Holly ya no podía más. Estaba llorando a todo llorar y no le importaba que las lágrimas le empaparan el rostro porque ya no lo consideraba un signo de debilidad. También veía el brillo de las lágrimas en los ojos de Andreas.
«Somos un par de llorones,» pensó.
Entonces Andreas sonrió y la tomó en sus brazos. No era ningún llorón, era su príncipe. Su hombre.
– Mi familia -susurró él-. Mi maravillosa esposa cautiva, que ya no está cautiva, sino que me ha atrapado a mí con su amor. Para siempre.
La tumbó sobre el lecho de hojas de eucalipto y la besó de nuevo. Y luego, ya de vuelta en la casa, la amó durante toda la noche… y el resto de sus vidas.
Marion Lennox
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