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– Cuántas luciérnagas hay -susurró, maravillada.

– Les he pagado para que vinieran.

¿Qué más habría preparado?

En un rincón, bañado con la luz de las velas, había un montón de almohadones. Enormes y munidos.

En el centro de uno de esos almohadones había un hueso del tamaño adecuado para un cachorro.

– Te has propuesto seducir también a mi perro -dijo mientras Andreas llevaba a Deefer, medio dormido, hasta el almohadón.

– Creo que no me va a costar mucho -bromeó él al ver lo plácidamente que se quedaba dormido el perro con el hueso entre las patas delanteras-. Y ahora, mi amor…

– Andreas…

– Sólo cenar -dijo con gesto inocente-. Te lo prometo.

– ¿Cuándo has organizado todo esto?

– No lo he hecho -él también observaba la escena maravillado-. Había pensado pasar la noche en el palacio, pero luego se me ocurrió que… era importante, así que llamé a Sophia y le dije que vendríamos.

– Yo no soy tu amante -le recordó rápidamente y él asintió de inmediato.

– Puede que sea por eso por lo que estás aquí. Eres mi esposa -dijo y la rodeó con sus brazos, cada vez más fuerte-. Eres mi mujer y esta noche quiero hacerte mía… o quería -corrigió al sentir, su tensión-. Hasta que me planteaste tus razonables dudas. Pero no pensemos ahora en eso. Creo que Sophia nos ha dejado la cena preparada. No te he visto comer nada en todo el día y, para lo que te tengo preparado, necesito una novia bien alimentada.

Así pues, cenaron y Holly se sorprendió al comprobar que tenía hambre. Sophia debía de haberlo previsto, sin duda lo había planeado todo, pero fue Andreas el que sirvió los manjares; aparecía y desaparecía como un genio.

Seguía ataviado con el uniforme de gala que había llevado en la boda; la única concesión que había hecho a la comodidad había sido quitarse la espada que acompañaba el uniforme, pero las medallas seguían ahí, y las botas altas de cuero negro, y esos pantalones estrechos… Debería haber una ley que los prohibiese, pensó Holly. Era un verdadero esfuerzo apartar la mirada de él mientras le servía.

Un príncipe sirviendo a su esposa. Los manjares estaban también a la altura de la ocasión. Plato tras platos, bocado tras bocado, Holly iba dejándose llevar por el placer de saborear todas aquellas delicias.

Kotósupa avgolémono, sopa de pollo y arroz con huevo y limón.

Andreas la había cocinado para ella años atrás. una noche que los padres de Holly habían salido. Al principio, ella se había reído ante la idea de que el joven príncipe fuera a encargarse de hacer la cena, pero él había esbozado una de sus sonrisas y le había preparado una sopa que Holly no había podido olvidar.

Ella había observado atentamente la preparación y durante años había intentado repetir la receta, pero nunca había conseguido que supiera igual.

Esa noche sí era la misma.

Se llevó la cuchara a la boca ante la atenta mirada de Andreas.

– ¿Te gusta?

Ella cerró los ojos y saboreó la sopa y los recuerdos, y no pudo mentir.

– Es increíble. Es la misma que me hiciste tú hace años…

– Sí -dijo él y sonrió-. Lo recuerdas. Te la prepararé siempre que quieras, amor.

Holly estuvo a punto de ahogarse y, mientras lo miraba, pensó en esos seis preservativos. No. no, no.

– Déjame -consiguió decir, con actitud de muchacha virtuosa-. Tengo que concentrarme.

– Hay mucho en lo que concentrarse, así que tú; sigue concentrándote y yo seguiré alimentándote.

Y así fue. Lo cierto era que tenía hambre y todo estaba delicioso; la mezcla de sabores de unos ingredientes que a menudo no sabía identificar era sencillamente perfecta. Apenas hablaron, Holly no podía, sólo podía repetir una y otra vez el mismo mantra en su cabeza.

Sensatez. Sensatez. Sensatez.

Pero ¿cómo iba a actuar con sensatez? No podía dejar de seguir los movimientos de Andreas, y sus ojos, unos ojos oscuros que la observaban mientras comía. Debería protestar. Debería…

«Sigue comiendo», se dijo. «Disfruta de la magia de los manjares e intenta relajarte un poco». Ya le diría más tarde que las cosas no iban a ir más allá.

Andreas le sirvió una copa de vino de postre… que resultó ser australiano, de una bodega que Holly conocía; era un vino que siempre le había encantado.

– ¿Cómo…?

– Me acordé -reconoció Andreas con una sonrisa en los labios-. Le encargué a Georgios que lo encontrara para esta noche.

El primer sorbo disolvió gran parte de la sensatez de Holly, con la segunda copa se dio cuenta de que estaba… no borracha, sino… ¿cautivada?

¿Seducida?

¡No!

Andreas había recordado el vino que le gustaba.

Su camarero particular le llevó después unas fresas que sabían como debían saber las fresas y nunca sabían, pero esa noche sí, esa noche era todo perfecto. Andreas la observaba cada vez que se llevaba una a los labios y sonreía, era como si estuvieran haciendo el amor. La llama de las velas titilaba, acercándose ya al final; iban apagándose poco a poco, por lo que la luz era cada vez más tenue.

Holly se bebió el último sorbo de café.

– Tengo que irme a la cama -anunció con cierta inseguridad.

Andreas fue de inmediato junto a ella para ayudarla a levantarse. Sus manos la agarraron con firmeza y deseo, con la seguridad de saber lo que iba a ocurrir.

– No hemos bailado el vals nupcial -le susurró al oído.

Holly no pudo hacer otra cosa que sonreír. -Has pensado en todo.

– Sabía que había construido este pabellón para algo, creo que fue para esta noche.

Ella podía sentir su respiración en la piel, el calor de sus manos le invadía el cuerpo. Lo vio desabrocharse los primeros botones de la casaca y luego, antes de que ella pudiera hacer nada, la levantó en brazos y la llevó hasta un lateral del patio, donde apretó unos discretos botones con los que hizo que empezara a sonar un vals.

Así la llevó de nuevo junto a la piscina, la dejó en el suelo, la rodeó con sus brazos y comenzó a bailar con ella.

Era la escena de seducción más perfecta que se podría imaginar. Holly sabía que debía resistirse, que debía apartarlo de sí y salir corriendo.

Pero ¿cómo iba a hacerlo, estando entre los brazos de Andreas?

Simplemente, siguió bailando.

Gracias a la ambición social de sus padres, había aprendido a bailar antes incluso que a montar a caballo y nunca lo había olvidado, a pesar de que hacía años que no practicaba. Pero recordaba haber bailado con Andreas la primera noche de su estancia en Munwannay, durante la fiesta que habían organizado en honor de su invitado. Andreas la había invitado a bailar un vals, la había llevado al centro de la sala… y la vida de Holly había cambiado para siempre.

Nada había cambiado desde entonces. Ahí estaba, enamorándose de nuevo de él. Andreas la estrechaba en sus brazos como si fuera una delicada porcelana, como si fuera la mujer más deseable del mundo.

Y él fuera su hombre. Su príncipe. Su marido.

Holly estaba derritiéndose entre sus brazos. Tenía la cara apoyada en su pecho, sobre su piel y era… irresistible. Su olor era irresistible, masculisólo él podía llenar. Sus pies se movían al unísono como si él anticipara sus movimientos, o quizá era ella la que anticipaba los de él. ¿Quién sabía?

– Andreas -susurró.

– ¿Sí, amor?

– Creo que ya está bien con la escena de seducción.

– ¿No te gusta?