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– Sí, Rocket es muy bueno -y lo demostró enseguida, cuando el cachorro se le tiró encima y tuvo que aguantar estoicamente.

– Hay que educar a Deefer en el respeto hacia sus mayores -bromeó Andreas-. Mañana le daré la primera lección.

– ¿Vas a estar aquí mañana?

– Sí -respondió sin titubear, y volvió a besarla.

– Tenemos espectadores -advirtió Holly, consciente de que Honey podía verlos desde la cocina, y seguramente también Bluey.

– Entonces démosles un buen espectáculo -sugirió él, y volvió a besarla.

Esa vez ella lo interrumpió para exigirle una explicación.

– ¿Cómo has podido venir… y cómo piensas quedarte?

– Estoy salvando a mi país -aseguró-. Como servidor de la patria, es lo único que podía hacer.

– Estás loco. ¿Podrías explicármelo bien, por favor?

– Muy sencillo -dijo y sonrió de nuevo, una de esas sonrisas que Holly adoraba-. Tuviste mucho éxito entre el pueblo y se levantó mucho alboroto con tu marcha.

– No te creo.

– Pues es cierto -respondió con más seriedad-. Sebastian sugirió que tenías que volver.

– ¿Para que me cortaran las alas?

– Eso le dije yo… No quería verte con las alas cortadas.

– Entonces…

– Sebastian no dejaba de decirme que tenía que pensar en mi familia y ponerla por encima de todo. Y de pronto se me ocurrió…

– ¿El qué? -Holly ya no podía más de impaciencia.

– Pues que tú eres mi familia -dijo y recuperó la sonrisa-. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero de repente lo vi con total claridad. Holly, tú eres mi mujer y vives aquí, un lugar que adoro y en el que quiero trabajar. Mi hijo está enterrado aquí y mi perro esperaba a que alguien fuera a recogerlo. Si el pueblo quiere un cuento de hadas, ¿qué mejor historia de amor que ésta en la que tú rescatas al príncipe y vivimos juntos para siempre?

Apenas podía respirar y mucho menos hablar.

– ¿Dejarías Aristo… por mí?

– Ya lo he hecho -afirmó-. No he abandonado mis obligaciones. La comisión de investigación ha concluido y yo he hecho todo lo que he podido en relación con el diamante, pero no me preguntes nada porque no puedo contártelo y además, ya no es importante para nosotros.

– Pero… tu madre… y Sebastian…

– Tendrán que entenderlo -dijo dulcemente-. Mi padre ha muerto y ellos tienen que replantearse qué es lo importante realmente. Mi madre ya ha dado algunos pasos. Mi camino está claro. Tengo una nueva familia. Tengo una esposa, un perro y una granja en Australia… y una isla fabulosa a la que podemos seguir yendo de vacaciones.

– Pero no puedes -dijo, confundida-. Eres el tercero en la línea de sucesión al trono.

– Ya no -volvió a abrazarla, apretándola con fuerza contra su cuerpo-. Lo expliqué muy claramente cuando me dirigí a todo el pueblo de Aristo por televisión hace un par de noches. Mi hermano está perfectamente capacitado para gobernar el país. Tiene a Alex a su lado y, lo que es más importante, también tiene a mis hermanas. Hasta ahora él no se había dado cuenta porque nos inculcaron que las mujeres debían estar relegadas a un segundo plano, pero sé que eso no está bien y se lo dije a Sebastian. Se lo he dicho a mi madre, a mis hermanas y a todo el país. Yo he hecho todo lo que estaba en mi mano, pero ahora es mi momento… nuestro momento -corrigió-. Este lugar es bastante grande, ¿crees que podrías compartirlo conmigo?

Holly no pudo aguantar el llanto por más tiempo, pero esa vez eran lágrimas de felicidad.

Su marido. Su amor.

– Creo que podremos hacer un hueco para ti -respondió con un susurro-. Si realmente quieres.

– ¿Cómo podría no querer? -la levantó del suelo y dio varias vueltas antes de volver a bajarla para besarla de nuevo-. Mi amor.

– ¿Entonces ya no soy princesa?

– Los títulos no se pierden aunque uno dimita o abdique. Sigues siendo princesa.

– Pero aquí nadie va a llamarte príncipe, ni Alteza. Sólo serás Rass, como te llamaban los empleados de la granja hace años.

– Rass…, me gusta.

– Dime… Rass, ¿crees que podríamos entrar a casa? -le susurró-. Todo el mundo nos mira.

– ¿Y qué quieres hacer que no quieres que te vean?

– Ven conmigo y averígualo.

Eran casi las dos de la mañana y Holly no podía dejar de dar vueltas en la cama. Le había ocurrido ya varias noches. Era una extraña sensación de inquietud, como si algo no fuera bien. ¿Cómo era posible? Estaba acurrucada en los brazos de su marido, desnuda junto al hombre al que amaba.

Estaba en donde quería pasar el resto de su vida y lo sabía con la misma certeza con la que había creído a Andreas cuando le había dicho que de vez en cuando tendría que volver a Aristo, pero que sería sólo de visita y siempre acompañado por ella, por su esposa.

Y sin embargo, seguía inquieta.

Finalmente se levantó de la cama, se puso una bata y fue a la cocina, donde seguía la compra que les había llegado aquella tarde y que nadie había tenido tiempo de colocar.

– ¿Dónde…?

Volvió al dormitorio diez minutos después y encontró a Andreas despierto, esperándola. Le tendió los brazos para que volviera a su lado, pero ella negó con la cabeza.

– Andreas, tengo algo que… Me gustaría ir a un lugar. ¿Podrías venir conmigo?

Él no preguntó nada, ni protestó; simplemente se levantó de la cama, se puso lo primero que encontró y la siguió. Deefer no se inmutó siquiera, había sido un día muy largo y dormía plácidamente.

Holly no dijo ni palabra mientras salían de la casa. Tenía el corazón a punto de estallar, no podía hablar. Agarró de la mano a su marido y lo llevó hasta el viejo eucalipto, donde descansaba Adam.

Se detuvieron junto a la tumba. Andreas la observó detenidamente, luego se agachó para tocar la lápida. Recorrió las letras con el dedo. Había luna llena y se leía perfectamente lo que estaba grabado en la piedra.

Adam Andreas Cavanagh. Su pequeño, al que había querido con todo su corazón.

– Mi hijo -susurró por fin Andreas y su voz estaba empapada de dolor.

– Adam fue una bendición -dijo Holly, arrodillándose a su lado-. Una preciosidad. Mañana te enseñaré unas fotos suyas. Era exacto a ti.

– Cuánto me habría gustado…

– No importa -le dijo y le tomó la cara entre las manos para besarlo. El dolor que había sentido ella todos esos años se reflejaba ahora en el rostro de Andreas, un dolor compartido-. Andreas… ¿te acuerdas hace años cuando hicimos el amor? ¿Te acuerdas que tomamos precauciones?

– Pero es obvio que no funcionaron.

– Es cierto.

Debió de percibir algo en su voz porque volvió a mirarla con gesto desconcertado.

– ¿Qué… qué intentas decirme?

– Ya demostramos una vez que somos una pareja muy ardiente -susurró-. Somos todo un desafío para los preservativos. Nosotros y nuestros hijos.

– Nuestros hijos.

– Perdimos a Adam -dijo mirando de nuevo a la tumba-. Pero siempre estará con nosotros. Y dentro de ocho meses…

– Estás embarazada -adivinó por fin-. ¡Estás embarazada!

Su reacción no dejó lugar a dudas, la alegría inundó su rostro.

– ¿Vamos a tener un hijo?

– No sabía cómo decírtelo. No estaba segura, así que al hacer el pedido de la compra, encargué una prueba de embarazo.

– ¿Entonces está confirmado?

– Sí -respondió con una sonrisa, y esperó a que él la abrazara.

Pero no lo hizo. Fue como si fuera demasiada alegría que asimilar. Se volvió lentamente hacia la tumba y volvió a tocar la lápida con una ternura que hizo que a Holly se le llenaran los ojos de lágrimas.

– No estuve aquí cuando los dos me necesitasteis -comenzó a decir-. Pero prometo que estaré siempre de hoy en adelante. Y tú, hijo mío, siempre serás parte de esta familia.