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Holly levantó la mirada, estaba completamente atónita. Deefer Dos se movió en sus brazos y, sin darse cuenta, comenzó a acariciarlo. El perro se estiró y le agradeció las caricias lamiéndole la cara de la barbilla a la frente.

Hacía años que no le daba un beso un perro. Y la noche anterior… la había besado un príncipe.

Tenía que pensar las cosas de una en una. Las escrituras de propiedad de la granja, casarse con un príncipe… Los perros eran más fáciles.

– ¿Cómo has encontrado…?

– Me pasé toda la noche buscando -admitió Andreas riéndose-. Quería un collie de pura raza que se pareciera a Deefer, incluyendo la manchita blanca en la punta de la cola. Puse a buscar a todos los empleados de palacio y al amanecer empezaron a llamar a los criadores de Europa -meneó la cabeza-. No tienes idea… Pensé que el diamante Stefani tenía un valor incalculable, pero lo que hemos tenido que hacer para conseguir este perro…

Pero lo había hecho. Su príncipe. Su Andreas.

La observaba detenidamente, intentando ocultar sus emociones, y era obvio que estaba ansioso. Eso no podía ocultarlo.

¿Acaso creía que iba a volver a rechazarlo? Quizá debiera hacerlo. Pero…

Pero había sido capaz de poner todo un ejército en marcha para regalarle un perro.

Y mucho más que eso. Había dicho que su país iría a la ruina si se negaba a casarse con él, que el futuro de su pueblo dependía de ese matrimonio.

Quizá fuera una locura, pero lo creía.

Y si creía en él, ¿tenía alguna opción? ¿Qué era ella sino una granjera fracasada, una profesora fácil de sustituir? No era nada en comparación con el destino de todo un país.

¿Tan duro sería casarse con él si después podía volver a casa?

¿Podría hacerlo?

Claro que podría, pensó de inmediato. La Casa Real de Karedes tenía una enorme fortuna; lo que Andreas le ofrecía era sólo una minucia para ellos. Y se lo estaba ofreciendo en serio. No era una promesa clandestina, lo había hecho delante de Sophia y Nikos. Era una oferta de negocios, ni más, ni menos.

Entonces…

Lo único que tenía que hacer era olvidarse de la vergonzosa manera en la que la habían llevado hasta allí y empezar de cero.

Tenía que olvidarse de lo que sentía sólo con mirar a Andreas… como si fuera posible que entre ellos hubiera algo más que una fría proposición de negocios, como si hubiera el amor que se habían declarado diez años atrás y que no había muerto.

Debía olvidarse de todo eso. Andreas era príncipe y ella lo sabía, siempre lo había sabido. Seguiría buscando el placer allá donde se le antojase. Acababa de salir de un matrimonio tempestuoso, según le había contado Sophia, y tenía un armario lleno de ropa femenina en su exótica isla, donde probablemente recibiría a una mujer tras otra.

Era evidente que deseaba volver a casarse tanto como que lo atropellara un camión.

Pero era una proposición de negocios. Tenía que verlo como tal, sólo negocios.

Y en sus brazos… su voto matrimonial.

Un voto muy divertido, pensó Holly acariciando al cachorro. Mucho mejor que cualquier diamante.

Deefer hacía que fuera algo personal. Hacía que fuera… casi bonito. Casi como si hubiera deseo.

– Estás diciendo… estás dando a entender que podríamos divorciarnos más adelante -dijo, tratando de pensar con claridad-. Pero tu divorcio de Christina…

– Eso fue diferente. Christina aprovechó para hablar pestes de mí en un momento en el que sabía que éramos vulnerables. Fue muy inoportuno… un escándalo tras otro, debilitando la imagen de la Casa Real. Las mentiras que dijo sobre mí son uno de los motivos principales de que ahora deba hacer ver que hago lo correcto. Si estás de acuerdo, me gustaría que nuestro matrimonio durara hasta que Sebastian suba al trono. Después de eso, ya no importa lo que la gente piense de mí. Pero, Holly, necesito que te cases conmigo. Mi país lo necesita. Tienes que creerme.

– Pero si te creo… no tengo alternativa -consiguió decir, y no sin esfuerzo-. Tendría que casarme contigo.

– ¿Hay otra persona? -preguntó él de pronto-. Di por hecho que…

– ¿Es que tus investigadores no lo averiguaron?

– Me dijeron que creían que no. ¿Es así?

– Sí, claro que es así -se detuvo antes de decir algo que no debía.

Andreas sonrió.

– Es una bendición del cielo.

– ¿Para quién?quiso saber Holly

– Para mí -respondió él, y tuvo la osadía de sonreír.

– ¿Entonces eres libre para casarte con él? -Sophia había guardado silencio hasta entonces, pero era obvio que estaba impaciente. Cuando se volvieron a mirarla, sonrió, avergonzada-. Es que… Alteza, tengo los suflés en el horno.

– Entonces, por los suflés, Holly… -dijo Andreas y sonrió aún más.

Y de pronto ella sonrió también, tan fascinada como hacía diez años.

Pero… no podía dejarse llevar por la fantasía. Era un asunto de negocios.

– Entonces será un matrimonio temporal.

– -Sí.

– ¿Puedo irme a casa cuando quiera?

– En cuanto pase la tormenta mediática, sí.

– Pagarás todas las deudas de mi padre. ¿Y me proporcionarás capital suficiente para poner la granja en marcha?

– Sí -dijo Andreas-. ¿Algo más?

– ¿Puedo quedarme con el perro? -preguntó, intentando no dejarse distraer.

– Es tuyo. Tendrá que estar en cuarentena cuando vuelva a Australia, pero yo correré con los gastos, los incluiré en el contrato matrimonial.

– Entonces habrá un contrato de verdad.

– Si así lo quieres, sí.

Holly lo miró fijamente. Sophia miró con desesperación hacia la cocina, parecía tan desesperada que distrajo a Holly.Resultaba muy dificil concentrarse en lo que estaba ocurriendo.

Suflés. Quizá fueran una razón tan buena como cualquier otra para aceptar un matrimonio que le parecía una completa locura.

¿Estaba loca? Seguramente, pensó. Se sentía como cuando, siendo niña, su padre la había llevado a una piscina enorme de Perth. Cuando él no miraba, se había subido al trampolín y se había quedado mirando desde el borde mientras otros bañistas hacían cola.

– ¿Vas a tirarte o no? -le había preguntado un muchacho. Ella había mirado el agua con horror y se había lanzado al vacío.

Y eso fue lo que hizo en ese momento también. Quizá estuviera loca, pero lo cierto era que creía lo que Andreas le decía y, si lo creía, no le quedaba más opción.

– Por los suflés entonces -dijo, haciendo un esfuerzo para parecer tranquila, algo que no estaba en absoluto-. Por ninguna otra razón en el mundo, sólo por un cachorro y un suflé. Sí, Alteza, me casaré contigo.

¿Qué hizo después de acceder a casarse con un príncipe? Comer suflé, por supuesto, una frágil creación de queso que se derritió en su boca, tan etéreo como la noche.

Todo era etéreo. Se sentía como si flotara en una extraña burbuja que estallaría en cualquier momento y la catapultaría de nuevo a su solitaria vida, a la realidad de tener que hacer frente ella sola a Munwannay.

Acabaría por suceder, pero entonces tendría el dinero suficiente para hacer funcionar la granja.

Intentaba mantenerse a distancia del hombre que tenía enfrente. Había aceptado casarse con él, pero no era más que un trato de negocios; el medio por el que ambos conseguirían algo que deseaban.