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La soledad de Holly lo tenía consternado.

No podía ni imaginarse lo que debía de haber sido enfrentarse sola al nacimiento y la muerte del bebé.Él la había dejado para volver a casa y celebrar una majestuosa boda real. Le había resultado doloroso pensar en Holly que había intentado no hacerlo.

Sabía que entonces no era más que un chiquillo pero eso no era excusa. Debería haber…

– No tienes por qué reprocharte nada de lo que pasó hace diez años -dijo entonces Holly con repentina aspereza-. La muerte de Adam no fue culpa tuya. En cuanto al resto, sabía que me estaba seduciendo un príncipe y me gustaba.

– No te estaba…

– ¿Seduciendo? -preguntó con un gesto de la antigua Holly que él conocía-. ¿Cómo describirías lo que ocurrió entre nosotros? Cabello como hilo de oro, creo recordar que me dijiste. Ojos como estrellas. Pechos como…

– No hace falta que…

– No, ¿verdad? -admitió y luego volvió a quedarse callada.

– Estuvo bien -dijo él con cautela y mirándola de reojo. Quizá sí que recordara todos aquellos halagos rimbombantes. Quizá sus hermanos le dieron consejos.

– Desde luego, ser príncipe tiene sus ventajas en lo que se refiere a las mujeres -recordaba que le había dicho Alex-. No hay prácticamente ninguna mujer que no puedas llevarte a la cama. Sólo tienes que decir unas cuantas palabras bonitas y será tuya.

El comentario de su hermano se le habían subido a la cabeza y, que Dios lo ayudara, quizá incluso hubiera llegado a creérselo.

– Fue divertido -reconoció Holly, interrumpiendo sus pensamientos-. Pero puedes estar seguro de una cosa: si no hubiera querido que me sedujeras, no habrías tenido la menor oportunidad.

– ¿Igual que ahora no quieres que te seduzca? -¿de dónde habían salido esas palabras? Las había dicho sin pensar, no había podido controlarse.

Quizá no fuera una buena idea, desde luego no era la mejor manera de encaminar el plan que Sebastian había ideado para ellos.

Holly se quedó boquiabierta, dejó de caminar y luego volvió a ponerse en marcha, muy deprisa.

– Éramos unos críos, Andreas. Pero ya no lo somos. Tienes menos posibilidades que una bola leve en un incendio…

Andreas se echó a reír. Aquellas expresiones australianas siempre le habían hecho mucha gracia.

– Me acuerdo de tu manera de hablar -rememoró, y ella lo miró como si estuviera loco. -Calla -espetó-. No quiero oír un solo cumplido más. ¿Cuándo puedo irme de aquí?

– Tenemos que solucionar algunas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Tenemos que hablar -respondió él en tono grave, pero ella no escuchaba porque seguía caminando a toda prisa-. ¿Hablaremos en la cena?

– Vete a casa, Andreas.

– Ésta es mi casa.

– Pero vives en Aristo. Con tu mujer y tus hijos.

– No hay ninguna mujer -dijo él-. Ni hijos.

Holly se dio la vuelta y lo miró, se había pálida.

– Andreas… -tragó saliva-. ¿No… no esta… muertos?

– No, no -se apresuró a contestar para borrar el dolor de su rostro. Claro. Holly había vivido una tragedia, era natural que fuera lo primero se le ocurriera-. Christina y yo no tuvimos hijos-explicó con voz suave-. Nos divorciamos hace seis meses.

– Ah -seguía pálida, pero el dolor desapareció de sus ojos y dejó paso a una expresión vacía, de aceptación-. Lo siento.

Pero no mucho, pensó Andreas. Ni siquiera parecía interesarle demasiado. Por un momento deseó que siguiera sintiendo compasión por él y no el desprecio que veía en sus ojos. Era una experiencia nueva, las mujeres no solían mostrar desprecio hacia los príncipes de Aristo.

¿Las mujeres?

Sí, había habido algunas en su vida. Después de otras aventuras, Christina había terminado abandonándolo por un importante millonario. Y Andreas… bueno, en los últimos años no se había privado de ciertas alegrías. Unas alegrías que ahora estaban saliendo a la luz, una a una, recordó con pesar; la prensa parecía empeñada en dar la imagen de que los príncipes eran un trío de mujeriegos. Y para colmo, había surgido una acusación que podría costarles el trono.

Eso le hizo recordar lo urgente que era hacer algo. Holly creía que iba a enviarla a casa tranquilamente. Quizá pudiera hacerlo si ella prometía…

– Holly, ¿hay alguien que pudiera demostrar que el bebé… Adam… -se corrigió de inmediato al ver la cara que ponía-. ¿Hay alguna manera de demostrar que Adam era hijo mío?

Hasta ese momento había creído que Holly no podía estar más enfadada.

Se había equivocado.

Ella dejó caer la toalla y lo miró frente a frente, su cuerpo cubierto tan sólo por aquel diminuto biquini.

No medía más de un metro sesenta y cinco, pero parecía mucho más alta. Era toda ojos y estaba punto de estallar.

– ¿Cómo has dicho? -preguntó por fin, con un tono de voz que habría dejado helado a cualquiera.

Pero Andreas tenía que preguntárselo.

– Tengo que saberlo -dijo. Había algo muy importante en juego, por eso no podía dejar la conversación así como así.

– ¿Quieres saber si puedo demostrar que eras el padre de Adam? -preguntó con incredulidad.

– Sé que era el padre -aseguró él con voz tranqila-. Me fío de tu palabra; además, las fechas coinciden y sé que eras virgen.

– Vaya, muchas gracias -respondió con sarcasmo.

– Pero…

– ¿Pero qué?

Estaban demasiado cerca, podía sentir el movimiento de su pecho. Su furia era palpable.

– Holly, estoy metido en un buen lío -admitió-. Todos lo estamos. Si alguien demuestra que el bebé era mío, tendré que casarme contigo.

Desde luego era una frase muy eficaz para poner fin a una conversación. Una frase que establecía un límite que Holly no pensaba sobrepasar. Lo miró durante un largo rato y luego cerró los ojos, llena de incredulidad.

– Estás loco y no pienso tener nada que ver contigo -espetó y no iba a decir nada más

Se apartó de él con una ferocidad que resultaba casi increíble para una mujer tan menuda. Le apartó las manos y, a menos que quisiera retenerla a la fuerza, no tenía más opción que dejarla marchar.

Volvió al pabellón con la cabeza bien alta. Sophia salió a recibirlos a la puerta como si hubiera estado pendiente de su llegada. Los miró con los ojos llenos de preguntas que no se molestó en disimular.

– A Su Alteza le ha dado demasiado el sol -dijo Holly a la dama de llaves-. Creo que necesita que lo vea un médico. Yo me voy a dar una ducha para refrescarme un poco.

Cruzó el patio hasta el apartamento en que parecía haberla alojado Sophia, abrió las puertas, entró y volvió a cerrarlas con tal fuerza que se movieron los aspiradores del techo.

Sophia y Andreas se quedaron mirándola y luego se miraron el uno al otro.

– ¿Quieres cenar?

Andreas sabía que no era ésa precisamente la pregunta que deseaba hacerle Sophia.

– Dentro de una hora.

– Supongo que Holly cenará en su habitación -dijo el ama de llaves con cautela mientras fijaba la mirada en las puertas cerradas.

Ya estaba bien. Él era príncipe y estaba allí para cumplir con una misión.

– Holly cenará junto a la piscina conmigo -replicó. Díselo.

– Quizá quieras informarla personalmente -respondió Sophia con la misma cautela.

– Te corresponde a ti decírselo.

– ¿Mi Andreas, un cobarde? -preguntó y sonrió.

– Así es-admitió al tiempo que se pasaba la mano por el pelo. Quizá a veces se comportara autocráticos antepasados, pero nunca le duraba demasiado-. Por favor, Sophia, ¿podrías decírselo tú?

– Sí claro -respondió Sophia con una sonrisa y revolvió el pelo como había hecho tantas veces cuando tenía seis años-. Le diré que estás preocupado y que necesitas hablar, ambas cosas son ciertas.

– No…

– Estás preocupado. Dile la verdad -le recomendó con gesto severo-. La he visto lo suficiente para saber que no conseguirás nada a no ser que le digas la verdad.