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– Es tu futuro rey.

– El tuyo -replicó.

– Exacto. Tú puedes marcharte.

– Cuando él me dé permiso para hacerlo.

– Sí.

– ¿Tú no tienes nada que decir al respecto?

– Holly, desde el principio éste fue un matrimonio especial. Yo tengo mis obligaciones y tú… tú ni siquiera puedes mantenerte callada delante de la prensa.

– Parece que no.

– Holly… -Andreas titubeó un segundo antes mderle una mano a modo de súplica.

Ella lo miró a la cara y luego bajó la vista hasta la mano que llevaba su alianza. Estaba intentando convencerla para que hiciera lo que debía.

Él lo había hecho… por el país y por su familia.

Se había casado con ella y habían compartido tres días espectaculares, pero ahora había llegado el momento de volver a la realidad. Andreas le estaba pidiendo que se mantuviera en un segundo plano, cerrara la boca y vistiera de gris.

Su marido le pedía que siguiera adelante con la farsa, porque eso era lo que era, una farsa.

– Necesito saber cuándo podré irme a casa -anunció tras tomar la decisión de rechazar su mano.

– Holly, por favor…

– Escucha, Andreas. Toda esta situación es irracional. No me había dado cuenta hasta ahora, pero ahora que lo sé… De acuerdo, me mantendré al margen, cerraré la boca y vestiré de gris. Pero más vale que Sebastian y tú decidáis pronto cuándo puedo marcharme, porque no tardaré mucho en volverme loca.

La cosa no hizo sino empeorar. En la puerta del palacio los esperaba todo un regimiento de sirvientes a los que tuvieron que saludar uno por uno. Andreas iba estrechando sus manos, pero cuando llegó el momento de que lo hiciera también Holly…, la criada en cuestión dio un paso atrás y Andreas le hizo un gesto.

Muy bien, parecía que ella no podía darle la mano al servicio, dedujo Holly. Otra lección aprendida.

Acababan de llegar al final de la fila de criados cuando aparecieron dos lacayos de librea escolo a la reina Tia, la madre de Andreas.

– Hijo mío -saludó a Andreas con un beso en cada mejilla-. Bienvenido. Has sido muy malo llevándote tanto tiempo a tu esposa cuando tanto os necesitamos.

– Mamá, tres días no es precisamente una luna de miel muy larga -respondió Andreas.

– No, pero en estos momentos, y con Alex todavía fuera…, Sebastian ya no podía más -Tia meneó la cabeza y se dirigió a Holly-. Bienvenida, querida. Una doncella te acompañará a tu apartamento. Andreas, Sebastian te espera en el despacho de tu padre.

– Debería acompañar a Holly…

– Yo me encargo de ella -lo interrumpió Tia con ese tono arrogante que tenía en común con su hijo-. Tú vete, tu hermano te espera. Estoy segura de que Holly lo comprenderá.

Andreas desapareció y Holly se quedó con una docena de criados y con la reina.

«¿Holly lo comprenderá?» No, Holly no comprendía nada. Debería haberse sentido sola y abandonada, pero lo cierto era que tenía que hacer un esfuerzo para controlar la furia que amenazaba con apoderarse de ella.

– Supongo que volveré a ver a mi marido… ¿en la cena? -preguntó a la reina.

– No estoy segura -respondió Tia, extrañada-.

Creo que Sebastian quiere que salga para Grecia de inmediato.

– ¿Conmigo?

– Tú tienes que instalarte aquí.

– ¿Sí?

– Querida…

– No se preocupe -se apresuró a decir Holly al ver que había escandalizado a la reina-, no voy a hacer una escena. Ya me han dicho cuál es mi papel, así que me quedaré aquí mientras mi marido está en Grecia. ¿Cuándo puedo tener una reunión con Sebastian?

– ¿Perdón?

– Puesto que es Sebastian el que maneja los hilos aquí, será Sebastian quien me diga cuándo poner fin a mi matrimonio.

– Querrás decir Su Alteza el príncipe Sebastian -corrigió Tia con severidad-. Tengo entendido de que mi hijo cree que podría convenir que el matrimonio continuara.

Holly enarcó ambas cejas.

– ¿De verdad?

– Tuvisteis una actuación encantadora en la iglesia.

Una actuación. ¡Una actuación! ¿Es que aquella familia planeaba sus apariciones siempre de cara a la opinión pública?

– Me alegro -dijo entre dientes al tiempo que agarraba a Deefer del suelo, donde lo había dejado para saludar al servicio. Ahora necesitaba la cercanía del cachorro. Le daba seguridad.

– Dale el perro a alguno de los criados -le sugirió Tia mirando al cachorro con incertidumbre-. ¿Es tuyo?

– Sí -respondió Holly y lo apretó contra sí de manera instintiva.

– Cuidarán de él en los establos.

– Deefer se queda conmigo.

– No se permiten animales en palacio por deseo de mi marido.

¿Su marido? ¿Acaso no estaba muerto? ¿Quería eso decir que las normas de los reyes seguían vigentes aunque ellos murieran? ¿Y esas normas la concernían a ella?

– Me parece que eso va a suponer un problema -señaló Holly con cautela-. ¿Me está diciendo que tengo que dormir en los establos?

Tia miró a los criados con nerviosismo, aunque no se encontraban tan cerca como para poder oír lo que hablaban. De todos modos, bajó el tono de voz.

– Nada más casarme comprendí que tenía que acatar las normas.

Holly frunció el ceño. Tia seguía obedeciendo después de… ¿cuántos años de matrimonio?

– Pero ahora Su Majestad es la reina -le dijo-, la matriarca de la familia. Seguro que puede dictar sus propias normas.

– El que dicta las normas ahora es Sebastian, el príncipe regente…

– Pero él es su hijo.

– Esto no está bien.

– No, es verdad -reconoció Holly con evidente tensión-. Lo hablaré con Andreas. Con un poco de suerte podré hacerlo antes de que se vaya a Grecia. Hasta entonces, pídale a alguien que me lleve a mi habitación. Con mi perro. O a los establos, también con mi perro. Elija, Majestad.

Capitulo 10

¿Cómo había podido decir algo así? ¿Cómo se había atrevido a enfrentarse a la reina? Holly se sentó en la enorme cama con dosel y trató de dejar de temblar. Apretó a Deefer contra sí.

– Has sido tú -le dijo al perro-. Tú has hecho que me sintiera valiente.

Pero no se sentía valiente. Se sentía pequeña, insignificante y muy sola.

– ¿Cuándo crees que volveremos a ver a Andreas?

Deefer respondió lamiéndole la cara.

– Gracias por tus besos, pero les falta un poco de delicadeza.

Respiró hondo para intentar aplacar el temor que sentía. ¿Cómo iba a aguantar allí sola? ¿Tenía alguna alternativa?

Quizá sí, pero si volvía a Australia, sería el final. Se había casado con él por algo y era una locura marcharse.

– Además, seguramente volvería a traerme a la fuerza -susurró-. Soy una esposa cautiva, Deefer. Acabaré como Tia, obediente y temerosa incluso después de años y años de matrimonio.

Tuvo que parpadear varias veces para no echarse a llorar y, después de un rato optó por salir a la terraza de la habitación que daba a los enormes y cuidados jardines del palacio.

De pronto apareció en su mente la imagen de los campos polvorientos, los eucaliptos y una pequeña tumba.

– Seguro que te gusta Munwannay -dijo a Deefer-. Esta vez al menos te tendré a ti… Pero lo quiero todo -admitió para sí-. Te quiero a ti, a Andreas y a Munwannay. Quiero que seamos una familia.

– Tu avión sale al amanecer. Tengo una lista de contactos que quiero que repases.

Andreas miró a su hermano con gesto sombrío.

– No puedo dejar aquí a Holly.

– Tampoco puedes llevártela; tienes que moverte muy rápido. Eres el único preparado para hacerlo y ya sabes lo que ocurrirá si no encontramos la piedra.

– No me importa lo más mínimo esa piedra.

– ¿Crees que a mí sí? -le preguntó Sebastian con incredulidad-. Lo que sí me importa es mi país, igual que a ti. Y la gente que vive en él.