– He dicho que ya está bien -respondió al tiempo que levantaba las manos para agarrarle el rostro y besarlo en la boca-. Ya no puedo más. Al diablo con los riesgos. Dios, Andreas, sé que es una locura, pero te deseo tanto:
– Yo deseaba que me desearas -dijo él con una sonrisa-. ¿Y tú, quieres que yo te desee? -le preguntó, mirándola fijamente a los ojos-. Holly, ya te he dicho que no voy a hacer nada que tú no quieras que haga. Te deseo más que a nada en el mundo, pero quiero que estés conmigo por tu propia voluntad, nada más. ¿Me deseas tanto como yo a ti?
Sólo podía darle una respuesta. Era la única respuesta posible en el mundo. Fuera sensata o no.
No lo era. Era una locura, pero no le importaba. -Sí -dijo sencillamente, y luego dejó que él volviera a levantarla en brazos.
Después de eso no hubo tiempo para nada más, no era el momento de las palabras.
Era una noche cálida y tranquila. El dormitorio de Andreas estaba completamente abierto a la noche, por lo que la cama parecía situada en un mirador con vistas al mar y a las estrellas. La llevó hasta allí con gesto tierno y triunfal mientras ella pensaba que era allí exactamente donde debía estar. «Con mi marido. Mi corazón, mi hogar».
«Mi Andreas».
Ya no había vuelta atrás. La dejó en el suelo junto a la cama y Holly se dio cuenta de que apenas se mantenía en pie sin él, su cuerpo lo reclamaba, palpitaba de deseo. Lo miró a la cara y vio el mismo deseo, la misma necesidad, reflejada en los ojos del hombre al que amaba.
Andreas.
– Holly -susurró él con la voz ronca de pasión-. Mi esposa…
Y entonces… de pronto ya no llevaba ropa. De repente no había nada que se interpusiera entre ella y él, sólo había deseo. ¿Cómo había hecho para desnudarla tan rápido? Seguramente mientras ella lo despojaba a él de todas aquellas prendas que apenas vio porque estaba completamente concentrada en su cuerpo. Él era lo único que deseaba. Años atrás había disfrutado del cuerpo de aquel hombre y ahora se sentía como si estuviera volviendo a casa.
– Eres tan hermoso -susurró, maravillada, en cuanto estuvieron ambos tumbados en la cama.
Él soltó una suave carcajada y la envolvió con su cuerpo.
– Tú… no sabes lo que es que me digas eso, mi amor…
Entonces empezó a besarla, y no sólo en los labios sino en todo el cuerpo, de los pies a la frente y vuelta a empezar, mientras ella se estremecía y gemía de placer. Estaba despertando bajo sus manos, su cuerpo volvía a la vida después de un largo sueño. Su piel, todas las terminaciones nerviosas, estaban despiertas por vez primera en mucho tiempo.
Ella también lo tocaba, recorría su desnudez con la yema de los dedos, deleitándose en la masculinidad de su cuerpo. Se dejaba derretir en su calor, una sensación que había llegado a olvidar que era capaz de sentir. Andreas era suyo, pensó apasionadamente.
Llevaba arios creyendo que lo que recordaba no era más que una fantasía, que sus recuerdos no eran más que una idealización romántica de la realidad; su primer amor, su príncipe.
Desde entonces había habido chicos y hombres con los que podría haber salido. Vecinos, otros profesores… Pero al mirarlos, Holly siempre los comparaba con Andreas y todos habían salido perdiendo en la comparación. Era duro volver al mundo real después de haber vivido un cuento de hadas.
Se había aferrado a esa fantasía a pesar de saber que era sólo eso, imaginación y nostalgia.
Pero ahora sabía que no era así. Lo que Andreas le hacía sentir era… real.
Era tal y como lo recordaba y mucho más. Su masculinidad era exigente, arrolladora y, al mismo tiempo, había en él una ternura inimaginable la conminaba a compartir su júbilo. Andreas recorría su cuerpo, explorando y saboreando cada milímetro de su piel con verdadero placer…, pero esperaba lo mismo de ella, que disfrutara del mismo modo y le diera el mismo placer.
Cuando por fin llegó el momento en que se sumergió en ella, en que la hizo completamente suya, Holly gritó de pura alegría. Se fundieron en un solo ser y la noche estalló en una lluvia de deseo. Después se quedaron tumbados, sus cuerpos saciados, pero aún unidos, hasta que volvió a invadirlos la necesidad del otro.
No era una noche para amarse sólo una vez. Sus cuerpos parecían exigir algún tipo de compensación por todos los años que habían estado separados. Era una noche demasiado importante como para dormir. Holly había soñado con él durante años y no pensaba perder el tiempo durmiendo, ya lo haría en otro momento.
Lo único que importaba era Andreas.
Había cambiado, pensó, maravillada, durante la larga y lánguida noche. Aquél ya no era el cuerpo de un muchacho, sino el de un hombre que parecía haber encontrado un sustituto al trabajo en la granja que tanto le había gustado, porque su cuerpo era todo músculo.
Fabuloso. Aquella palabra resonó una y otra vez en su cabeza durante la noche, mientras sus dedos exploraban, su lengua descubría y sus piernas lo atrapaban. Cada vez estaban más cerca, más unidos, pero la noche no era lo bastante larga. Deberían haber quedado agotados, pero de ningún modo podían acabar semejante experiencia durmiendo.
– Eres mucho más hermosa de lo que recordaba -le dijo él en algún momento de la noche-. Mi bella Holly, mi maravillosa princesa australiana.
Se aferraron el uno al otro como dos jóvenes amantes hasta que llegó el amanecer y una luz anaranjada inundó la habitación, llenándolo todo de una paz que Holly no había experimentado jamás. Estaban desnudos, abrazados. Ella sintió que volvía a tener diecisiete años, tenía al hombre que amaba y el mundo a sus pies, nada podía salir mal.
– ¿Puedo llevarte a nadar, mi amor? -susurró Andreas.
– Puedes llevarme donde quieras -dijo ella, adormecida.
Él sonrió y, un segundo después, estaba de pie y le tendía una mano.
– No puedo creer que pueda mover ni un dedo -comentó Holly al tiempo que aceptaba su mano y se dejaba arrastrar fuera de la cama… y de la habitación-. Estamos desnudos.
– ¿Sí? -Andreas se detuvo en seco como si no se hubiera dado cuenta, pero luego la miró y se echó a reír-. Es maravilloso, ¿verdad?
Salió al patio y de ahí se dirigió a la playa como si nada.
– Andreas, estamos desnudos -insistió Holly, esa vez con una especie de chillido, pero riéndose al mismo tiempo.
Resultaba increíblemente erótico, pero debía conservar un poco de sentido común, alguien tenía que hacerlo. Dios, era tan hermoso. Su príncipe desnudo. Su Andreas.
Su esposo.
– Sophia… -dijo desesperadamente-. Georgios.
– No te preocupes, Sophia se encargará de que nadie se acerque a este lado de la isla.
– ¿Es lo que suele hacer cuando traes aquí a otras mujeres?
Él volvió a detenerse en seco, pero ahora la miró con el ceño fruncido.
– No -dijo con voz grave-. Ya te he dicho que nunca he traído a ninguna mujer.
– No te creo.
– Tienes que creerme -insistió y acompañó sus palabras con un beso que no dejó lugar a dudas, no dejó lugar a nada excepto al deseo y a la pasión-. Te he traído a ti, a mi mujer, a mi esposa. Ya era hora de traerte a casa.
No volvieron a detenerse hasta llegar a la orilla del mar. A Holly se le cortó la respiración al sentir el agua sobre su piel ardiente, pero entonces sintió también los brazos de Andreas a su alrededor, tomándola con un deseo que anunciaba que no iba a ser un baño tranquilo.
– Pensé que íbamos a nadar…
– Piensa lo que quieras -rugió al tiempo que la tumbaba sobre la arena, con las olas rompiendo a sus pies. Le tomó el rostro entre las manos, clavó la mirada en sus ojos y volvió a sumergirse en su cuerpo, volvieron a fundirse-. Yo no puedo pensar. Mi Holly, agapi mu, mi corazón…
Capitulo 9
Los siguientes días fueron un sueño. Una verdadera luna de miel. ¿Seis preservativos? Hubo muchos, muchos más, porque una vez que empezaron era imposible parar.