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Kusarat olvidó su desasosiego. Golpeó su espada contra su escudo y rugió con júbilo.

—Más bajo, si es posible, amigo mío —dijo Arnanak—. No tienen necesidad de saber en la Zera que somos algo más que un desesperado grupo de gentuza.

Desde el bosquecillo que los ocultaba miró abajo, al interior de un seco desfiladero. Por allí pasaron las tropas enemigas; unos dos mil. El desfiladero era mejor lugar para pasar, a pesar de las piedras esparcidas por allí, que el campo circundante, donde crecían los espinos. Los valennos a quienes perseguían habían tomado esa ruta por decisión propia. Wolua puso destacamentos en los extremos del cañón y a lo largo del mismo: puro sentido común. Pero en estos lugares estrechos, los exploradores son de poca utilidad. No tenían forma de comunicarle lo que se cernía contra él tanto delante como detrás. El hostigamiento en las lomas, la lucha de retaguardia a lo largo del paso, los tassui bloqueándole la vanguardia, le mantenían demasiado ocupado para pensar en las fuerzas que ya habían pasado.

Sopló un viento cruelmente caluroso. Las cañas en donde permanecía Arnanak chasqueaban por su impulso. Olía a maleza reseca. El Rojo y el Blanco lucían juntos, formando sombras dobles de diferentes longitudes y colores, dando un tono tétrico al paisaje. Un buitre ptenoide se elevaba lejano, en un cielo menos azul que broncíneo.

Allí estaban tanto el Sol Verdadero como el Demonio; y era como si el primero hubiera aprendido la cólera del segundo. Cuando el verano avanzaba en Valennen, también se intensificaba el fulgor carmesí mezclado con el blanco-dorado. Y golpeaban la tierra como martillos.

Bastante incómodo en su pequeña parcela de sombra, Arnanak pensaba. Pronto tendría que anunciar la carga y dirigirla dentro de un horno.

Bueno, él estaba mejor protegido que sus seguidores, con su viejo equipo legionario. Ningún herrero tassui era tan hábil como para copiarlo, aunque algunos hacían intentos chapuceros. La mayoría de los bárbaros tenían que contentarse con un escudo para protegerse o con nada. Lo mejor que podía conseguir un macho saludable era una cota de malla para el torso y el cuerpo. El forro que requería no dejaba respirar a su pellejo, o absorber la luz del sol. Por tanto, se debilitaba y empezaba a jadear; su sangre se calentaba y, después de un tiempo, debía retirarse a descansar o desmayarse. Los pocos que hubieran podido pagarlo escogían en su lugar una coraza y un casco. Pero el casco norteño era meramente un visor ribeteado de una punta cónica. Aplastaba las hojas de la melena.

Arnanak llevaba una caja de acero redonda apoyada en su arnés de hombros, que a su vez se unía a una coraza de metal y piel. Sus argollas se arqueaban a su espalda desde la nuca a la joroba, guardando esa parte de melena y permitiéndole que trabajara para él. La coraza no se fijaba al azar. Bloques de amortiguación aquí y allí eran puntos de contacto que permitían a su torso absorber completamente la fuerza de un golpe. Las planchas que protegían su lomo estaban equipadas similarmente, curvadas hacia fuera para dejar libre la mayor parte del pellejo, haciendo poco daño las cinchas. Los guanteletes de hierro y las grebas de acero también permitían que el aire llegara a sus extremidades, mientras que las tiras de cuero se anudaban por encima. Todo estaba pintado de blanco.

El escudo oblongo a su izquierda no lo estaba. Su cobertura de acero había sido pulida para enviar la luz a los ojos del enemigo. La parte central era reforzada, la superior e inferior estaban afiladas, para cortar. A su derecha colgaban la espada, el hacha y la daga.

Se necesitaba algo más que los medios suficientes para conseguir aquel equipo. Se necesitaba entrenamiento legionario. Arnanak había servido por una octada en la Tamburu Strider; y, desde entonces, siempre encontraba ocasiones para practicar.

La tropa había sido empujada hasta medio kilómetro de distancia. El momento había llegado. Levantando el cuerno hasta sus labios, venteó la llamada de batalla, emergió del cañizal y se lanzó por la ladera.

Las piedras entrechocaron, saltaron, golpearon sus flancos. El calor ondeó, el brillo del sol danzó, el metal destelló con fulgores estelares. Sintió como sus músculos batían, el aire silbaba a través de su hocico, sus corazones retumbaban, la melena y el pellejo vertían sus jugos en su sangre hasta convertirla en dulzona. A su izquierda saltaba Kusarat, y a la izquierda de éste, un portaestandarte cuya bandera verde era seguida por los sekrusu. A su derecha corría Tornak, un hijo suyo, llevando en alto el emblema de Ulu: una calavera cornuda de un azar de Beronnen del Norte sobre una lanza. Tras él iba su gente.

Y por todas partes, como vio a destellos Arnanak, el resto de bandas, una ola de guerreros vertiéndose sobre los soldados de la Asociación. Rebasaron a las escuadras exteriores de los legionarios sin detenerse. Las dejaron tendidas en el suelo y prosiguieron.

Las trompetas y tambores llevaban a los soldados en formación cerrada. Las flechas, jabalinas y piedras, volaban. Arnanak vio a uno de sus hombres tambalearse y caer, rodar ladera abajo mientras gritaba y sus venas vertían la sangre sobre el campo sediento.

—¡Adelante, adelante! —rugió Arnanak—. ¡Adentraos en sus filas! ¡Por vuestras vidas y vuestras casas… cuando el Tiempo de Fuego llegue!

Después de la batalla, todos estaban cansados y la mayoría habían sido heridos. Muchos se tendían y no pensaban en nada sino en la voluntad de arrojar el sufrimiento de sus mentes. Las heridas tenían que ser curadas, suturadas si era necesario; no se podía gastar demasiado tiempo en impedir que se desangrasen, en perjuicio de tareas más urgentes. Los cuellos de los legionarios sin salvación debían ser cortados, y los de los camaradas que no pudieran hacerlo por sí mismos. Los enemigos que no habían muerto o escapado debían ser conducidos esposados, y condenados a la esclavitud, a menos que la Asociación pagara un buen rescate. Y entonces, aunque tenían cerca un pozo de agua, Arnanak dijo que acamparían en el siguiente, a una hora de marcha.

A los gritos de enfado replicó:

—Los que lucharon hoy, y ahora yacen, lucharon bien. Si permanecemos aquí, los carroñeros no se atreverán a venir, y sus espíritus quedarán atrapados por más tiempo. Tenemos que darles un rápido alivio, ¿no? La muerte sigue a una honorable hazaña.

El mismo cerró los ojos de Wolua.

Así, la hueste cargó con sus pertenencias y sus prisioneros, que portaban las cosas de que ellos habían despojado a sus adversarios, y con sus propios muertos. Los últimos no serían llevados a su hogar, que estaba demasiado lejos. Pero ellos no dejarían que sus mentes esperaran un día o dos en la angustia y el aturdimiento de la carne. Así que serían cocidos y comidos en Tarhanna. El servicio final a los compañeros de guerra era tanto la noble liberación al más allá, como una fiesta ofrecida a los amigos. Y por supuesto sus huesos servirían para conjurar los sueños oraculares, antes de descansar finalmente en los dólmenes.

Arnanak no confiaba, en verdad, en estas creencias. Cuando era soldado de la Asociación había sido iniciado en los misterios de la Tríada. Tenía más sentido para él que los dioses de su pueblo. Pero él esperaba su paz de aquello, y dirigió los sacrificios al llegar al caudillaje, y todavía lo seguía haciendo.

El Sol había casi seguido al Vagabundo bajo las colinas, o el Sol Verdadero había casi seguido al Invasor, cuando alcanzaron la primavera que deseaba. Ya algunos se hundían en los anillos de seco y resquebrajado limo.

Pero los poco crecidos lia color marfil y los árboles yan de hojas rojas anunciaban un oasis. Arnanak notó manchas azules aquí y allí; los primeros indicios de vida Starkland. La tradición, transmitida por antepasados que habían sobrevivido a Tiempos de Fuego precedentes, decía que las plantas de esta clase sobrevivirían a las plantas normales. Estas plantas llegaron a ser comunes y se criaban bestias que podían alimentarse de ellas, las cuales alimentaban los dauri. De esta manera el país maltratado por el fuego podía volver a la normalidad.