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Se estaba volviendo loca.

Entonces se abrió la puerta. Andreas. Seguía llevando el traje de la boda y seguía estando increíblemente guapo.

Seguía siendo su esposo.

– Estamos preparados -anunció.

– ¿«Estamos»? -preguntó Holly imaginándose una de esas escenas antiguas en las que una docena de testigos se congregaban en torno al lecho nupcial para comprobar que la novia era virgen.

Andreas se echó a reír.

– Georgios y yo.

– Estupendo -murmuró-. Mi persona preferida.

– Mi piloto de helicóptero preferido -dijo él-. Yo he tomado demasiado vino como para pilotar. No es que esté borracho, pero no se puede volar con un solo gramo de alcohol en la sangre. Además, quiero concentrarme por entero en mi flamante esposa. ¿Qué te parece si Georgios nos saca de aquí y nos lleva de nuevo a nuestra isla?

Holly lo miró con los ojos abiertos como platos.

– ¿Podemos… irnos?

– Creo que es lo que deberíamos hacer -aseguró él-. Ya hemos cumplido con nuestro deber, ahora tenemos el resto de la noche para los dos solos, amor.

– Con Georgios.

– Claro -dijo riéndose-. Pero me parece que la isla es lo bastante grande para todos.

Debería haber insistido en que tenía que cambiarse de ropa, pensó Holly mientras intentaba acomodarse en el asiento del helicóptero con el vestido de novia. ¡Aún llevaba puesta la tiara! Era una locura. Andreas, también iba vestido de novio, estaba recostado en el asiento con los ojos medio cerrados, como si estuviera meditando. ¿En qué estaría pensando?

¿En qué iba a hacer con ella?

En otros tiempos, era una muchacha virgen y asustada ante lo que la esperaba. Su madre le habría aconsejado que no se asustara, que se tumbara y pensara en Inglaterra hasta que todo hubiera pasado.

Aquello la hizo reír y atrajo la atención de Andreas.

– ¿En qué piensas?

– En Inglaterra -respondió y tuvo que morderse el labio inferior para controlar la tensión. ¿Qué estaba haciendo? Una muchacha de Munwannay camino de una isla privada con su príncipe.

Con su esposo.

Si pensaba que iba a…

Claro que lo pensaba, se dijo Holly a sí misma. Se había tomado muchas molestias para que pudieran estar solos. Además, ahora estaban casados, ante los ojos de Dios y de un buen número de invitados…

– ¿En Inglaterra? -repitió él.

– Es en lo que piensan todas las novias durante la noche de bodas.

– ¿En serio?

– Por supuesto -aseguró, intentando que no se diera cuenta de que le faltaba el aire-. ¿Cuál es la capital de Sussex? No me distraigas.

Andreas no la distrajo. Se limitó a sonreír y mirar por la ventana. Cuando aterrizaron en la estaba a punto de explotar de los nervios qué pensaba que estaba haciendo? No habían acordado nada de eso. Sólo era un matrimonio de conveniencia.

No. No lo era cuando Andreas la miraba como lo hacía, cuando ella sentía lo que sentía después diez largos años. Su vida en la granja había muy solitaria, pronto estaría allí de nuevo y lo que tendría serían los recuerdos.

Claro que…

No puedo quedarme embarazada -dijo de pronto, en el silencio que había quedado al pararse la hélice. La idea la golpeó como una bofetada. ¿Qué peligro corría, que se repitiera la pesadilla de años atrás?

No ocurrirá -aseguró Andreas tajantemente.

Creo recordar que eso fue lo que dijiste la última vez.

He tomado precauciones.

¿Te has hecho la vasectomía?

No -respondió con una sonrisa que no le llegó a los ojos-. Aunque Christina quería que me la hiciera.

– ¿Tu mujer quería que te hicieras la vasectomía?

– No quería tener hijos.

– ¿Y tú, querías hijos?

– Más que nada en el mundo -respondió con sencillez, pero Holly supo que decía la verdad-. Pero no te preocupes, no quiero tenerlos esta noche.

– Entonces has traído un preservativo.

– O seis -dijo y desapareció la gravedad de sus ojos-. O más si son necesarios.

– Es un poco presuntuoso.

– ¿El qué?

– El dar por hecho que me voy a acostar contigo.

– Me has puesto tu anillo en el dedo.

– ¿Y eso quiere decir que…?

– Que me deseas tanto como yo a ti.

– Andreas, tú y yo…

– Lo entiendo -dijo suavemente-. No, Holly, no te estoy pidiendo que te unas para siempre al séquito real. Cumpliré con mi palabra y te dejaré libre. Pero esta noche… esperaba que esta noche fuera sólo para los dos. Por eso te he traído aquí.

– Y yo he venido -susurró ella-. Pero, Andreas, si me quedara embarazada…

– Esta vez me encargaría de todo -dijo con ímpetu-. Cuidaría de ti.

De repente se había esfumado la alegría de la noche y la realidad había echado su manto frío sobre ellos. Aquello no era un cuento de hadas. Era real.

¿Se encargaría… cómo? ¿Con un aborto?

– No haré nada que no quieras que haga -prometió él.

– Sí, claro. Por eso me has traído hasta aquí…

– Nunca me he llevado a la cama a una mujer que no lo deseara -aseguró tajantemente, con un aire de… de príncipe.

– No es que no lo desee, Andreas -intentó hacerle entender-. Dios, te he deseado durante años.

– Es maravilloso.

Lo afirmó con una de esas sonrisas que ella tanto amaba.

– Pero todo tiene consecuencias -consiguió decir.

– Es cierto -se inclinó y le rozó la mano en un gesto con el que seguramente pretendía tranquilizarla.

Y lo cierto era que lo consiguió.

Pero no lo suficiente.

– Sería una locura que nos acostáramos -comentó Holly con tristeza-. Si este matrimonio sólo va a durar unas semanas.

– Durará tanto como deseemos que dure -matizó él.

– Claro. Tú no necesitas una esposa y yo necesito volver a casa.

– ¿De verdad tienes que volver?

– Sí -respondió, pensando en la diminuta tumba de su hijo.

«Yo me encargaría de todo», aquellas palabras le habían hecho pensar en la muerte de Adam. En la fugaz visita de su madre, cuando le había dicho: «No importa, querida. De todos modos, él no iba a casarse contigo. Es mejor que lo hayas perdido, ahora puedes seguir adelante con tu vida».

Pero no lo había hecho; había trabajado y había intentado vivir plenamente, pero una parte de ella había quedado enterrada aquella noche al enterrar a Adam.

– Esto no está bien -murmuró con una profunda tristeza y Andreas volvió a agarrarle la mano.

– Claro que está bien -dijo él-. Tranquila. Iremos tomando las cosas tal como vengan. No pongas esa cara, mi amor. No voy a obligarte a nada.

– Pero has traído seis preservativos.

– Sólo por si acaso -respondió, sonriendo-. Sólo por si decidías que, después de todo, no soy tan malo. Soy tu marido, Holly.

– ¿Quieres decir que tienes derecho?

No, no -se apresuró a decir-. Vamos a hacer una cosa: vivamos la noche según vaya surgiendo.

De acuerdo. No iba a acostarse con él. Era lo más sensato y conocía lo bastante a su… su marido… para saber que no intentaría nada en contra de sus deseos.

El único problema entonces eran sus deseos, pensó Holly. Entraría al pabellón, le daría las buenas noches a Andreas de manera civilizada…, quizá incluso le pidiera disculpas por si le había dado una idea equivocada, y luego se iría a la cama. Sola. Y cerraría la puerta con llave.

Sophia estaría allí. Eso la tranquilizaba.

Pero enseguida surgió el primer obstáculo para sus planes. El pabellón estaba vacío. Ni Sophia ni Nikos salieron a recibirlos. Georgios los acompañó desde el helicóptero hasta la entrada y luego desapareció. Fue el propio Andreas el que abrió las enormes puertas y, cuando vio lo que había dentro, Holly se quedó sin respiración.

Velas. Velas por todas partes.

El gran patio central con su magnífica piscina estaba iluminado únicamente con la luz de las velas. Incluso había algunas flotando en el agua, sus llamas se reflejaban en la superficie. Las luciérnagas parecían haberse animado con el resplandor de las velas y revoloteaban por todo el lugar. La última vez que había estado allí y las había visto, Holly había pensado que eran preciosas, pero desde luego no había ni la mitad de las que había en ese momento.