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– Zakari no sería mal gobernante.

– Eso no lo sabemos, y hay demasiadas cosas en peligro como para arriesgarnos. No tienes elección.

– Nunca la he tenido -aseguró Andreas con tristeza.

– No cuando está en peligro el futuro de nuestro pueblo. No.

– ¿Y cuando aparezca la piedra?

– Entonces puede que descubras que te gusta ser príncipe. Y puede que a mí me guste ser rey. Pero hasta entonces tenemos muchas cosas que hacer, y que hacerlas ya. Está aquí el jefe de seguridad para darte toda la información necesaria. Vamos.

Las dos de la madrugada. Andreas abrió la puerta con sigilo, como si pensara que ella podía estar durmiendo y quizá lo habría estado de no haber tenido los nervios a flor de piel y de no sentirse tan sola.

Pero Andreas se había olvidado también del cachorro. Deefer saltó de la cama en cuanto se abrió la puerta y corrió a saludar a su amo.

– Llevamos demasiado poco tiempo casados para que empieces a llegar después de la media noche -dijo ella, ya sentada en la cama-. ¿No te parece?

– Tenía que…

– Ir a Grecia, lo sé.

– No me voy hasta mañana.

– Pero si ya es mañana -respondió, consciente de la hora que era-. ¿O es que aún tenemos un día hasta que te vayas?

– Holly, lo siento, pero… Me voy hoy mismo. Tengo que salir al amanecer.

– Tienes que salvar el mundo. Ya me lo ha dicho tu madre.

– ¿Qué más te ha dicho? -parecía preocupado.

– Que Deefer tiene que dormir en los establos.

– Veo que en eso no le has hecho mucho caso -Andreas agarró al perro, le dio la vuelta y le rascó la tripa.

– No trates de congraciarte con mi perro -espetó Holly, y Andreas sonrió.

Fue a sentarse en la cama, frente a ella. Era enorme, así que no había motivo para que a Holly se le encogiera el corazón sólo porque se sentara Andreas.

«Sigue enfadada», se dijo a sí misma, pues era la única defensa con la que contaba.

– Tu madre dice que necesito unas clases de protocolo.

– Te vendrían muy bien -dijo él.

– ¿Por qué?

Andreas dejó al perro en el suelo, consiguió que se entretuviera con la alfombra y volvió a mirarla a ella.

– Holly, quizá podríamos tener un matrimonio de verdad -sugirió con cautela.

– Un matrimonio de verdad -repitió ella, como atontada y sin aire en los pulmones.

– Parece ser que el plan de casarnos está funcionando mucho mejor de lo que esperábamos. La gente te ve como una especie de Cenicienta y te tienen mucho cariño. Sebastian cree que podría funcionar.

Sebastian.

– ¿Eso cree? -replicó, tratando de mantener la calma-. Deberías saber que…

– Y a mí me gustaría mucho.

Ahí estaba otra vez. El hormigueo que había sentido a los diecisiete años cuando los había presentado su padre. Pero multiplicado por un millón.

– Entonces no se trata de Sebastian -dijo suavemente, casi para sí misma-. No se trata del país. Sino de nosotros dos.

– Es cierto -admitió él un segundo antes de retirar las sábanas y tirar de ella para poder estrecharla en sus brazos y besarla suavemente-. Se trata de nosotros.

– Pero mañana…

– Soy príncipe, Holly -le recordó con voz triste-. Tengo obligaciones que debo cumplir. No voy a permitir que mi país acabe en la ruina, pero ahora… ahora sólo existes tú, mi amor.

Hasta el amanecer, pensó Holly, pero fue un pensamiento fugaz porque Andreas estaba abrazándola, besándola y pidiéndole que respondiera del mismo modo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Tenía razón. Sólo existían ellos dos.

Hasta el amanecer.

Cuando despertó, él ya se había ido. Se dio media vuelta en la enorme cama y se dio cuenta de que estaba sola.

Ni siquiera estaba Deefer, pero a éste lo encontró junto a la puerta, como si esperara que volviera a entrar su amo.

– Vuelve a la cama, Deef -dijo, pero el cachorro se limitó a llorar, apoyando la nariz en la rendija entre la puerta y el suelo. Holly se levantó a buscarlo y lo llevó de nuevo a la cama.

Una matrimonio de verdad. ¡Ja!

– Ya verás como te gusta Australia -susurró-. Allí podrás comportarte como un perro y yo… bueno, yo volveré a ser la de siempre.

La solitaria, la que lloraba la muerte de su hijo y la pérdida de su gran amor.

De pronto llamaron a la puerta y apareció una doncella, disculpándose.

– Señora, Su Majestad la reina Tia ha fijado una lección de protocolo a las diez y ha pedido que la informe de que le servirán el desayuno a las ocho en el gran comedor, donde la espera un maestro de etiqueta.

Y volvió a cerrar la puerta.

– Etiqueta…, eso es lo que hay para desayunar -murmuró Holly, de nuevo a solas con Deefer-. Nada de café y huevos -sólo con pensarlo sintió un escalofrío-. Deefer, creo que quiero irme a casa.

Pero…

– Dije que iba a darle una oportunidad a todo esto. Andreas dice que tenemos que seguir casados y yo le creo.

Pero…

– Pero nada -se dijo a sí misma-. No pienses en la granja ni en nada…, sólo en el protocolo.

Andreas estuvo fuera once interminables días. Un tiempo en el que Holly ni siquiera pudo salir del palacio.

– La gente cree que siguen de luna de miel -le explicó el jefe de relaciones públicas de la Casa Real -. Nadie sabe que Andreas está en Grecia, y la luna de miel es la tapadera perfecta.

La tapadera perfecta. Por supuesto. Cuando todo el mundo creía que estaban disfrutando de su amor, Andreas estaba en Grecia y ella… ¡en un infierno de protocolos!

– Siempre irá tres pasos por detrás de su esposo. Fíjese en sus pies; en el momento que se detenga, usted se detiene también. Si se da la vuelta para hablar con usted, tiene que acercarse a un paso, escuchar, sonreír y responder brevemente, pero nunca debe dar la impresión de no estar de acuerdo con él. Su marido es miembro directo de la familia real y usted no, lo que quiere decir que siempre tiene precedencia.

Sí, pero ahora no está aquí para disfrutar de esa precedencia -le dijo a Deefer el undécimo día.

Había salido a pasear al perro por los jardines,en la zona sur, donde no había posibilidad de que la descubriera las cámaras. Y ni siquiera allí se sentía cómoda. De uno de los balcones de palacio salía música; debían de ser las princesas. Apenas las había visto, sin duda estaban demasiado ocupadas con sus cosas. No le gustó la música que escuchaban.

Y tampoco le gustaba aquel lugar.

– Será mejor cuando vuelva a casa -le había asegurado Andreas en las breves llamadas que le había hecho.

Lo había oído cansado y estresado, por eso no le había gritado, pero acabaría haciéndolo. Con mucha deferencia, por supuesto. Si volvía alguna vez.

Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Deefer se había alejado de ella, había salido corriendo hacia el lago, otra vez. Había descubierto aquel lugar la semana anterior y había estado a punto de causar problemas Con los cisnes…

– Vuelve aquí -le gritó, pero el perro no hizo el menor caso.

El pobre cachorro estaba aburrido. Ella se había pasado la mañana asistiendo a interminables lecciones y Deefer había tenido que esperar en el apartamento que Andreas tenía dentro de las dependencias del palacio. Parecía que allí a nadie le gustaban los animales.

El perro fue directo a los cisnes, lo que causó un gran revuelo entre las aves, que extendieron las alas mientras Deefer los perseguía sin dejarse intimidar.

Muy pronto no fue sólo Holly la asustada. Llegaron gritos procedentes de los balcones del palacio y acudieron corriendo el jardinero principal con otros dos hombres más jóvenes. Holly miró atrás mientras corría hacia Deefer… y de pronto creyó que se le paraba el corazón al darse cuenta de que uno de los hombres llevaba un arma. Una escopeta. Y estaba apuntando…

– ¡ No! -gritó ella-. ¡No!

Pero el tipo no bajó el arma, ni siquiera miró hacia donde se encontraba Holly. La música sonaba más alta donde estaba él. ¿No la oía?