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Holly sentía la misma locura que había sentido a los diecisiete años, estaba tan locamente enamorada como entonces. Andreas sólo tenía que mirarla para hacer que se derritiera, sólo tenía que tocarla y todo su cuerpo respondía a él de inmediato con el deseo más puro.

– Mi ardiente mujer -la llamaba él mientras la estrechaba en sus brazos una y otra vez-, mi esposa cautiva. Estoy pensando tenerte aquí prisionera para siempre.

A ella le parecía bien. El tiempo que había compartido con él en el pasado habían sido momentos robados, una pasión cargada de culpa. El miedo y la cautela la habían hecho dudar en la noche de bodas, pero una vez olvidadas ambas cosas, descubrió que no había nada de lo que preocuparse. No existía nada más que el amor que sentía por él.

Podía hacerla suya de todas las maneras posibles, y lo hacía. Holly también lo hacía suyo a él porque, porque, si Andreas podía ser exigente, también podía serlo ella. Podía ser tierno y despertaba en ella una ternura que ni siquiera sabía que poseía.

Sophia volvió a aparecer y también lo hicieron Nikos y Georgios, pero se mantuvieron en un segundo plano. Aquélla era su isla desierta, su paraíso, sólo para ellos dos.

Deefer formaba parte de su mundo, una bolita peluda y alegre que los seguía a todas partes, que perseguía a las gaviotas en la playa mientras sus amos daban rienda suelta a la pasión y al placer.

Sin embargo, aquel paraíso no podía durar siempre. Tuvieron tres días, después el cuento de hadas llegó a su fin.

Acabó con una llamada en la puerta del dormitorio. Eran las once de la mañana. Habían estado nadando y habían hecho el amor a la orilla del mar antes de volver a disfrutar de un desayuno tardío. Mientras Deefer dormía, Andreas y Holly se habían metido a la ducha con la intención de vestirse después, pero no habían llegado a hacerlo. La cama resultaba demasiado tentadora.

La llamada a la puerta llegó cuando yacían juntos, exhaustos de placer.

– Alteza, tiene una llamada del príncipe Sebastian -anunció Georgios desde el otro lado de la puerta, en tono de disculpa.

Maldita sea -protestó Andreas al tiempo que apartaba a Holly con un beso para poder levantarse-¿Me prometes que me esperarás aquí?

– !No tengo energía para moverme! No tardes.

Andreas se vistió rápidamente y desapareció, dejando a Holly con un mal presentimiento.

Un presentimiento que no tardó en cumplirse. Andreas estuvo fuera más de media hora. Cuando volvió, Holly ya se había duchado de nuevo y vestido, y estaba a punto de salir de la habitación en el momento que él abrió la puerta. Con sólo mirarlo a la cara, supo que la luna de miel había terminado.

– Tenemos que irnos -anunció con gesto sombrio.

– ¿A Aristo? -preguntó ella, con el corazón encogido.

– Yo tengo que ir a Grecia. Hay rumores de que han vendido el diamante a un comprador privado. La gente de Calista ya está siguiendo el rastro y, si lo encuentran antes que nosotros… -no terminó frase, no era necesario-. Georgios está preparando el helicóptero. Nos vamos dentro de media hora.

Eso fue todo. No le preguntó si tendría tiempo suficiente, ni le dijo que sentía que hubieran interrumpido su luna de miel. Andreas estaba ya centrado en otra cosa, volvía a ser un príncipe. Y… ¿en qué situación la dejaba a ella?

Quizá pudiera quedarse allí.

No, sabía que eso no era posible. Tenía que volver a Aristo y ver… si allí había futuro para ella.

Claro que Andreas nunca había dicho que tuviera futuro como princesa,ni como su esposa.Por lo que él sabía, ella aún quería volver a casa. Y así era, se dijo a sí misma de inmediato. Por supuesto que quería volver a casa.

Holly lo dejó duchándose y salió de la habitación; Sophia la esperaba con gesto ansioso.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó el ama de llaves.

– La verdad es que no lo sé, Sophia -admitió Holly-. Por el momento sólo se me ocurre que no tengo ropa para volver a Aristo como esposa del príncipe. ¿Por qué no me ayudas a ver si encontramos algo en ese armario que me haga parecer mínimamente respetable?

– Más que eso -dijo Sophia al tiempo que le daba un abrazo-. Necesitamos algo con lo que parezcas una princesa, algo que sirva para que Andreas se dé cuenta de que no puede perderte.

– Para eso tendría que ser un armario mágico -bromeó con tristeza-. Mejor no contemos con milagros.

Debajo del agua, Andreas notó que se le había revuelto el estómago. Casi lo había olvidado. Los últimos tres días habían sido mágicos, pero la llamada de Sebastian lo había devuelto a la realidad de la peor manera posible.

– Tienes que volver -le había dicho su hermano-. No puedo confiarle a mucha gente la información que tengo sobre el diamante. Tienes que ir a Grecia a buscarlo.

– No puedo dejar a Holly.

– Ya has hecho lo que tenías que hacer con ella. El problema está solucionado. Ahora tenemos asuntos más importantes.

– Es mi mujer…

– Porque tenía que serlo -le recordó Sebastian duramente-, pero tú no quieres seguir con ella -y, entonces, al no recibir una respuesta por parte de Andreas, Sebastian resopló-. Está bien. Reconozco que es muy guapa. Pero si quieres que siga con nosotros, tendrá que apretar a respetar las reglas del juego. Ya estamos en una situación lo bastante complicada como para que ella la empeore… Déjala en la isla o mándala a Australia -titubeó un segundo-. No, puede que sea demasiado pronto para eso. Pero si se queda, tienes que asegurarte de que se mantiene en un segundo plano.

– Ella no nos va a ocasionar ningún problema, Sebastian -aseguró Andreas.

– Ahora mismo cualquier cosa puede ocasionarnos problemas -respondió su hermano-. Estamos en el filo de la navaja. Tenemos que encontrar ese diamante urgentemente. Así que vuelve ya.

La conversación había terminado con esa frase y Andreas se había quedado con la mirada clavada en el vacío.

La jaula de oro de la realeza… No recordaba un momento de su vida en que no lo hubiera odiado.

De pronto surgió en su mente un recuerdo no convocado y seguramente inoportuno.

A los seis años, había caído muy enfermo por culpa de una fiebre reumática. Recordaba vagamente haber pasado mucho tiempo en la cama y que su madre acudía a verlo y pasaba horas junto a él, algo excepcional porque las normas de su padre, el rey Aegeus, determinaban que la relación entre los príncipes y sus padres se limitaba a un repaso diario de lo que habían hecho los niños. Pero hubo un día especialmente en que su madre se quedó a su lado, con gesto preocupado. También recordaba las palabras mágicas que le había dicho la reina a la niñera, a Sophia:

– Muy bien, si es lo que ordenan los médicos, puedes llevártelo a casa. Voy a desobedecer a mi marido por una vez, pero no dejes que se olvide de cuáles son sus obligaciones.

Después de aquello, Andreas había pasado tres meses en el pueblo de Sophia, viviendo en casa de ésta. Aquel pueblo de montaña era conocido por sus cualidades terapéuticas, especialmente en dolencias respiratorias. Sophia le había prometido al Rey que tratarían a Andreas como a un príncipe, pero nada más bajar de la enorme limusina que los había llevado al pueblo, la niñera lo había abrazado y le había dicho:

– Ya te tengo conmigo, pequeño, y voy a hacer que te pongas bien. Será nuestro secreto: los próximos tres meses quiero que seas un niño. Quiero que seas completamente libre.

Y lo había sido. En cuanto su salud había mejorado un poco, Andreas había corrido por todo el pueblo y había jugado con los niños del lugar como si fuera uno más. Sophia lo abrazaba y besaba a menudo, y lo acostaba cada noche en la habitación que compartía con uno de sus nietos. Nunca había dormido tan bien como en aquellos meses.

Las palabras de su madre no se le habían borrado de la memoria: «Puedes llevártelo a casa». Así se había sentido, como si hubiera estado en casa, en su hogar. Después había deseado intensamente volver. El viaje a Australia había sido un intento desesperado de volver a sentir aquella paz, y lo cierto era que había funcionado, porque con Holly había vuelto a vivir la experiencia de ser normal.