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Andreas pensó que quizá a Holly le hiciera hien tener tiempo para calmarse, pero sólo él sabía lo difícil que le resultó concentrarse en lo que lo tenía ocupado. Cuando por fin pudo abandonar todo aquello, lo hizo con una sensación de alivio… pero también de aprensión.

La isla de Eueilos era un paraje idílico que su padre, el rey Aegeus, le había regalado al alcanzar la mayoría de edad y que desde hacía ya mucho tiempo era su refugio. Ya desde niño había mostrado cierta aversión a la pompa y el lujo de la realeza; estaba atrapado en una red de la que no podía escapar por haber nacido en aquella familia, pero Eueilos era su lugar, sólo suyo. A su mujer nunca le había gustado, Christina prefería las luces de la ciudad, aunque incluso la capital de Aristo era demasiado tranquila, así que él siempre había tenido la libertad de hacer lo que quisiera en su isla.

Allí había construido un pabellón inspirado en las tiendas del desierto que utilizaban sus primos en la vecina Calista. Desde lejos parecía un conjunto de toldos unidos en círculo, pero a medida que uno iba acercándose se daba cuenta de que las «tiendas» en realidad estaban hechas de paneles de madera encalados. Las paredes podían retirarse de manera que el pabellón entero quedara abierto a la brisa del mar. En el centro había una enorme piscina, lo bastante grande como para considerarla una laguna. Las playas de la isla tenían una maravillosa arena dorada, por lo que la piscina no era más que un lujo para cuando daba pereza acercarse hasta el mar.

Andreas iba a allí tanto como podía, para huir de la atención pública. Los únicos empleados que lo acompañaban durante sus estancias en Eueilos eran un discreto y fiel matrimonio.

Aquel lugar lo fascinaba igual que en otro tiempo lo había fascinado el hogar de Holly, pensó mientras aterrizaba el avión. Iba pilotando él mismo. Había sido Holly la que le había enseñado a volar y cada vez que lo hacía…

No. No pensaba en ella. Dios, se había casado y divorciado, habían ocurrido muchas cosas desde que se había separado de Holly.

Y ahora estaba a punto de verla de nuevo.

Se llevó la mano a la mejilla al recordar las dos bofetadas que le había dado. ¿Estaría más tranquila?

Esperaba que así fuera para que pudiera contestar a sus preguntas. No tendría más opción. Él no se movería de allí hasta que tuviera todas las respuestas que necesitaba. ¿Y hasta haber hecho caso a la sugerencia de Sebastian?

Sophia, el ama de llaves, acudió a recibirlo a la entrada del pabellón. Sin duda había estado haciendo dulces porque el olor a baklavás lo inundaba todo. Sophia había sido su niñera hasta los diez años y cuando su padre le había regalado la isla, bahía ido a buscarla; desde entonces su marido, Nikos, y ella eran los encargados de aquel lugar, donde su agradable presencia conseguía siempre que a Andreas le parecieran menos importantes sus preocupaciones.

– No está -le dijo Sophia.

– ¿Qué?

– Está en la playa del extremo norte de la isla -explicó Sophia, observándolo-. Es el punto más dejado de la casa. Georgios le dijo que ibas a venir. Me ha pedido que te dijera que no te molestes a menos que tengas intención de ofrecerle una manera de volver a casa -Sophia frunció el ceño-. Esta mujer… Holly está muy enfadada.

– No tanto como yo -contestó Andreas con tristeza.

– Yo no te crié para que te vengaras de las mujeres.

Sophia cruzó los brazos sobre el pecho y le lanzó una mirada hostil. Era mucho más baja que Andreas, pero le pegaría un buen tirón de orejas si lo consideraba necesario. Sophia era la única persona en el mundo que no lo trataba como un príncipe, más bien lo trataba como a un niño, un niño al que mimaba y al que reprendía también cuando creía que debía hacerlo.

– Es una buena chica -añadió Sophia, sin ablandar su tono de voz-. Y está asustada. Ya le he dicho que no tiene nada que temer mientras yo esté en la isla. No sé para qué la has traído aquí, pero como la toques, tendrás que responder ante mí.

– No le voy a hacer, ningún daño.

– Eso ya lo has hecho. Tiene marcas en las muñecas.

– No fui yo.

– Fue Georgios, así que es lo mismo.

– No lo es.

– No me cuentes historias -dijo, y acto seguido lo apuntó con el dedo-. Ve a verla y trátala bien. Hasta que soluciones las cosas con Holly, no habrá baklavás para ti. Le he dejado un bañador; por cierto, se ha puesto aún más furiosa cuando ha visto la colección de, trajes de baño femeninos que tienes. Vas a tener que esforzarte mucho para hacer las paces con ella.

Cruzó la isla caminando para ir en su busca. Podría haber ido en uno de los todoterrenos, pero lo cierto era que necesitaba tiempo para pensar, para decidir cómo debía actuar.

Tenía la sensación de que, desde que había recibido las primeras noticias sobre Holly, se había movido con el piloto automático. Se había concentrado en obtener respuestas lo antes posible, y ahora comprendía que tenía que ser más cauto. Sophia tenía razón. De nada serviría que Holly estiviese histérica, como el último día.

Dios, a él también le costaba mucho mantener a calma. Aún resonaban en su cabeza las palabras del reportero:

– ¿Sabía que en la propiedad hay una tumba de un niño? La lápida dice «Adam Andreas Cavanagh. Fallecido el 7 de octubre de 2000, a las siete semanas y dos días. Hijo adorado de Holly. Un pequeño ángel al que amé con todo mi corazón».

Adam Andreas Cavanagh. Aquel nombre, y lo que había sugerido el reportero, le había provocado un dolor que jamás se habría creído capaz de sentir. Había intuido la verdad desde el principio, incluso antes de calcular si encajaban las fechas.

Porque recordaba cuando ella le había dicho:

– ¿El reino de Adamas? Me encanta. Adam es un nombre con mucha fuerza. Si alguna vez tengo hijo, me gustaría que se llamara Adam.

Se lo había dicho mientras estaban tumbados sobre un magnífico lecho de césped que había surgido milagrosamente después de las lluvias. Aquel día habían hecho el amor por última vez en un lecho de hierba y flores silvestres. Holly se había abrazado a él con pasión, había hablado de un hipotético hijo y luego él se había marchado continuar con su vida.

Sin saber que dejaba atrás a… Adam Andreas Cavanagh. No tenía la menor duda de que las suposiciones del investigador eran ciertas, tenían que serlo porque Holly era virgen cuando se conocieron. Tenían que ser ciertas…

Pero si era así, era un desastre.

– Le debí causar mucha impresión si decidió ponerle a su hijo uno de mis nombres -había bromeado con el periodista para intentar desviar sus sospechas, pero no estaba seguro de que hubiera servido de nada.

Después de los escándalos que estaban sacudiendo a la familia real, cualquier cosa podría ocasionar un verdadero caos. La prensa lo sabía y andaban como sabuesos a la caza de la presa.

Problemas, eso era lo que significaba la presencia de Holly, especialmente si se ponía a gritar como la última vez. ¿Acaso no se daba cuenta de que podría hacer caer del trono a su familia?

Al dar la vuelta a una duna de arena se encontró con la playa que le había indicado Sophia… y con Holly. Estaba tumbada sobre la arena a menos de diez metros de él. Llevaba la parte de abajo de un diminuto bikini color carmín. Y nada más. Estaba tumbada boca abajo, pero apoyada sobre los codos, leyendo, así que Andreas podía ver la generosa curva de sus pechos. Los rizos rubios del cabello le caían sobre los hombros; había estado nadando y aún tenía el pelo mojado. Parecía… libre, pensó Andreas de pronto; una libertad que él nunca podría tener. Además, estaba increíblemente bella El nudo de rabia y tensión que llevaba semanas oprimiéndole el pecho se deshizo de repente, así de simple. En su lugar apareció una sensación intensa que tuvo que hacer un esfuerzo para acordardarse donde estaba. Holly no lo había visto podría acercarse a ella y tumbarse a su lado,vtocar su cuerpo como lo había hecho años atrás.