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Holly no quería ver a nadie en aquel momento. Era su último día allí.

Por desgracia ya estaban aterrizando. Los vio bajar del helicóptero envueltos en una nube de polvo. Eran cuatro hombres vestidos con pantalones vaqueros y camiseta negra. Todos ellos eran altos y fuertes.

Qué raro. Hasta ese momento todos los que habían ido a ver la propiedad eran ganaderos de la zona que querían ampliar sus terrenos, no hombres de ciudad.

No importaba. Debía ser amable pues, si conseguía vender la casa, podría saldar las deudas que había dejado su padre por culpa de su empeño en no ver que sus circunstancias habían cambiado. Holly se esforzó por sonreír y comenzó a caminar hacia el helicóptero para que los recién llegados no se acercaran allí; no querían que vieran la diminuta tumba que ella tanto amaba.

Eran demasiado jóvenes como para ser posibles compradores, pensó al verlos más de cerca. Parecían extranjeros, pues tenían la piel aceitunada, como la de Andreas. Tenían un aspecto muy serio y caminaban con decisión hacia ella.

Holly sintió un escalofrío de inquietud. Estaba completamente sola allí. Demasiado sola.

Se reprendió a sí misma inmediatamente. Estaba siendo fantasiosa. Aquellos hombres no habían ido en helicóptero hasta allí con la intención de hacerle daño, y en la casa ya no quedaba nada que robar.

De pronto notó las manos empapadas en sudor, se las secó en el pantalón, se puso un mechón de pelo rubio y rizado detrás de la oreja, o al menos intentó que se quedara allí, volvió a forzar una sonrisa y saludó a los recién llegados.

– ¿Puedo ayudarlos en algo?

Ninguno respondió a su sonrisa, la inquietud de Holly no hizo sino aumentar.

– ¿Es usted Holly Cavanagh? -preguntó uno de ellos.

– Sí.

Quizá fueran griegos, pensó. Tenían el mismo acento que Andreas. Quizá incluso fueran de la isla de Aristo, el país de Andreas.

Eso sí que era fantasioso. O quizá no. Había leído que los despiadados negocios del rey Aegeus habían convertido Aristo en una potencia económica; ahora había casinos, dinero fácil y muchos rumores de corrupción en las altas esferas. Quizá hubiera ciudadanos de Aristo con el dinero necesario para transformar un lugar como aquél.

Tal vez Andreas se hubiera enterado de que Munwannay estaba en venta, pensó de pronto Holly. A él siempre le había encantado la propiedad. Quizá…

Tenía que dejar de pensar, los hombres habían llegado ya junto a ella.

Estiró la mano para saludar. El que iba primero se la agarró, pero no para saludarla como ella esperaba, sino que la tomó de la muñeca y tiró de ella.

– Tiene que venir con nosotros.

– ¿Qué? -preguntó, atónita.

Pero él seguía tirando de ella hacia el helicóptero. Al ver que se resistía, otro de los hombres la agarró del otro brazo y así la llevaron prácticamente en volandas hasta el helicóptero.

Holly gritó con todas sus fuerzas.

No había nadie cerca que pudiera oírla. Munwannay llevaba ya mucho tiempo deshabitado, a excepción de ella misma, cuyos esfuerzos por salvar el lugar habían sido en vano.

Subamos al helicóptero, rápido -dijo el que parecía llevar la voz cantante en un idioma que ella reconoció.Un idioma que Holly había aprendido por diversión, para poder hablar con Andreas sin que sus padres los entendieran.

– ¡No! ¡No! -protestó, pero no podía hacer nada; era una contra cuatro hombres que seguramente estaban entrenados para usar la fuerza bruta.

– Cállese -le espetó uno de ellos mientras otro le tiraba del brazo con tal fuerza que casi se lo dislocó.

– No le hagas daño -le reprendió su compañero-. El príncipe dijo que no le hiciéramos ningún daño.

– ¿Qué…? ¿Por qué? -estaban metiéndola en el helicóptero como si pesara menos que un saco de paja.

– No grite -dijo uno con voz amable, como si estuviera hablando con un niño-. Ni se esfuerce en luchar. El príncipe Andreas quiere verla y sus deseos son órdenes.

La llamada llegó poco después de la cena. Un criado avisó a Andreas discretamente y éste se alejó de su familia sin decir nada.

Lo cierto era que la familia real de Karedes estaba tan inmersa en la oleada de escándalos que los estaba golpeando, que difícilmente habrían podido percatarse de la ausencia de Andreas. Si hubiera estado allí su padre, habría sido impensable levantarse de la mesa antes de que sirvieran el oporto, pero el rey había muerto.

Larga vida al Rey, pensó Andreas con tristeza. Lo único que necesitaban era una coronación. Y un diamante. Y nada de escándalos.

En semejante contexto, el secreto de Holly bastaría para alejarlos a todos del trono para siempre.

Al menos la primera parte del plan de Sebastian había funcionado; eso fue lo que comprendió nada más contestar al teléfono.

– Estamos de camino -le dijo Georgios. Andreas respiró hondo, pues no había pensado que fuera a ser tan fácil.

En realidad, ni siquiera sabía qué había pensado. Había esperado que, después de tanto tiempo, Holly estuviera casada; fue una sorpresa enterarse de que seguía soltera.

Pero ésa había sido la menor de las sorpresas. Ahora estaba de camino. Hacia él.

– ¿Accedió a venir de inmediato? ¿No protestó?

Se hizo un largo silencio al otro lado de la línea que hizo que Andreas frunciera las cejas, negras como el azabache.

– ¿Por qué no contestas?

– Las instrucciones eran que hiciéramos lo que fuera necesario para traerla.

– ¿Pero le pedisteis que os acompañara? Las instrucciones que se os dieron eran que requeríamos su presencia urgentemente, y que os asegurarais de que se sintiera cómoda.

– El príncipe Sebastian nos dijo que, si no accedía a acompañarnos, no hiciéramos caso a sus protestas. Estaba sola, esperando al agente inmobiliario, así que pensamos que lo mejor era hacer las cosas con rapidez; si nos hubiéramos puesto a discutir, habríamos perdido tiempo y puesto en peligro la misión.

– Entonces…

– La metimos en el helicóptero, que nos llevó hasta el avión en el que nos encontramos, camino de Aristo. No ha habido ningún problema. Nadie nos vio llegar y nadie la vio marcharse.

Andreas cerró los ojos, preocupado por lo que acababan de hacer sus hombres.

– La habéis secuestrado.

– No había otra opción -respondió Georgios con firmeza-. No había manera de que nos escuchara. Hemos estado todo el vuelo intentando explicarle que sólo quería verla, pero estaba demasiado furiosa como para escuchar. Incluso mordió a Maris.

– ¿Forcejeasteis con ella?

– No quería venir, claro que tuvimos que forcejear.

Andreas tomó aire. La habían secuestrado… ¿Qué pensaría Holly? Y si salía a la luz… Un príncipe de la casa real de Karedes secuestrando a una australiana; la había sacado de su país en contra de su voluntad…

– ¿Le habéis hecho algún daño? -preguntó, sin apenas creer lo que decía.

– No -respondió Georgios a la defensiva-. Tenemos órdenes. Aunque se ha revuelto como una gata salvaje.

– No me importa lo que haga ella -replicó Andreas, consternado ante el resultado que habían dado las órdenes de Sebastian-. No se os ocurra hacerle daño. No es más que una chiquilla.

– Es una mujer -lo corrigió Georgios-. Una mujer hecha y derecha, con algo de tigresa.