

– Sí, pero… también era el capricho de mi padre. Deefer tenía un pedigrí de un kilómetro, como todos nuestros perros. Mi padre jamás habría consentido tener un perro que no fuera de raza, y los perros con pedigrí costaban una fortuna. Así que no me permitió tener otro perro.

– No te lo permitió… -Andreas parecía estar considerando la idea-. Sin embargo, por lo que me dijeron, tú hacías todo el trabajo.

– Pero era la granja de mi padre, él tomaba las decisiones.

– Las decisiones que llevaron la granja a la ruina, en lugar de venderla cuando aún podía hacerlo.

– También fue decisión mía -replicó-. ¿Crees que no tenía alternativa? A mí me encantaba vivir allí. Aún me encanta. Adam todavía está allí… y yo quiero volver a mi casa.

Holly tomó aire y apretó los puños para intentar no perder el control mientras Andreas, Sophia y Nikos la observaban.

Entonces, como si acabara de tomar una decisión, Andreas agarró al cachorro y se lo llevó.

– Siéntate -le pidió.

Ella lo hizo porque no sabía qué otra cosa hacer. Él le puso el perro sobre las rodillas.

– Éste es mi voto matrimonial -dijo suavemente y cuando vio que Nikos y Sophia se disponían a dejarlos solos, les hizo un gesto para que no lo hicieran-. Quiero testigos. Esto no debe hacerse público, pero sé que vosotros seréis discretos. Holly, te estoy pidiendo que te cases conmigo por el bien de nuestro pueblo, por nuestro país. Pero te aseguro que no te obligaré a seguir siendo mi esposa ni un momento más del necesario. En cuanto esto haya acabado, cuando todo el mundo haya visto que he hecho lo que debía y no puedan reclamarle nada a mi familia, podremos dejar atrás el pasado… y tú podrás volver a casa, a Munwannay.

– Volver…

– Ayer me ofrecí a saldar las deudas de tu padre -siguió diciendo-. Y después de estar contigo anoche, pensé en todo lo que habías tenido que vivir tú sola y me di cuenta de que no era suficiente. Así que te ofrezco recuperar tu vida. Aquí tienes a Deefer Dos -dijo con una sonrisa-. O como tú quieras llamarlo. Y te doy también Munwannay. Ya lo he arreglado todo para que mis abogados compren la propiedad de inmediato al precio que pedías. Tendrás la escritura el día que nos casemos. También firmaremos un acuerdo lo bastante generoso para que puedas volver a poner la granja en marcha cómodamente, con todo lo que puedas necesitar en los próximos cincuenta años. No puedo ceder en la necesidad de que te cases conmigo, Holly. Debes hacerlo, pero creo que esto es lo más justo que puedo hacer. Sólo tienes que decir que sí.