Después, cuando el Incursor se retiraba, también lo hacían las plantas azules, y sus animales, salvo especies como los fénix, que siempre prosperaban en Valennen del Sur. Y la gente podía de nuevo tener niños con esperanza de que pudieran crecer.
Arnanak ordenó que los prisioneros fueran atados en la mejor zona de pastos que el oasis podía ofrecer. No había otra comida.
Las estrellas brillaban intensamente, el Puente Fantasma relucía sobre la pequeña roca de Narvu, sobre ensombrecidos pináculos. El aire era caliente, pero una ráfaga de brisa se levantaba como enviada por una mano bien intencionada. Por fin, los vencedores podrían tener descanso. Arnanak oyó suspiros entre la ligeramente vislumbrada masa de sus tropas así que, cuerpo tras cuerpo, se tumbaban y las cadenas se hundían bajo los brazos y patas delanteras. Se aposentó junto a un pequeño fuego. Tornak y otros tres de sus hijos yacían a su lado. Kusarat de Sekrusu preguntó si podía unirse a ellos.
—A menos que quieras dormir —añadió educadamente.
—No, prefiero permanecer despierto un rato —dijo Arnanak.
—Y yo. Mis pensamientos todavía son confusos. Hacen que me aparte del camino recto y no tengo esperanzas de conseguir un buen sueño por mí mismo.
—¿Vu? ¿Tienes conocimientos del arte de los sueños? Yo creía que no.
—No, yo no puedo interpretarlos —admitió Kusarat—. Pero puedo hacerlos placenteros… o útiles.
Arnanak asintió.
—Como yo.
—Y yo —dijo Tornak, riendo—. Esta noche quiero sueños de cerveza y hembras, no en Tarhanna ni en el salón de mi padre, sino en Port Rua cuando lo tomemos, o incluso en Sehala.
—No te precipites —le advirtió Arnanak—. Esas conquistas están lejanas todavía en el tiempo; y podemos no vivir lo suficiente para hacerlas.
—Más razón entonces para soñarlas —dijo el medio hermano de Tornak, Igini.
Su padre los hizo callar. Eran jóvenes e impulsivos. Los otros eran mayores, sobrios y casados, aunque no pasaban de los sesenta y cuatro años. Arnanak tenía poder sobre ellos todavía.
Su deseo era de que a Kusarat se le mostrara respeto. Parecía que éste estuviera ansioso de agradar, ya que preguntó:
—¿Son hijos tuyos, Arnanak? Pero debes tener muchos más que ya han conseguido su independencia. He oído que has engendrado bastantes, de más hembras de las que la mayoría de nosotros ha podido conseguir.
Arnanak no lo negó. Además de varios matrimonios ventajosos y un buen número de concubinas, sin duda había dejado embarazadas a gran cantidad de esposas que había encontrado en sus viajes. Los maridos estaban complacidos de darle esa hospitalidad, con la esperanza de que un niño fuerte naciera en sus casas. Sobre la fama y el poder, él había vencido, allí estaba, enorme, sin rastro de cicatrices, con sus ojos verdes y brillantes en su rostro oscuro, con sus dientes blancos. Cuando habló, lo hizo en tono grave:
—Sí, algunos hacen incursiones por mar, algunos llevan mis mensajes por tierra. Pero la mayoría están en su casa haciendo su trabajo, por órdenes mías. Nunca olvido lo delgado del filo en el que deberemos vivir hasta que ganemos nuevos hogares en mejores sitios. Incluso una victoria como la de hoy significa menos que la producción de alimentos y bienes que podamos conseguir.
—Ng-ng-ng… hablas como un asociado —murmuró Kusarat.
—Lo he sido. Desde entonces, he tratado con ellos en Valennen, los he observado, escuchado; siempre intentando aprender. ¿Por qué supones que extienden su poder por el mundo? Sí, tienen más facultades que nosotros, su tierra es más fértil y poblada que la nuestra, cierto, cierto. Pero principalmente, creo, principalmente tienen el hábito de la previsión.
—¿Te gustaría que los imitásemos? —preguntó secamente Kusarat.
—En cuanto nosotros podamos ganar lo suficiente y sea posible —dijo Arnanak.
Kusarat lo miró en silencio por un instante, a la luz de las llamas que crepitaban, antes de replicar:
—Y tú tratas con los dauri ¿Quién sabe con qué brujerías?
—Esa pregunta es frecuentemente dirigida contra mí —dijo Arnanak—. La mejor respuesta que puedo dar es la verdad.
Kusarat levantó las orejas y situó su cola contra su flanco.
—Te escucho —dijo.
«Cuando encontré al primero, kyai-ai, doscientos años atrás, siendo yo joven, el mundo no estaba preocupado por el Portador de la Antorcha. Ya su brillo era visible de noche, y sabíamos que venía hacia nosotros.
Pero los jóvenes no se preocupaban de un futuro distante y los viejos no tenían razón para temerlo. Vivíamos bien en aquellos días, ¿recuerdas?
»Mis padres estaban establecidos en Evisauk, donde Mekusak era Caudillo. Mi padre era libre y no había prestado juramento. Vivían en una casa en los bosques de los montes Fang, sin vecinos cercanos. Sin embargo mis padres creían que Mekusak me había engendrado, un día en que fue a buscar refugio allí. Crecí hasta parecerme a él en el tamaño y en el fuerte temperamento, y odiando el escarbar en la suciedad. Manteníamos un huerto en donde cultivábamos unas cuantas hierbas. Principalmente mi padre y mis hermanos se dedicaban a la caza. Cuando me enviaban solo, en general permanecía alejado durante días, y después, al regreso, mentía diciendo que había tenido que perseguir largamente a la fiera. No me creían, naturalmente, ya que habían visto mi actitud en las cacerías en grupo. Así, año tras año, crecía más apartado y solitario.
»Entonces, una vez, en lo alto de la ladera occidental de la montaña, donde podía tener una visión de lo que era el océano, encontré un dauri. Había vislumbrado algunos dauri antes, pero sólo vislumbrado. Venían a nuestros territorios menos que a la mayoría de los del sur de Valennen. Puede que fuera por su selvatiquez, y lo escasamente poblado por mortales que estaba. O, quizá, porque ellos tenían unas tierras mágicas donde trabajar. ¿Quién podía saberlo? Yo no lo sabía, ni lo sé ahora.
»Pero allí estaba la pequeña y extraña cosa, atrapada bajo un árbol que había caído a causa de una tormenta la noche antes. Sus brazos y piernas se movían levemente, a impulsos, bajo una piel que, al calor del mediodía, había pasado de púrpura a blanca. Los pétalos del tronco, el tronco en donde una cabeza debería haber crecido, se cerraban y abrían, como si respirasen. Y los pequeños zarcillos de éstos vibraban. Desde el vientre tres ojos brillaban, oscuros como agujeros. Pero el agujero real había sido hecho por una espina afilada; rezumaba un ligero icor.
»Sentí un doble impulso: el de huir, y el de quedarme. No obstante, decidí rápidamente. Y me vino al pensamiento: Nosotros les tememos porque nos son desconocidos, no porque sean malvados. Hay algunas historias acerca de su maldad, que podrían ser falsas; y hay otras sobre su cooperación con los humanos, que podrían ser verdaderas. ¿No sería maravilloso ser amigo de un dauri?
»Quité fácilmente el árbol de encima de él, ya que no era demasiado pesado para mí. Le llevé a una caverna cercana y curé su herida lo mejor que pude. Le hice una cama de lia. En los días siguientes le llevé agua, y alimento apropiado para los de su especie. Perdimos nuestro temor mutuo y empezamos a chapurrear algunas palabras. Yo no podía reproducir bien los sonidos que él emitía, aunque ciertamente mejor que él respecto a los míos. Aprendimos el significado de ciertos signos y ruidos.
»Cuando sanó, no me dio un tesoro de poder mágico como había esperado. Sólo me dio a entender que quería que volviera a verle, cuando me fuera posible. Llegué a mi casa tremendamente pensativo. Naturalmente no conté nada de mi aventura.