Jill asintió de nuevo.
—Lo olvidé. Tonta de mí. Estoy demasiado acostumbrada a las comunicaciones instantáneas: simplemente añadir aire caliente y agitar.
Ella estaba en distinta embarcación que él, pensó Larreka indulgentemente. Un transmisor-receptor portátil de tamaño estándard podía alcanzar uno de los relés que los humanos habían implantado por toda la mitad sur de aquel continente, y podían transmitir la voz. Pero mayores distancias requerían mayores transmisores y los relés que habían llegado últimamente estaban colocados en las lunas. Existían sólo cuatro estaciones. Después de todo, estaban al final de una larga, fina y poderosa línea de abastecimientos desde la Tierra. Las habían construido en Primavera, en Sehala, en Light Place en la costa de Haelen y, hacía escasamente diez años, en Port Rua. Era irónico que cuando estaba en el hemisferio norte tuviera la posibilidad de hablar de extremo a extremo de la Asociación: un arco de meridiano de diez mil kilómetros de longitud y ahora, cuando se aproximaba al corazón de la civilización, su walkie-talkie se hubiera vuelto sordo y mudo.
Jill tomó su brazo.
—No te esperan, ¿eh? —dijo—, déjame arreglarlo. Quiero estar presente.
—¿Por qué no? —contestó—. Aunque no te va a gustar lo que vas a oír.
Pasó una hora. Jill se movía para reunir a los hombres que había mencionado, y que estaban realizando trabajos en la vecindad. Mientras tanto, Larreka condujo a su tropa a la única posada que había en Primavera. Servían principalmente cerveza y vino, tenían juegos de dardos y de azar. A veces servían alguna comida; pero tenían acomodo para humanos, tanto si eran transeúntes como nuevos miembros en espera de conseguir un agujero definitivo, y también para visitantes ishtarianos. Larreka aposentó a su escuadra y dijo al propietario que pasara la factura a la ciudad por el acuerdo de larga estancia. No les advirtió que no armaran demasiado escándalo. Eran buenos muchachos que tendrían en cuenta el honor de la Legión.
No hizo arreglos para sí mismo. Jill le había escrito hacía dos años que se había trasladado de la casa de sus padres a una mansión alquilada que tenía una habitación equipada al modo ishtariano, que databa de varias generaciones atrás, cuando escolares de ambas razas estaban trabajando constante e íntimamente en un esfuerzo de entendimiento mutuo, y si no estaba con ella el tiempo que permaneciera en la ciudad, se ofendería.
Se dirigió a la casa-oficina del alcalde. Una comunidad como Primavera necesitaba poco gobierno. La mayoría de las actividades de Hanshaw estaban relacionadas con la Tierra: compañías de transporte, científicos y técnicos que pedían trabajo allí, burócratas de la Federación Mundial cuando tenían la necesidad de entrometerse, y políticos nacionales que podían ser todavía una molestia mayor.
La casa era típica, construida para un clima que los humanos llamaban «mediterráneo». Paredes gruesas, pintadas en tonos pastel, daban aislamiento y fuerza; en la parte trasera, un patio abierto a un jardín lleno de flores. Construcción robusta, persianas de acero para las ventanas, un techo diseñado aerodinámicamente de heraklita, todo ello necesario contra los tornados. Le habían dicho a Larreka que la rotación de Ishtar producía tormentas más violentas y frecuentes que en la Tierra.
La esposa de Hanshaw le abrió la puerta, pero no se unió a la conferencia que se celebraba en su sala de estar. Además del alcalde y Jill, Ian Sparling estaba presente. Reúnan a varios terrestres y les parecerá increíble el tiempo que pierden en complicadas charlas. Sparling era el ingeniero jefe del proyecto de rescate, por tanto, se trataba de un hombre clave. Más aún, también era un buen amigo de Larreka.
—Hola, forastero —tronó Hanshaw.
Había cambiado sorprendentemente, según vio el comandante. Se había vuelto gris y gordo. Todavía parecía vigoroso, sin embargo, e insistía en estrechar la mano en vez de dar palmadas en los hombros.
—Cáigase donde pueda —señaló a un colchón dispuesto enfrente de las tres sillas. Cerca, había una mesa con ruedas con una cónsola de ejecutivo.
—¿Qué va a tomar? Cerveza, si le conozco bien.
—Cerveza —replicó Larreka—. En muchas tazas grandes.
Quería decir fermento de raíz del pan endulzado con yema de cúpula; para él, la bebida hecha con los granos terrestres tenía un gusto horrible. Eso no pasaba con aquellas plantas. Después de intercambiar una sincera palmada con Sparling, sacó una pipa de su bolsa.
—No he fumado tabaco desde hace siete años.
El ingeniero gruñó, le ofreció su bolsa y cuando se la devolvió cargó también su pipa. Era un hombre alto, dos metros y algo, lo que le ponía hombro con hombro con Larreka. Espaldas anchas, pero flaco y huesudo, con grandes manos y pies. Sus movimientos parecían indolentes, aunque sus miembros hacían lo que él quería que hiciesen. Pómulos prominentes, nariz curvada, profundos pliegues alrededor de los finos labios, piel tostada por el sol, un alborotado pelo negro veteado de gris, voz átona, ojos grandes, brillantes, de color gris-verde. Había cambiado poco desde la última vez que lo vio. A diferencia de Hanshaw, Sparling era tan descuidado en el vestir como Jill, pero carecía de su instinto.
—¿Cómo están tu mujer y tu hija? —preguntó Larreka.
—Oh, Rhoda como siempre —replicó—. Becky está estudiando en la Tierra. ¿No lo sabías? Lo siento. Siempre fui un informador desastroso. La vi el año pasado en un viaje. Lo está haciendo bien.
Larreka recordó que los humanos podían volver a visitar su planeta cada cuatro años nativos. Algunos, como Jill, nunca lo habían hecho; aquel era su hogar, y no tenían interés en hacer un viaje tan caro. Pero Sparling iba más a menudo, para presentar sus últimos planes y discutir el apoyo a éstos.
—He tenido más noticias de tu trabajo que de tu familia.
Larreka no ofendía. Cualquiera que pudiera aliviar los desastres era un hombre de primera fila en toda mente civilizada.
—Tus presas de control de caudal… —Viendo el gesto del ingeniero, se detuvo.
—Eso ha llegado a ser parte de nuestro problema —dijo Sparling—. Sentémonos.
Olga Sanshaw llenó los refrescos que su marido había ordenado por interfon, y anunció el almuerzo para una hora después.
—Me temo que no será nada extraordinario —se excusó con Larreka—. Las tormentas del pasado verano dañaron las cosechas, tanto las de tu pueblo como las nuestras.
—Bien, comprendemos que en tu posición tenga que ser un ejemplo de austeridad —dijo Jill—. Yo sé de un cerdo perteneciente a un Hanshaw.
Sólo Sparling rió. Quizás, pensó Larreka, su referencia era acerca de algo de la Tierra, donde el ingeniero había nacido y había pasado su juventud. ¿Habría notado ella que la mirada que le había dirigido, retrocedía?
—Dejemos los chistes para más tarde —urgió el alcalde—. Quizá después podamos tener una partida de póquer.
Larreka también lo esperaba. Había llegado a ser muy bueno en eso, y se mantenía en forma enseñando a sus oficiales. Entonces vio a Jill frotarse las manos y recordó que ella jugaba un desmañado ajedrez pero un precoz póquer. ¿Cómo jugaría ahora?
Atendieron cuando Hanshaw prosiguió:
—Comandante, está usted aquí por un trabajo desagradable. Y creo que tengo noticias aún peores para usted; Port Rua nos envió un mensaje el otro día. Tarhanna ha caído.
Larreka conservaba lo bastante del carácter haeleno como para gritar o jurar. Pero aspiró su pipa y dijo sencillamente:
—¿Detalles?
—Demasiado pocos. Aparentemente los nativos, los bárbaros quiero decir, no los pocos ciudadanos de Valennen que hemos conseguido civilizar, atacaron por sorpresa, tomaron la ciudad, expulsaron a todo el mundo y dijeron al jefe legionario que no estaban allí por el botín sino que iban a quedarse.