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– Dios, Holly, pensé que estarías bien aquí.

– Sí, bueno, pero tienes muchos matones armados.

– No los tengo yo.

– No, pero tu familia sí y tú eres parte de la familia, Andreas.

– Sí -admitió con tristeza.

Entonces apareció una mujer vestida de blanco y no pudieron seguir hablando.

Tal y como había dicho Holly, no era más que un rasguño; la bala apenas la había rozado. La enfermera le limpió la herida y le colocó un apósito con todo el cuidado del mundo. Al final cualquiera habría dicho que más que un rasguño, le habían hecho una lobotomía, a juzgar por el tamaño de la gasa.

– Cuando reúno al ganado me hago arañazos mucho peores que éste -le contó Holly a Andreas cuando por fin salieron de allí-. Pero nunca reciben semejantes cuidados.

– Pues deberían -gruñó él.

– ¿Quieres que ponga una clínica de primeros auxilios en Munwannay?

– Si la quieres, la tendrás.

– No la quiero -replicó de inmediato.

Iban camino del apartamento, Andreas llevaba a Deefer en un brazo y con el otro tenía agarrada la mano de Holly. Ella pensó que debería apartarse de él; el problema era que la agarraba como si la amara.

Pronto volvería a casa, se dijo a sí misma. Lo ocurrido había servido para que tomara la decisión, pero recordaría aquellos momentos, todo lo que había compartido con el hombre al que siempre amaría. Una vez hacía diez años… y ahora.

– ¿Me has echado de menos? -le preguntó de pronto.

– Esa pregunta no es justa -respondió ella y le hizo a su vez una pregunta cuya respuesta temía-. ¿Vas a quedarte? ¿O… tienes que volver a irte?

– Tengo que irme -reconoció, apesadumbrado-. Mañana.

– ¿Cuánto tiempo? -siguió preguntando con el corazón encogido.

– No lo sé.

– No puedo quedarme aquí sin ti.

·-Lo entiendo. Tenía la esperanza…, pero lo que ha pasado hoy… Es evidente que no se puede. Deefer ha nacido para correr por el campo y tú has nacido para ser libre. No voy a dejar que mi madre te corte las alas.

– No podría hacerlo.

– Pero podría intentarlo. Podría intentarlo toda la familia. Mi madre es una buena persona, pero lleva toda la vida sometida a los deseos de mi padre y es incapaz de escapar.

– Andreas… -Holly titubeó, pero tenía que preguntárselo. Era el hombre de su vida y tenía que luchar por él-. ¿Tú considerarías la idea… de venir a Australia conmigo?

– Te iré a visitar.

– De visita, claro. Una vez al año.

– Claro, para guardar las apariencias de que seguimos casados. Pero… ¿cada cuánto tiempo?

– No lo sé -respondió honestamente.

Ya estaban en el apartamento. Andreas la llevó a la cama y se sentó a su lado. Dejó a Deefer en el suelo, pero el animal sentía que algo iba mal y no se movió de los pies de Holly.

– No puedo hacer lo que yo quiera, Holly -le explicó él-. Nací con esta responsabilidad.

– Y tu país te necesita.

– Sí… Lo sepan o no.

– Está bien -dijo y tragó saliva-. En realidad, no esperaba que volvieras conmigo.

– Iré siempre que pueda.

– No sé, quizá sería mejor que no lo hicieras -opinó con todo el dolor de su corazón-. Desapareciste durante años y no pude olvidarte. Si apareces cada seis meses…

– Iré más a menudo -le tomó el rostro entre las manos y le dio un beso en los labios-. Eres mi esposa.

– De conveniencia.

Eres mi esposa en todos los sentidos, Holly-afirmó con fervor-. Y quiero estar contigo. Me gustaría que estuvieras aquí, en mi cama, pero.sé que no es posible. Yo no voy a cortarte las alas.

– Andreas…

– Calla -susurró y la estrechó en sus brazos-. Calla, mi amor. Tengo que irme mañana, pero lo organizaré todo para que te lleven a Grecia y desde allí tomes un vuelo a Australia. Le diremos a la prensa que debías atender asuntos urgentes en la granja. No temas, Sebastian no mandará a nadie a buscarte; el escándalo sería peor que si no nos hubiéramos casado.

Lo había planeado todo, pensó Holly. Debería protestar, pero sólo podía escuchar.

– Ya he ordenado que te hagan una transferencia a tu cuenta bancaria -siguió diciendo-. Comprobarás que se han saldado las hipotecas de Munwannay y tienes dinero suficiente para contratar empleados, buenos empleados. La próxima vez que vaya, espero ver la granja que conocí, un lugar lleno de vida y una casa familiar.

– Yo…

– Podrás hacerlo, Holly -la interrumpió-. Siempre lo has querido. Aquí no habrá ningún problema, todo el mundo tendrá que aceptarlo.

– Pero Sebastian…

– Esto ya no tiene nada que ver con él.

– ¿Y tu madre?

– No te preocupes. Yo tengo que cumplir con mi obligación… por eso debo seguir buscando el diamante.

– ¿,Y a mí qué me debes?

– Lo que te debía te lo he pagado con creces.

– ¿De verdad, Andreas? -preguntó, intentando no llorar-. Claro, te has casado conmigo, me has dado el cuento de hadas con su final feliz. Debería sentirme agradecida, pero… -tuvo que tragar saliva varias veces para no romper a llorar-. Quiero más -consiguió decir, pero al mirarlo a los ojos se dio cuenta de que no lo comprendía.

– Holly, esto era un acuerdo de negocios -le recordó suavemente-. Nos casamos por necesidad y siento mucho que no pueda ser nada más.

– Yo también lo siento -replicó, repentinamente furiosa-. Pero por mi parte nunca fue un acuerdo de negocios. Yo pronuncié mis votos con todo el corazón.

– Sin embargo, no quieres quedarte.

Volvió a mirarlo, desconcertada. No lo entendía. ¿Era ella la única que ansiaba eso que tenían tan cerca y al mismo tiempo tan lejos? Deseaba que la abrazara y le hablara de amor, pero él sólo hablaba de obligaciones.

– Creo que deberías irte -murmuró.

– ¿Irme?

– En busca de tu diamante… o donde quieras.

– No tengo que irme hasta mañana. Esperaba…

– Pues no esperes nada, Alteza -replicó-. Acabó de llevarme un buen susto y me duele la cabeza. Si crees que voy a acostarme contigo…

– La Holly que yo conocía jamás dejaría que un dolor de cabeza la detuviera.

– La Holly que tú conocías era una estúpida -masculló-. La Holly que tú conocías ha ido demasiado lejos con esta farsa y ya no puede más. Ya está bien, Andreas. Márchate por favor.

– Holly… -le tomó ambas manos entre las suyas y la obligó a mirarlo-. No puedo creer que lo digas en serio -esbozó una de esas maravillosas sonrisas suyas que habían ocasionado tanto mal-. ¿Es que no quieres estar conmigo?

– No puedo desearlo -admitió, compungida-. ¿No te das cuenta? Por favor, Andreas, sé amable… y márchate.

¿Qué había hecho? Andreas la miró durante unos segundos, unos segundos tensos e interminables. Después, sin decir nada más, se puso en pie y salió de la habitación. Holly se quedó con la mirada clavada en la puerta y el corazón roto.

Lo había echado de su lado.

Sabía que se iría por la mañana de todos modos, pero habría querido compartir aquella noche con él. Eso no habría cambiado nada; creía que podría disfrutar de lo que él pudiera ofrecerle y luego marcharse como si nada, pero lo cierto era que estar junto a él cada vez le resultaba más doloroso.

Se había ido. Ya no tenía que volver a verlo. Podría pasar el resto del día metida en la habitación y, cuando se levantara al día siguiente, él ya se habría ido.

Si hubiera sido más fuerte, habría luchado por él. ¿Sería fuerte si se quedaba allí y se sometía a todas aquellas reglas, a sus interminables ausencias, a que le cortaran las alas?

– Sería un pájaro encerrado en una jaula de oro dijo a Deefer, apretándolo contra su pecho-. No puedo. Ni siquiera por Andreas.

Pero abandonarlo…

«No soy yo la que lo abandona. Es él». Si fuera a la puerta y lo llamara, volvería. Hasta el amanecer.