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Llevaba tres días sin verla y había olvidado… o quizá nunca lo había sabido… que pudiera tener aquel aspecto.

Por supuesto que no sabía que pudiera tener ese aspecto. Parecía una verdadera princesa.

El vestido resaltaba con delicadeza la curva de sus pechos. No llevaba polisón, ni lazos; las costureras reales habían cumplido sus órdenes, pero aparte de eso, habían incluido todo tipo de detalles y fantasías propios de una novia de la realeza.

Fue como ver entrar a Cenicienta en el baile. Estaba tan bella que cortaba la respiración, tan bella como para cautivar a un príncipe…

Desde luego, Sebastian estaba completamente cautivado. Iba ataviado con el traje de gala, negro, carmín y oro, pues la ceremonia había sido planeada con el fin de arreglar todos los errores del pasado, para demostrar que la familia real no tenía nada de que avergonzarse. Al abrirse las puertas de la capilla, Sebastian había estado mirando a la muchacha que llevaba del brazo, pero después dirigió la mirada a su hermano, que esperaba junto al altar. «¿Qué estoy haciendo?», parecía decirle con la mirada. «¿Por qué estoy entregándote esta belleza?».

Andreas tuvo que respirar hondo para no ir directo a su hermano y darle un puñetazo. Si se le ocurría tocarla…

Sabía que Sebastian sólo intentaba hacer lo correcto. ¿Qué demonios le pasaba? Lo que ocurría era que no quería que Holly tuviera nada que ver con Sebastian, no quería que tuviera nada que ver con la familia real.

Llevaba una de las tiaras de la familia, que debía de haberle dejado su madre. Andreas echó un vistazo a Tia y vio la aprobación en los cálidos ojos de su madre.

También habían dado su aprobación a Christina. ¿Qué habría pasado si Andreas hubiera llevado a Holly cuando debería haberlo hecho?

Aquello no estaba bien.

Holly parecía aterrada.

Desapareció la música de fondo y empezó a tocar el trompetista real; era la tradicional marcha nupcial de las bodas reales.

Los presentes se pusieron en pie; la familia real, dignatarios políticos, todos los que debían estar allí.

Sebastian le apretó la mano a Holly y comenzó a caminar hacia el altar. Estaba muy pálida. Se oyó un murmullo. La novia cautiva se dirigía al sacrificio.

– Parad -dijo Andreas y se hizo un silencio ensordecedor.

¿Se había vuelto loco? ¿Cómo se atrevía a hacer algo así?

No, no estaba loco. Sabía exactamente lo que debía hacer y no le importaba quién lo viera. En una décima de segundo dejó allí al cura y fue en busca de la novia.

Holly lo miró con gesto confundido.

– Suéltala, Sebastian -dijo en voz baja y, cuando su hermano abrió la boca para protestar, le lanzó una mirada que en otro tiempo le habría costado la vida. Pero, además de futuro rey, Sebastian era su hermano y, aquel día, tenía poca importancia para él comparado con la muchacha a la que acompañaba.

Sebastian tuvo la inteligencia de darse cuenta de ello, esbozó una sonrisa burlona y dio un paso atrás. El sonido de la trompeta fue apagándose hasta desvanecerse del todo.

– Pareces asustada -le dijo Andreas al tiempo que le agarraba ambas manos entre las suyas.

– N… no -respondió cuando por fin se atrevió a levantar la mirada hasta él.

– Mentirosa.

– Sólo estoy abrumada -consiguió decir.

– Pues no lo estés -susurró para ella y sólo para ella-. Esto es entre tú y yo. Un matrimonio entre los dos, y yo sólo soy Andreas, el chico al que una vez amaste.

¿Quién sabía qué pensarían los asistentes a la ceremonia? No le importaba. Lo único que sabía era que sólo disponía de unos minutos para convencerla de seguir adelante de que no saliera corriendo, pero tampoco se quedara con miedo.

– Hazlo con valentía o no lo hagas -le dijo al oído.

Ella levantó la mirada como si estuviera ante un desconocido.

– Con valentía…

– Siempre fuiste muy valiente, Holly -aseguró él-. Puedes montar un caballo casi – salvaje y controlar a un novillo. Seguro que encuentras valor en tu corazón para aceptarme como esposo.

De pronto se oyeron risas en la capilla. Quizá fuera poco convencional, pero era romántico e incluso los políticos estaban sonriendo.

– Tú no me das miedo -susurró ella.

– ¿Entonces qué, preciosa?

– Yo…

– ¿Necesitas más tiempo?

Aquello hizo que Holly abriera los ojos como platos. Lo miró y luego miró a su alrededor, donde se encontraba la flor y nada de la sociedad de Aristo, esperando a verlos casarse.

Y entonces recuperó la sonrisa; primero tenuemente y luego con todo su esplendor.

– ¿Qué me estás ofreciendo, cinco minutos?

– Puedes tomarte seis, si quieres.

– Eres todo corazón.

– ¿Quieres casarte? -le preguntó Andreas-. Estamos preparados.

– Haces que suene normal -todos los presentes podían oírlo, pero ninguno de los dos parecía consciente de ello.

– La gente se casa todos los días. Sólo porque lleves una tiara… Quítatela si te molesta.

– ¿Te casarías conmigo sin tiara?

– Me casaría contigo sin nada de nada -dijo él, y las sonrisas se convirtieron en risas.

Aquello no era lo que esperaban; era como si hubiera entrado una ráfaga de aire fresco en aquel ambiente empapado de historia y de realeza.

– Creo que no lo harías -dijo ella, riéndose.

En aquella risa vio Andreas a la muchacha que había sido en otro tiempo; ésa que aún cargaba con el dolor y la soledad que se había visto obligada a soportar.

– Yo creo que sí -respondió Andreas, desafiándola y riéndose con ella-. ¿Quieres ponerme a prueba?

– Me parece que no -la tensión había desaparecido de su rostro.

Andreas se sintió satisfecho. Lo miraba como lo había hecho años atrás, como si no fuera más que Andreas, sólo un muchacho más.

Un muchacho, un hombre.

El novio para la novia.

– Con este anillo yo te desposo…

Le colocó la alianza en el dedo. Holly la miró y luego miró al hombre que tenía delante. Andreas.

Había soñado tantas veces con aquel momento. Siempre había sido su fantasía casarse con el príncipe, y ahí estaba, haciéndolo de verdad.

Pero era falso. Estaba haciéndolo por el bien del país y, cuando todo terminara, ella volvería a su vida de siempre. No, no a la misma de siempre, pensó mirando la alianza de oro. Luego volvió a mirarlo a él.

A su marido.

Muy bien, quizá aquel matrimonio durara sólo unas semanas, pero era todo lo que tenía. No había esperado diez años para actuar como una jovencita tímida y virgen. Si sólo tenía unas semanas… tendría que vivirlas al máximo para que, al volver a Munwannay, los recuerdos le duraran el resto de la vida.

Hasta aquel momento había dicho que sí a todo.

En el dedo anular de la mano derecha, Holly llevaba el anillo de su padre. Una alianza que había mandado hacer con el oro que había encontrado en Munwannay. El filón había resultado ser muy pequeño, pero Holly aún recordaba la alegría que les había dado encontrar la primera pepita.

– Vamos a ser ricos -había anunciado su padre-. Podré daros a tu madre y a ti todo lo que deseéis.

Había encargado dos anillos, pero Dios sabía qué había hecho su madre con el suyo…, probablemente abandonarlo igual que había abandonado su matrimonio; su padre, en cambio, lo había llevado hasta su muerte.

Y ahora…

El cura estaba a punto de proseguir con la ceremonia, dando por hecho que sólo había un anillo. Antes de que pudiera hacerlo, Holly se quitó la vieja alianza y se la dio.

– Bendiga esto, por favor -susurró-. Quiero lo lleves, Andreas.

Le había sorprendido. Era evidente que nunca había llevado alianza; no tenía ninguna marca en dedo que demostrara que la había llevado durante su matrimonio con Christina.

Por un momento, Holly pensó que iba a negarse a hacerlo. Lo miró a los ojos, desafiante. «Vamos», pensó, «ésta es mi condición».