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– Entonces sonríe -dijo Sophia-. El día de tu boda.

– No es una verdadera boda, ya lo sabes -respondió, malhumorada-. Sólo soy su esposa cautiva.

– Pues con la que no era cautiva… -comenzó a decir el ama de llaves con voz discreta-. Christina…, eso sí que fue un desastre. Quizá esta esposa cautiva es con la que debería haberse casado desde el primero momento -dejó de sonreír y fue junto a la cama-. Creo que mi Andreas encontró a la mujer de su vida hace diez años, sólo que no se dio cuenta.

– Eso es absurdo -susurró Holly, que cada vez estaba más aterrada-. Sabes que esto sólo es un matrimonio de conveniencia y que Andreas no quiere casarse.

– Sé que a Andreas lo educaron como se educa a un príncipe -dijo Sophia y le puso la mano en la mejilla a Holly, a modo de bendición-. Sabe bien cuáles son sus obligaciones. Pero también sé que tiene un corazón con sus propias necesidades. No dejes que el miedo te haga perder esta oportunidad. Y ahora… a la ducha -le ordenó amablemente-. Te he preparado la ropa que tienes que ponerte para el viaje. Habrá fotógrafos cuando llegues a Aristo; hoy te van a hacer fotos desde todos los ángulos posibles -la miró detenidamente-. Aún se te está pelando la nariz. ¿Qué novia de la realeza acude a su boda con la nariz pelada? Ay, Holly, Holly, ¿qué va a hacer Andreas contigo?

– ¿Casarse? -sugirió ella con un hilo de voz.

– Por supuesto. Y luego, ¿qué?

Sophia había escogido un impresionante traje de chaqueta rojo con unos zapatos de tacón de aguja a juego, pero no lo había sacado del armario; allí no había encontrado nada que considerase apropiado para su presentación en Aristo, y había hecho que Georgios le llevara aquel traje.

Estaba todo lo guapa que podía estar… sin contar la nariz pelada.

Andreas estaba esperándola. La familia real la esperaba. Todo el maldito país estaba esperándola.

Así empezó el día. En la isla todo fue bien; sólo tuvo que despedirse de Sophia y Nikos. El ama de llaves le dijo adiós con lágrimas en los ojos.

Holly también estaba a punto de llorar, pero no lo hizo hasta que se encontró sentada con Deefer en el helicóptero. Georgios era el piloto, pero no pensaba dirigirle la palabra por nada del mundo.

Abrazó a Deefer mientras veía cómo la hermosa isla de Andreas se hacía más y más pequeña. Y enseguida vio otra isla, Aristo, que se hacía más y más grande.

– ¿Quiere una copa antes de aterrizar? La encontrará en el armario que tiene a su izquierda -le dijo Georgios tímidamente.

– Preferiría ahogarme antes que aceptar algo que tú me ofrezcas, bruto secuestrador -respondió Holly con odio.

– Me limitaba a cumplir órdenes.

Bueno, pues ahora mis órdenes son que te acerques a mí lo menos posible.

Me temo que no va a ser posible. Me han nombrado su guardaespaldas.

Dios mío.

Va a tener que acostumbrarse a mí -dijo el piloto-. ¿Quiere una copa ahora?

– Me tienta -murmuró ella-. ¿Va a venir Andreas a recibirme?

– No lo verá hasta la boda -respondió Georgios, sorprendido-. Da mala suerte ver a la novia. Pero creo que va a acudir toda la familia real, excepto Andreas.

– Ay, Dios -susurró y cambió de idea-. Creo que me voy a tomar esa copa. Pero que sea pequeña. Y…

– ¿Sí, señora?

– Que sea algo fuerte.

Allí estaban. Todos en fila como si fuera el desfile de Navidad, sobre una alfombra roja para que sus reales pies no tuvieran que tocar algo tan ordinario como el asfalto.

Los reconoció a todos por las fotografías que había visto de ellos. Sebastian, el príncipe heredero, tan guapo como su hermano, con un aspecto seguro y severo. La reina Tia, elegante y serena,pero con un ápice de preocupación en la mirada.

Y quizá de dolor, se dijo Holly. Estaba sonriendo para las cámaras, pero miraba una y otra vez a su hijo mayor. Había tenido que afrontar la muerte de su esposo y el descubrimiento de que la había engañado y que había vendido, o quizá incluso regalado, el diamante que mantenía unido aquel país. Sin embargo, conseguía mantener una imagen de serenidad ante el público. Era evidente que tenía mucha experiencia.

Alex, el príncipe que había provisto a Andreas de aquel extravagante vestuario, no estaba allí. Se encontraba de luna de miel, según le había contado Sophia, algo que había supuesto un problema añadido para Andreas; había muchas cosas que hacer además de buscar el diamante, y toda la familia real estaba abrumada de trabajo.

Las que sí estaban eran las dos hermanas de Andreas. Las niñas mimadas, las había denominado Sophia. Kitty y Lissa. «No hay cosa que les guste más que escandalizar a la prensa», le había dicho el ama de llaves, pero al ver cómo la observaban ambas, Holly pensó que también iban a disfrutar mucho juzgándola a ella.

– La esperan -anunció Georgios.

– Necesito… a Andreas -parecía una niña asustada, pero no podía evitarlo.

– Estará esperándola en la capilla.

Estupendo.

Holly tragó saliva y apretó a Deefer contra sí. Y salió al encuentro de su futuro.

Entonces las cámaras se hicieron con todo el poder. Había tantos flashes que, cuando Holly pensaba en ese día, lo único que recordaba era fogonazos de luz blanca. Hubo un breve respiro cuando la llevaron ante los abogados, un grupo de hombres y mujeres muy serios que la asesoraron y quisieron asegurarse de que entendía perfectamente los términos del contrato que iba a firmar. Holly lo intentó.

La Corona no tendrá más responsabilidades.

Una vez se haya firmado el divorcio y el príncipe Andreas haya cumplido todas las condiciones del presente contrato, usted no podrá reclamarle más ayuda, ni económica ni de ninguna otra naturaleza.

Eso había quedado más que claro. Había accedido a participar en aquella boda, y luego seguiría adelante con su vida. Eso lo entendía, pero se sentía aturdida, como si la copa que había bebido la hubiera anestesiado.

Tenía que firmar aquel documento y confiar.

Después de la firma, alguien se llevó a Deefer.

– Cuidaremos bien de él y se lo devolveremos cuando todo esté más tranquilo, señora. Pero no puede estar con usted durante la boda.

La muchacha lo dijo bromeando, pero Holly pensó: «Nadie va a estar conmigo en la boda. Nadie».

Era hora de vestirse. Encaje, chifón, hilo de oro y volantes.

No hubo polisón, ni lazos. Holly se sentía como una marioneta a la que movían de un lado a otro. Había mujeres por todas partes, mujeres que la vestían, le arreglaban las uñas, la peinaban y la maquillaban. Para cada una de esas cosas había varias mujeres. Habría resultado gracioso si no se hubiera sentido tan incómoda.

Era como la esclava de un harén, a la que arreglaban y pintaban para el señor.

Y entonces llegó la hora. Las puertas se abrieron y aparecieron dos lacayos de librea que la esperaban para acompañarla a la capilla.

– ¿Holly?

Era Tia Karedes, la reina de Aristo. Iba muy elegante con un vestido con brocados en plata que debía de costar una fortuna.

– Estás preciosa, querida -le dijo con voz suave-. Me estaba preguntando si… ¿Te gustaría que Sebastian te acompañara al altar?

– ¿Sebastian?

– Según el protocolo, debería estar junto a Andreas -le explicó tímidamente-. Pero puesto que ha sido él el que ha ordenado este matrimonio, he pensado que lo menos que podía hacer era ofrecerte un brazo en el que apoyarte. Si no me equivoco, lo necesitas.

¿Lo necesitaba? Estaba en el centro de la habitación, rodeada de criados y se sentía tan lejos de su propia piel como si estuviera en el espacio exterior.

Tia le ofrecía un brazo en el que apoyarse para enfrentarse a aquella farsa de matrimonio… Sí, claro que lo necesitaba, tenía el valor bastante más bajo que los elegantes tacones que llevaba.

– Sí, por favor -susurró por fin-. Muchas gracias por ofrecérmelo. Me vendrá muy bien cualquier apoyo.