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– Ay, tu arrogancia -dijo sin pararse a pensar.

– Veo que sigues tan irrespetuosa como siempre -replicó él con menos tensión.

– ¿Quién, yo?

– Sí, tú -dijo él con voz de estar sonriendo-. Mi princesa australiana. Mi Cenicienta.

– Yo no soy tu nada, Andreas -le recordó suavemente y oyó cómo desaparecía la sonrisa.

– No.

– ¿Sigues a la caza del diamante?

– Holly, eso tiene que quedar entre tú y yo. Si se supiera…

– Estoy hablando contigo en la línea de alta seguridad que tú mismo mandaste instalar -era absurdo, un príncipe llamándola Cenicienta, líneas de seguridad y dinero de sobra.

– Holly… -dijo de pronto, con voz más seria-, ¿eres feliz?

La pregunta la agarró desprevenida.

– Claro que no -respondió instintivamente.

– ¿Por qué no?

«Porque te amo, estúpido», pensó, pero no podía decirle eso.

– Echo de menos a Deefer -dijo finalmente. -¿Cuándo puedes ir a recogerlo?

– Dentro de tres semanas, pero es justo el día que llega el ganado que he comprado, así que el pobre tendrá que estar allí un día más hasta que pueda ir a recogerlo. Sé que es una tontería, pero me disgusté mucho al ver que coincidía.

– Encárgale a alguien que vaya a buscarlo.

– No pienso encargar a nadie que va a recoger a mi pobre Deefer -declaró tajantemente-. Bueno… ¿querías algo más?

– ¿Puedo hablar con Bluey?

– ¿Quieres controlarme?

– Sí -admitió-. Me preocupo por ti y he oído que estás trabajando demasiado.

– Tú también debes de estar haciéndolo, porque pareces muy cansado, pero supongo que no puedo hablar con tus ayudantes para que me informen.

– Yo no…

– ¿Cuánto dormiste anoche?

– Eso no es…

– Asunto mío -terminó ella la frase-. No, porque no soy tu mujer, Andreas, y tú no eres mi marido. Así que deja de controlarme. Gracias por todo lo que has hecho por la granja, pero, si no quieres nada más, adiós.

Andreas colgó el teléfono y se quedó allí de pie, con la mirada perdida. Y fue así como lo encontró Sebastian unos segundos después.

– ¿Qué ocurre? ¿Algún problema? El diamante…

– No hay ningún problema -respondió Andreas tan pronto como pudo reaccionar a las emociones que le había provocado la llamada-. Mañana salgo para España.

– Sé que estás haciendo todo lo que puedes -reconoció Sebastian, e incluso le puso la mano en el hombro, un gesto muy poco habitual en él-. Tienes muy mal aspecto, hermano

– He mandado a mi mujer a Australia.

– No fue idea mía -le recordó Sebastian-. De hecho, creo recordar que traté de prohibirlo. A la gente no le ha gustado que os separarais tan pronto.

– Entonces dime que puedo irme con ella.

– Tráela aquí -le sugirió-. Aquí te necesitamos. Las próximas semanas son fundamentales para la estabilidad del país.

– ¿Y después de eso?

– Eres el tercero en la línea de sucesión al trono. Somos tu familia, Andreas y, te guste o no, tienes obligaciones.

– Y mientras Alex de luna de miel.

– Volverá pronto. Él sabe bien cuál es su lugar. -E incluso le gusta.

– No estarás pensando…

– Claro que estoy pensando -replicó Andreas, apartándose de su hermano-. Estoy pensando tanto que me duele la cabeza. Tengo que descansar un poco -hizo una pausa y esbozó una sonrisa-. Hasta mi mujer dice que estoy cansado. Mi mujer.

– Es un matrimonio de conveniencia.

– Sí -dijo y cerró los ojos-. Un matrimonio de conveniencia. La familia… Dios, Sebastian, déjame vivir. Mañana, España. El deber me llama.

Después de la llamada, Holly se dio una ducha, comió algo y fue a sentarse bajo el gran eucalipto de Munwannay, junto a la tumba de su hijo. Cerró los ojos y dejó que el dolor la inundara con tanta fuerza que por un momento creyó que no podría soportarlo.

– No tengo alternativa -dijo al pequeño enterrado allí-. Amo este lugar, es mi casa… Tu casa está donde esté tu marido -se corrigió a sí misma-. Pero él no me necesita, incluso le pareció bien que viniera aquí… Será mejor cuando venga Deefer.

Nadie le dio la razón. Su hijo no estaba y su marido se hallaba en el otro extremo del mundo. Estaba sola.

Las primeras cabezas de ganado llegaron el día que acababa la cuarentena de Deefer. Por mucho que deseara ir a buscar al cachorro, Bluey y ella debían estar en la granja para comprobar que los animales que llegaban eran los que ella había elegido y pagado.

El trabajo comenzó al amanecer y pasó todo el día trabajando sin parar; verificando la documentación, dando órdenes, etc. Pensaba que si trabajaba sin parar, conseguiría dejar de pensar en Andreas. Y al día siguiente tendría a Deefer a su lado.

Entonces ¿por qué se sentía tan vacía?

Era ya de noche cuando se marcharon los últimos camiones después de descargar. Bluey estaba tan agotado como ella, así que se retiró a su habitación, seguido de Rocket. Holly los vio alejarse desde el porche.

– ¿Quieres comer algo más, querida? -le preguntó Honey cuando vio que se había terminado el sándwich que le había preparado.

– No, gracias. Creo que voy a darme un baño y a meterme en la cama.

– A lo mejor deberías cambiar de opinión -le sugirió al tiempo que miraba el reloj-. Vas a tener visita.

– ¿Quién?

– Llamó antes y me pidió que me asegurara de que estarías en casa. ¿Crees que querrá comer algo?

– Pero ¿quién?

– ¿Quién crees? -le preguntó con una enorme sonrisa-. Menuda esposa estás hecha.

Era él; por supuesto que era él. El helicóptero aterrizó en la pradera pocos minutos después, en el mismo sitio en que lo había hecho aquel día, cuando los matones de Sebastian habían ido a buscarla. Georgios salió el primero, pero después no aparecieron los otros tres hombres… sino Andreas.

Y en sus brazos…

Deefer.

– Deefer -susurró Holly como si el perro fuera más importante que el hombre que lo llevaba.

Andreas lo dejó en el suelo para que pudiera salir corriendo hacia ella. Holly lo estrechó en sus brazos y se habría echado a llorar de alegría si no hubiera visto que Andreas iba directo hacia ella. Antes de que se diera cuenta, la había tomado en sus brazos.

– ¿Qué…? ¿Qué…?

– Dijiste que no podías ir a buscar a Deefer -dijo él y le sonrió con tanta ternura que algo se derritió en el interior de Holly.

Esa mirada…

Tenía que controlarse. Seguro que sólo era una visita fugaz. No podía permitirse ablandarse de ese modo.

– Lo habías planeado todo.

– Esperaba poder hacerlo, pero no podía estar seguro porque acabo de llegar de Francia.

Así que seguía con su misión y volvería a irse enseguida… Sólo estaba allí para asegurar a sus súbditos que seguían casados. Apenas podía hablar. ¿Cómo iba a poder soportar que fuera y viniera a su antojo?

– ¿Cuánto… cuánto tiempo te quedarás? -susurró, apretando la cara contra su pecho.

Andreas se echó a reír y se apartó de ella sólo lo justo para mirarla a los ojos. Y lo hizo de un modo que Holly no había visto nunca antes.

¿Con certeza? Sin duda era todo un príncipe, más allá del apellido; lo llevaba en la sangre.

– Me quedo todo el tiempo que tú quieras -le dijo.

Holly tuvo la sensación de que se le detenía el corazón dentro del pecho.

¿Qué?

– Me quedo contigo, mi amor -repitió y se inclinó a besarla con increíble ternura.

Debía de haberlo entendido mal, pero no podía preguntárselo porque estaban besándose y apenas podía pensar.

Las protestas de Deefer los obligaron a separarse. Andreas seguía sonriendo. Holly dejó en el suelo a Deefer, que echó a correr instintivamente hacia Rocket.

– ¿Estará a salvo? -preguntó Andreas.