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Claro. Estaba allí para evitar que surgieran rumores que pudieran hacer daño a la Corona, no para provocar más.

– Vamos Andreas, sé sensato -se dijo a sí mismo con una especie de rugido.

Ella debió de oírlo porque justo entonces levantó la vista y se incorporó rápidamente para ponerse la parte de arriba del biquini, pero él ya lo había visto todo.

Tenía casi diez años más que la última vez. Su cuerpo era ahora el de una mujer. Un cuerpo sensual y curvilíneo que podría volver loco a un hombre…

– ¿Qué haces ahí? -preguntó ella, interrumpiendo sus pensamientos.

– Soy el dueño de la isla -respondió Andreas mientras ella se envolvía en una toalla como si le fuera la vida en ello. No dijo nada, así que él continó hablando-. Tengo que hablar contigo, por eso te he traído aquí.

– Podrías haberme llamado por teléfono. No estamos en la Edad Media.

– No -admitió Andreas-. Pero los teléfonos están pinchados.

– ¿Los tuyos?

– Los tuyos.

– ¿Por qué iba nadie a intervenir mi teléfono? -preguntó con incredulidad.

– Porque el país entero quiere saber lo que hubo entre nosotros -hizo una breve pausa-. Volvamos a la casa.

– Si quieres llevarme, a rastras y gritando.

– Holly, coopera un poco.

– Dame una buena razón para hacerlo.

– ¡Me lo debes! -exclamó con una pasión que hizo que ella abriera mucho los ojos-. Tengo que saber la verdad.

– Yo no te debo nada -murmuró ella.

– Tuviste un hijo mío.

Lo dijo con tal certeza que la hirió, Andreas vio el dolor en su rostro. Aflojó los dedos con los que se aferraba a la toalla y la dejó caer. Fue como si de repente ya no tuviera nada que proteger.

– Sí -susurró y lo miró a los ojos con firmeza, sin pedir disculpas, más bien desafiándolo.

– No me lo dijiste -la furia que se había apoderado de sus actos en las últimas semanas parecía haberse debilitado.

– No.

Holly no dijo nada más. Él tampoco. Por un momento se quedaron en completo silencio, sólo se oía el ruido del mar. Nada los distraía de aquella horrible realidad que compartían.

– Tenía derecho a saberlo -dijo él por fin.

– El mismo derecho que tenía yo a recibir las cartas que dijiste que me escribirías -respondió Holly con furia renovada-. Ni una llamada de teléfono, Andreas. Nada. Una sola nota de agradecimiento para mis padres, escrita por algún secretario con el membrete de la Casa Real…, eso fue todo.

– Sabes que no podía…

– ¿Continuar con la relación? Claro que lo sabía. Ya estabas prometido cuando llegaste a Australia, pero éramos dos críos. Yo era una adolescente, Andreas. Nunca había tenido novio. No tenías derecho a aprovecharte…

– ¡No fue así! Lo nuestro fue mutuo.

Hubo una breve pausa en la que Andreas creyó ver un atisbo de sonrisa.

– Pero yo seguía siendo una niña.

Ése era el problema. Andreas lo sabía, ambos lo sabían. Ella tenía diecisiete años, no dieciocho. Eso lo cambiaba todo.

– ¿Sabías que estabas embarazada cuando me fuí? -preguntó, tratando de concentrarse en el aspecto personal de lo ocurrido, no en el político ni el legal.

– Sí -dijo, y cerró los ojos.

– Entonces aquella última vez.

– No estaba segura -se apresuró a matizar-. Allí no es fácil comprar un test de embarazo, pero tenía mis sospechas.

– Entonces ¿por qué…?

– Porque estabas prometido -le recordó pronunciando cada sílaba como si hablara con un niño-. Andreas, no quiero hablar de esto. Dime, ¿qué habrías hecho si hubieras descubierto que estaba embarazada?

– Casarme contigo.

Lo dijo con tanta seguridad que la hizo parpadear, pero luego esbozó una triste sonrisa y negó con la cabeza.

– No. Es una fantasía. Hablamos sobre eso, ¿te acuerdas? Corregido y escaneado por Consuelo Dijimos que nos queríamos mucho y que queríamos estar juntos para siempre, que tú me llevarías a Aristo y me convertiría en princesa. Que mis padres podrían arreglárselas sin mí y tu padre acabaría perdonándote. El problema es que ya había una princesa, Andreas. Christina te esperaba y se suponía que tu matrimonio con ella serviría para fortalecer las relaciones internacionales. Hablabas de desobedecer a tu padre, pero jamás dijiste que pudieras romper el compromiso con Christina.

– Nos habían prometido desde niños -se defendió, aunque sabía que era un argumento muy endeble.

Lo había sido entonces y seguía siéndolo. Holly nunca había entendido cómo funcionaban aquellos matrimonios; no comprendía que Christina, que era cinco años mayor que él, había sido educada desde niña para convertirse en su esposa. Jamás habría mirado a otro hombre. Si le hubiera dicho a los veinticinco años que no tenía intención de casarse con ella, la habría destrozado y además habría provocado un cataclismo político.

Andreas tenía una obligación que cumplir,siempre lo había sabido. Y Holly lo sabía también.

La vio estremecerse y, antes que tuviera tiempo de hacerlo ella, Andreas le echó la toalla por a de los hombros.

– El sol me está quemando -volvió a estremecerse cuando sus dedos la rozaron-. Necesito volver a la casa. ¿Eso es todo lo que quieres decirme? Bueno, pues ya lo has dicho. ¿Puedes pedir que vuelvan a llevarme a Australia?

– No, no puedo.

– ¿Por qué no? -se apartó de él y se dio media vuelta.

¿Estaba dándole la espalda? Podría hacer que la metieran en la cárcel por insubordinación.

Pero ya había empezado a caminar en dirección a la casa. Andreas la observó y pensó que parecía cansada. No debería estar cansada después del tiempo que había tenido para descansar.

Se fijó en que tenía una larga cicatriz en la parte posterior de la pierna. Esa cicatriz no estaba allí diez años atrás.

Ya no era la chica de la que se había enamorado. Claro que tampoco aquella chica habría temido que la acusaran de insubordinación. Había cosas que no cambiaban. Como ella no parecía dispuesta a esperarlo, Andreas echó a andar a grandes zancadas y no tardó en alcanzarla.

– ¿Qué te pasó en la pierna?

– No tengo por qué…

– ¿Decírmelo? No, claro que no, pero me gustaría saberlo. Es una cicatriz muy grande y no me gusta pensar que hayan podido hacerte daño.

Holly le lanzó una mirada que casi daba miedo.

– ¿Crees que un corte en la pierna puede hacerme daño? No tienes ni idea de lo que realmente hace daño, Andreas Karedes. Y no utilices tus encantos de príncipe conmigo -espetó-. Soy completamente inmune.

– ¿De verdad? -dijo él sonriendo.

Ella se quedó boquiabierta un segundo y luego giró la cabeza deliberadamente para mirar hacia delante.

– Déjame. Ya me sedujiste una vez, así que si crees que vas a hacerlo de nuevo…

– Sólo te he preguntado qué te había pasado en la pierna. No creo que pueda considerarse una maniobra de seducción.

– Me corté poniendo una alambrada.

– Tu padre nunca te habría permitido colocar alambradas.

– No cuando tú estabas allí -respondió Holly-. Pero hay muchas cosas que no sucedían cuando tú estabas.

– No comprendo.

Holly se volvió a mirarlo, tenía las mejillas sonrojadas.

– Estábamos arruinados -dijo entre dientes-. Yo no lo sabía. Ni yo ni nadie. Mi padre se lo ocultó a todo el mundo. Ya sabes que mi madre era pariente lejana de la realeza europea, y lo cierto es que siempre le gustaron los lujos. Y mi padre lo permitía. Creían que todo se arreglaría, no era así y ellos seguían gastando de todos modos. Mi padre no dejaba de endeudarse.