Pero las dos experiencias habían terminado, en ambas ocasiones había tenido que volver a palacio, al lugar cn cl que demostrar una emoción era un signo de debilidad, donde no se toleraban los animales, ni las travesuras. Pero no tenía alternativa. Era su obligación como príncipe.
Ahora lo necesitaban y tenía que volver. Con Holly. Tenía que ser con Holly.
A ella no iba a gustarle nada. No tenía derecho a pedírselo, ni siquiera durante un tiempo, pero era demasiado pronto para enviarla a Australia. Dios, no quería verla confinada a las normas de palacio. Sus fantasías con Holly nunca incluían protocolo real.
Al salir del baño se encontró con la inteligente mirada de Deefer, que parecía saber que había algo que preocupaba a su dueño.
– ¿Podrás comportarte como un miembro de la familia real? -le preguntó.
El pequeño cachorro estaba junto a la cama, de la que colgaban las sábanas y la colcha, enredadas. Deefer ladró y luego mordió la carísima colcha bordada y tiró de ella, arrastrándola hacia la puerta.
Parecía que no. Quizá Deefer no pudiera ser miembro de la familia real, como quizá tampoco pudiera Holly.
Andreas cerró los ojos, respiró hondo y fue a ponerse la ropa. Un traje que lo convirtiera de nuevo en príncipe.
¿Un príncipe con esposa y perro?
Sólo si ambos aprendían a respetar las reglas.
Estaban sentados el uno frente al otro en el helicóptero. Aquella máquina no estaba hecha para dos amantes, pensó Holly. Ni para un matrimonio.
Claro que en ese momento ella no se sentía como la esposa de nadie. Iba de camino a actuar como princesa; se sentía pequeña, insignificante y asustada.
Andreas tenía la mirada puesta en el exterior, donde los esperaba toda una comitiva entre la que había varios fotógrafos.
– ¿Ha venido la prensa? -preguntó ella con voz débil.
– Era de esperar -dijo Andreas con un suspiro-. Nuestro matrimonio ha levantado mucho interés. Pero seguramente se retiren un poco a partir de ahora, yo ya he hecho lo que debía.
«He hecho lo que debía».
Siguió mirando hacia fuera, preocupado. No imaginaba que Holly tenía la sensación de que acababa de romperle el corazón en dos.
– En esto consiste ser miembro de la realeza -siguió diciendo él-. Es una presión continua, tu vida no te pertenece. Dios, si yo hubiera sido libre… Estás mejor sin formar parte de todo esto, Holly.
Se volvió a mirarla y ella tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para controlarse. Se le había revuelto el estómago.
– Andreas… ¿cuánto tiempo tengo que quedarme? -consiguió decir.
– Hablaré con Sebastian.
Eso fue todo. Hablaría con el futuro rey.
Los últimos tres días, Holly se había permitido albergar esperanzas, se había permitido creer que el suyo era un verdadero matrimonio, porque era eso lo que había sentido. Pero parecía que el futuro de su matrimonio estaba en manos del príncipe regente, de Sebastian. Naturalmente.
Aquellos tres días sólo habían sido un paréntesis, tres días de recuerdos que le durarían toda la vida.
Quizá tuviera que conformarse con eso.
Los rodearon en el momento que pusieron un pie en tierra, y todo se llenó de nuevo de fogonazos de flashes.
Andreas bajó primero y luego le tendió una mano para ayudarla, una mano que ella aceptó de inmediato. Holly se había puesto un vestido de verano verde, pero enseguida se dio cuenta de que se habría sentido más cómoda con un traje más formal, de negocios.
– ¿Qué tal la luna de miel? -preguntó un periodista-. ¿Qué tal sienta ser una esposa de la realeza?
– No se espera que Holly ejerza como esposa de la realeza -se apresuró a responder Andreas en su lugar-. Estamos casados, pero Holly tiene su vida en Australia, donde dirige una preciosa granja. Yo nunca le pediré que renuncie a eso para cumplir compromisos reales.
Hubo un breve silencio, muestra de la sorpresa de los presentes.
– ¿Quiere decir que el suyo no es un matrimonio de verdad?
– Yo no he dicho eso -respondió Andreas suavemente-. Nos hemos casado ante Dios y tenemos intención de cumplir nuestros votos, pero el matrimonio es distinto dependiendo de las personas. No sería justo pedirle a Holly que cumpliera el papel de princesa.
– ¿Entonces va a volver a Australia? -preguntó alguien a Holly-. ¿Cuándo?
– Tenemos muchas cosas que hacer -volvió a contestar Andreas-. Ya lo comunicaremos.
– Pero hasta entonces, ¿va a cumplir funciones de princesa?
– Sí, lo hará -contestó Andreas.
¿Qué estaba ocurriendo? Holly estaba atónita. De pronto se había convertido en una dócil esposa que ni siquiera podía responder personalmente a las preguntas que le hacían.
– Diles también cómo me gusta el café -dijo de pronto y todo el mundo, incluyendo Andreas, la miró. Vio furia en los ojos de su esposo, pero ya no podía volver atrás-Me han hecho una pregunta y creo que lo lógico es que conteste yo -explicó-. Volveré a Australia cuando lo considere oportuno. ¿No se espera que ejerza como esposa de la realeza? Suena como si hubiera salido de una especie de programa de cría de animales Lo siento, amor mío -se dirigió a Andreas y consiguió esbozar una dulce sonrisa ante los atónitos ojos de su marido-. Lo sé, la esposa de un príncipe deja que su marido hable por ella. Pero tú mismo has dicho que no tengo que ejercer como tal. Yo sólo soy una esposa, y punto; sólo soy yo. Dejemos eso bien claro y pasemos a otra cosa.
Andreas estaba furioso. No sólo estaba enfadado, estaba iracundo. Se encontraban en la limusina, camino del palacio y la miraba como si tuviera dos cabezas. Ella respondió con igual dureza, con una mirada desafiante.
– La esposa de un príncipe se queda siempre en un segundo plano -espetó.
– ¿Sí? No lo sabía, nunca he sido esposa de un príncipe.
– Holly, no lo comprendes. Es esencial que tengamos un comportamiento intachable.
– Yo pensé que mi comportamiento «era» intachable -respondió con voz tranquila.
Si su padre hubiera estado allí, habría advertido a Andreas del temperamento de su hija. Pero Andreas no contaba con tal aviso. Lo único que le preocupaba eran las consecuencias políticas de sus acciones.
– Tuviste un hijo sin estar casada -le recordó-. Con eso basta.
– ¿Basta para qué?
– Para que todo el país te juzgue. Tienes que mostrarte discreta, recatada y respetuosa.
– Respetuosa hacia ti.
– Por supuesto, soy tu marido.
Pensé que eras algo más que eso. Pensé que eras mi amante.
– En nuestra isla, sí, pero no aquí. Aquí tienes que seguir las reglas de la familia. Tienes que estar callada, Holly.
– No creo que el silencio figurara entre los votos matrimoniales -respondió suavemente.
– Ya sabes por qué me casé contigo.
– ¿Qué? -ella también estaba furiosa, pero no gritaba. Quizá incluso fuera razonable que le preguntara a su marido lo que quería decir.
– Si la familia real de Calista te hubiese encontrado antes que nosotros…
– ¿«Nosotros»?
– Mi hermano y yo.
– ¿Qué habrían hecho, Andreas?
– Habrían acabado con nosotros. Dios, Holly, creo que no es necesario que te lo diga. En ningún momento te lo he ocultado.
– No -dijo ella, y retiró la mirada.
Estaban acercándose al palacio, pero aún quedaba un poco para llegar a las puertas del edificio. Si se bajaba ahora…
– Escucha, Holly, no sé cuánto tiempo quiere Sebastian que te quedes…
Holly volvió a mirarlo sin salir de su asombro.
– Sebastian. ¡Sebastian! Entonces no tiene nada que ver con nosotros el tiempo que dure nuestro matrimonio. ¡Depende de Sebastian!