Andreas pensó en la Holly que había dejado hacía diez años. Ya a los diecisiete años tenía mucho carácter.
Él había pasado entonces seis maravillosos meses en la propiedad de los padres de Holly, adentrándose en la vida del interior desértico de Australia antes de dedicarse por completo a sus obligaciones como príncipe. Era el deseo de un joven que su padre, el rey Aegeus, le había concedido a regañadientes. Su relación con Holly había nacido de la nada y se había convertido en verdadera pasión. Él deseaba desesperadamente que la relación continuara, pero Holly había sido fuerte por los dos.
– Tú no perteneces a mi mundo, ni yo al tuyo -le había dicho ella tajantemente mientras Andreas la abrazaba por última vez después de decirle que no podría marcharse-. Tu vida está en Aristo. Allí te necesitan y estás prometido en matrimonio con una princesa. No lo hagas más difícil de lo que ya es para los dos. Vete, Andreas.
Eso había hecho. Se había ido intentando olvidar la expresión de dolor que había visto en el rostro de su amada, las lágrimas que habían inundado sus ojos… También él había estado a punto de echarse a llorar, pero sabía que Holly tenía razón. Él era un príncipe prometido a una princesa, y ella tenía unos padres ya mayores a los que debía cuidar al tiempo que se forjaba una carrera como profesora en la Escuela del Aire. Holly y Andreas pertenecían a mundos diferentes.
Y eso había sido todo. Durante diez largos años, había intentado no pensar en ella, durante un tumultuoso matrimonio que había terminado en un complicado divorcio; durante sus obligaciones como príncipe y durante la vida que llevaba en aquella jaula de oro que era la realeza. Su vida estaba enteramente al servicio de la Corona, una Corona que había proteger a toda costa.
Una Corona que ahora Holly estaba poniendo en peligro, consciente o inconscientemente.
– Traedla de inmediato -ordenó bruscamente al recordar todo lo que estaba en juego-. Traedla directamente al palacio.
– Podría haber problemas -respondió Georgios precaución.
– ¿Qué clase de problemas?
– Ya le he dicho que no está… tranquila -explicó- No podemos estar seguros de que no vaya a ponerse a gritar.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
Un nuevo silencio. Era evidente que Georgios sabía que era una pregunta estúpida.
Bueno, quizá lo fuera. Si la habían llevado hasta allí en contra de su voluntad y si seguía siendo la Holly que él conocía…
– Me reuniré con vosotros en el aeropuerto -anunció Andreas.
– Pero no en la pista principal -se apresuró a decir Georgios-. Tiene que hablar con ella en privado. Si es que ella quiere hablar con usted.
– Claro que querrá -aseguró con tristeza.
– Puede ser -respondió Georgios-. ¿Cuánto tiempo hace que no la ve?
– Diez años.
– Entonces quizá haya cambiado -dijo, y luego añadió algo más con un claro tono de admiración-. Puede que haya aprendido a luchar.
– Ya sabía hacerlo hace diez años.
– ¿Y conseguía ganarla entonces? -preguntó Georgios tímidamente-. Con todo respeto, Alteza… Hay que ser muy fuerte para sujetarla. ¿Podrá hacerlo?
Estaban aterrizando.
Holly había dejado de protestar hacía ya tiempo. En cuanto la habían metido en el avión y habían levantado el vuelo, había tenido que aceptar que no servía de nada luchar y se había encerrado en un digno silencio, o al menos eso esperaba que pareciera.
Porque lo cierto era que no se sentía nada digna. Iba vestida con unos vaqueros viejos y una camisa llena de polvo, el mismo polvo que le apelmazaba la melena rizada. Se había lavado la cara en el lavabo del avión, pero no tenía ni un poco de maquillaje con el que disimular las ojeras; estaba agotada y temerosa.
No, nada de temor. Por nada del mundo iba a dejar que esos brutos creyeran que tenía miedo.
Claro que quizá no fuera a ellos a los que debía temer. Era Andreas el que había ordenado que la llevaran allí, quisiera o no.
Diez años atrás habría estado encantada de acudir. Entonces lo habría seguido hasta el fin del mundo. Se había enamorado tanto de él que se lo había dado todo. Y le habría dado mucho más. Se había dejado llevar por la pasión y por el deseo de encontrar una vida fuera de los límites de la granja de sus padres. Andreas había irrumpido en su monótona existencia con su belleza oscura y misteriosa y con las mismas ansias de formar parte del mundo de Holly que ella tenía de formar parte del de él. Por supuesto que se habían enamorado.
Después, durante el terrible dolor que le había provocado su marcha, Holly había llegado a pensar que aquél había sido el motivo por el que sus padres habían organizado la estancia de Andreas. Sabían que los dos jóvenes se sentirían atraídos. Sus padres siempre habían soñado con la realeza, pero el tener como huésped a un joven príncipe teniendo una hija tan impresionable, sin duda había sido peligroso.
Quizá habían creído que había la posibilidad de que aquello terminase en matrimonio. ¿Quién sabía? Lo que sí sabía era que sus padres habían acabado con algo distinto de lo que habían esperado en un principio.
Habían acabado con su única hija desconsolada, con el corazón hecho pedazos.
Y un nieto cuya existencia desconocía el padre del niño. Un nieto que ahora estaba muerto.
«No pienses en Adam», se dijo a sí misma mientras el avión comenzaba a descender. «No se te ocurra llorar».
Parpadeó varias veces y fijó la mirada en el exterior. Estaban ya en el reino de Adamas, el hogar de Andreas.
Adamas estaba compuesto por dos grandes islas: la lujosa Aristo y las desérticas tierras de Calista. Andreas le había contado tantas cosas sobre aquellas dos islas que Holly tenía la sensación de conocerlas. En otro tiempo habían sido un solo reino, gobernado por la Casa Real de Karedes, pero había acabado dividido en dos islas por culpa de las disputas entre hermano y hermana.
El padre de Andreas gobernaba Aristo y Andreas, que era uno de los tres príncipes, lo ayudaba en las tareas de gobierno. Andreas estaba casado; la boda había tenido lugar poco después de que él volviera de Australia. Holly lo sabía porque el relato de la ceremonia se había publicado incluso en las revistas que vendían en la tienda de Munwannay. Ella lo había leído y había llorado inconsolablemente. Después de eso, había evitado cualquier publicación en la que pudiera aparecer su nombre, pero imaginaba que ahora tendría ya una buena colección de hijos.
¿Por qué la habría hecho ir?
Quizá estaba aburrido de su matrimonio, pensó. La idea le había pasado por la cabeza durante el vuelo, la imaginación estaba jugándole una mala pasada. Andreas llevaba casado ya más de nueve años, tiempo suficiente para cansarse de una esposa, especialmente de una mujer que habían elegido otros por él. Quizá hubiera recordado la pasión que los había poseído y que había hecho que se olvidaran de cualquier precaución.
No podía ser que pensara que…
Pero, ¿para qué otra cosa iba a querer verla?
Apretó los puños con tal fuerza que se clavó las uñas en la palma de las manos No se atrevería. Si pensaba que ella…
Pero… Andreas, pensó. Andreas, Andreas.
Ahí estaba el problema. Andreas había seguido adelante con su vida, mientras que ella había quedado atrapada, intentando levantar la granja por su padre. Intentando forjarse una carrera, pero sin ser capaz de alejarse de una pequeña tumba.
Sin poder olvidar a Andreas.
Estaba esperándola. El príncipe Andreas Christos Karedes de Aristo estaba esperándola en su isla.
Volvió a apretar los puños. ¿Qué querría de ella?
No obtendría nada. ¡Nada! Lo que había habido entre ellos ya no existía. Tenía que escapar de aquellos matones y encontrar la manera de marcharse.
Pero antes vería a Andreas.
El avión no se acercó a la terminal del aeropuerto, sino que se detuvo junto a la pista de aterrizaje.