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– Ay, Deef -estaba llorando como una tonta. Odiaba llorar. Jamás- lo hacía.

Pero Andreas la hacía llorar.

– Es una razón tan buena como cualquier otra para marcharse -le dijo al perro-. Tengo que irme. Debo hacerlo.

Aunque eso le rompiera el corazón.

No. El corazón se le había roto años atrás y aún no había podido recomponerlo. Durante unos días había intentado curarse, pero no había funcionado. Claro que no. Cenicienta sólo existía en los cuentos.

Tenía que irse… a casa.

Salió del palacio. El sol brillaba con fuerza sobre las columnas de mármol. El suelo blanco reejaba la luz y el agua de la enorme fuente no alijeraba en absoluto el calor. Sólo era un adorno,una formalidad.

Él vivía allí. Era su vida.

Andreas pensó en el lugar al que se dirigía Holly…, una inmensa llanura despoblada, un lugar en el que la naturaleza derrotaba a cualquiera que pretendiera domesticarla. Sintió una tremenda sensación de añoranza, algo tan intenso que necesitó un gran esfuerzo físico para hacerle frente.

Munwannay y Holly.

No podía pedirle que se quedara allí. Su sitio estaba en Munwannay. ¿Cómo había podido pensar que podría retenerla?

La había llevado allí en contra de su voluntad. pero no iba a retenerla. A pesar de lo que dijera Sebastian. Y su madre. Estaban equivocados. Holly era salvaje, hermosa y libre, y él no iba a intentar domesticarla.

Tenía los puños tan apretados que le dolían los dedos, pero nada comparado con el dolor que sentía en su interior. El dolor que le provocaba dejarla marchar…

Tenía que dejarla marchar.

Sintió un movimiento a su espalda. Se dio la vuelta y se encontró con Sebastian.

– Te dije que quería verte en cuanto llegaras -fue el saludo de su hermano.

– Holly me necesitaba.

– No me interesa lo que Holly necesite, sabes que esto es urgente. Quiero tu informe y lo quiero ahora. Lo que has hecho es…

– Imperdonable -terminó Andreas ásperamente-. ¿Quieres que me ejecuten al amanecer?

– Muy gracioso. Sabes que hay mucho en juego. Tengo que estar centrado.

– Por supuesto.

Sebastian lo miró a los ojos fijamente.

– Lo digo en serio, Andreas.

– Lo sé y también sé lo urgente que es. Y sé que el país entero depende de que yo haga bien trabajo. Holly se marcha a Australia mañana.

– ¿Qué? -su gesto cambió de pronto, se hizo más sombrío-.

– Te dije que quería que continuarais con el matrimonio.

– Pues se ha acabado.

Andreas respondió con voz fuerte y segura, dos cosas que no podían estar más alejadas de lo e sentía en realidad.

A menos que nos encierres en una mazmorra, puedes hacer nada al respecto. Ya puedes poner a trabajar a tu servicio de relaciones públicas porque no es negociable. Holly se va mañana. Fin la historia.

Capitulo 11

Era increíble. Primero un viaje a Grecia en un barco de pesca con unos amigos de Andreas. Según le dijeron, corría el riesgo de que Sebastian intentara intervenir, por lo que era mejor que estuviese acompañada de gente de la confianza de Andreas. Después la llevaron al aeropuerto y desde allí, Deefer y ella volaron en primera clase hasta Perth, donde tuvo que despedirse de su perro. El pobre tendría que estar treinta días en cuarentena antes de poder ser australiano. Nada más salir del edificio, Holly se encontró con un piloto que no comprendía cómo había tardado tanto en encontrarla. La informó de que lo habían contratado para llevarla a Munwannay.

Un mes antes seguramente habría tenido que ir haciendo autostop. Debería haberse puesto contenta, pero lo cierto era que se sentía una desgraciada.

Ya en Munwannay, la esperaban más cambios. A su encuentro acudió un hombre de mediana edad, acompañado de un perro.

– Buenas tardes, señora -se presentó con una sonrisa en los labios y un acento que dejaba claro que era de la zona-. Soy Bluey Crammond y éste es Rocket -añadió señalando al perro-. Su esposo me ha enviado para que la ayude a arreglar todo lo necesario. Y, si usted, Rocket y yo nos llevamos bien, su marido había pensado que quizá pudiera quedarme para ser su capataz. Podemos estar aquí tres meses a prueba a ver qué opina de nosotros. Yo ya le puedo decir que este lugar es una maravilla. Su marido dice que tiene usted muchas ideas y estoy deseando escucharlas.

Bluey sonrió y Rocket levantó una pata como para saludarla, sin sospechar que acababa de conquistarla.

Del mismo modo que la conquistó el ama de llaves, enviada también por su marido. Margaret Honey well, una mujer rellenita y encantadora que le recordó enormemente a Sophia.

De algún modo, Andreas había elegido unos empleados con buenas referencias y una personalidad que Holly aprobó de inmediato. Debía de haber empezado a organizarlo casi antes de la boda, porque tanto Bluey como Honey llevaban ya allí una semana y habían hecho verdaderos milagros con la casa y el terreno.

– Estaré encantado de ir a las ferias de ganado con usted -dijo Bluey-, aunque Su-Alteza dice que usted conoce el ganado mejor que, nadie en toda Australia y no quiero entrometerme. Me dijo también que dispone de los fondos necesarios para comprar buenos ejemplares.

Así era. Holly apenas podía creerlo cuando vio el extracto de su cuenta bancaria. Tenía dinero más que de sobra para arreglar aquel lugar y devolverle todo su esplendor.

Debería haberse sentido eufórica, pero no era así. Para empezar no tenía a Deefer, pero, sobre todo, no tenía a Andreas.

Era completamente absurdo, pues sabía que si ella se hubiese quedado en Aristo, estaría echándolo de menos allí en lugar de en Munwannay, porque él seguiría viajando de un lado a otro mientras ella tomaba lecciones de decoro. Al menos, en la granja podía ensuciarse las manos, trabajar e ir donde se le antojara. Podía montar a caballo tanto como quisiera y, al llegar la noche, caer en la cama completamente rendida. Podía hacer planes para la granja. Podía volver a enseñar si lo deseaba.

Podía empezar de nuevo su vida.

Por eso no debería haber pasado las noches en vela pensando en Andreas, en que si se hubiera quedado en palacio, quizá él dormiría con ella una vez cada dos semanas. Y quizá eso fuera suficiente.

Pensando que había sido una locura volver a Australia.

Intentó convencerse de que sería mejor cuando llegara Deefer, pero sabía que no sería así. Llevaba años enamorada de Andreas y las últimas semanas habían hecho que el amor que sentía por él se convirtiera en un dolor que la desgarraba por dentro.

Una semana después de haber llegado a Munwannay, recibió una llamada suya. Acababa de entrar por la puerta al final de la jornada cuando vio aparecer a Honey con el teléfono en la mano y una luminosa sonrisa en los labios.

– Es su marido -anunció como si fuera lo más normal del mundo.

Pero «su marido» la llamaba desde donde él vivía a donde vivía ella. No era normal en absoluto.

– Ho… hola -dijo y se hizo un largo silencio al otro lado de la línea, tan largo que pensó que se había cortado la conexión.

– Hola -respondió él por fin, con voz cansada-. ¿Qué tal va todo?

– Bien… estupendo -era difícil mantener la calma-. Has contratado unos empleados fantásticos -lo dijo con total sinceridad-. No sé cómo los has encontrado.

– Se me da bien encontrar gente fantástica-aseguró con una especie de gruñido-. Como mi esposa, por ejemplo.

– Calla -le suplicó al tiempo que se recordaba a sí misma que aquello no era real. Él pertenecía a otro mundo-. Andreas, el dinero… Es demasiado.

– Espero que sea suficiente hasta que la granja esté en marcha y dé beneficios. Bluey dice que no vas a tener ningún problema para conseguirlo. Pero si necesitas más, dímelo.

– No puedes darme tanto.

Eres la madre de mi hijo. Además, yo adoro Munwannay tanto como tú y quiero que recupere su esplendor. Puedo darte lo que me plazca y tú lo aceptarás.