VI
Anu llevaba pocas horas bajo el horizonte y Bel estaba completamente sobre él. La luz era amarilla bajo los árboles de la calle Campbell. Y donde atravesaba las hojas translúcidas, ponía brillantes puntos de color coral. El aire estaba inmóvil y fresco, y llevaba fragancias de especias otoñales a través del río. Varios niños jugaban sobre el pavimento. Sus gritos llegaban lejanos y dulces a los oídos de Sparling. Un ciclista los esquivó. En el otro extremo no había nadie a la vista. Los laboratorios e industrias, ubicados en bajos edificios rodeados de jardines, estaban cerrados por la tarde, y sus trabajadores en casa o, unos pocos, en los alrededores del ayuntamiento para ver a los terrestres llegar y enterarse de las noticias de que eran portadores.
La primera conferencia había terminado ya, los Hanshaw habían invitado a los participantes a cenar, pensando que esto podría disminuir un poco la tensión entre ellos. Sparling se había excusado con el pretexto de que su mujer se sentiría frustrada si no cenaba en su casa, ya que le había preparado un plato especial. Sospechó que Hanshaw sabía que era mentira, pero no se preocupó. Tomando la salida trasera, y dando un rodeo, evitaría las preguntas de la multitud.
Con la pipa fría entre los dientes y las manos en los bolsillos, cortó el aire con paso rápido, ajeno al mundo. Unos dedos lo agarraron y le sacudieron. Vio a Jill Conway. Se detuvo. Se le aceleró el pulso.
—¡Uah! —dijo ella—. ¿Qué se quema? Andas como si tuvieras el diablo en el cuerpo —después de un segundo, añadió—: Malo, ¿eh?
—No debería… —Casi perdió su pipa—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Esperándote.
Se asombró ante su sinceridad y se detuvo.
—¿Eh? Pero, por qué…
No, obviamente no me estaba esperando. Sólo esperaba una ocasión para hablar conmigo.
Sparling se recompuso.
—¿Cómo sabías cuándo y dónde?
—Le dije a Olga Hanshaw que me llamase por teléfono tan pronto como la reunión oficial acabara. No le estaba prohibido, y creo que me debe un favor.
Jill había rescatado a los dos niños de Olga de ahogarse hacía un par de años. Era la primera vez que Sparling veía que reclamaba alguna recompensa.
—No lo menciones, Ian, por favor.
—No —prometió.
Pero Dios sabe que nosotros nos reservamos cosas confidenciales hasta que se haya planeado cómo comunicárselas a Primavera y… a la Asociación. Bien, no traicionaré mi promesa por hablar con Jill. No la traiciono. Esto es inofensivo. Si hay alguien en este planeta que merezca confianza, esa es Jill. Debería haber sido invitada a la conferencia, aunque eso podría haber levantado envidias y me hubiera distraído, o inspirado… ¡Detén tantas insensateces! Se ordenó a sí mismo. ¡Viejo Loco!
—Y al respecto de donde tenía que esperarte —le dijo Jill—, te conozco. De Campbell a Riverside y en casa. ¿No es así?
—¿Soy tan transparente? —preguntó él, iniciando una sonrisa.
—No. —Ella contempló sus pálidas facciones cuidadosamente—. Eres una persona poderosa. Sin embargo, evitas demasiado los riesgos y no guardas las formalidades banales. Por tanto, escogerías una ruta para evadirte de la gente. A esta hora, tu camino debía ser este. Primavera no es exactamente un laberinto. —Y acabó bromeando—: Conoces mis métodos, Watson. ¡Aplícalos!
No pudo hacer otra cosa sino reír y mover la cabeza.
—¿Por qué no aflojas tu corbata? —sugirió Jill—. No tienes que impresionar ya a la Marina con nuestro poderío. Además, no te favorece.
—Bien, de acuerdo.
Cuando lo hizo, ella volvió a tomarle del brazo y empezaron a andar.
—¿Qué pasó? —preguntó ella después de un rato.
—No creo que…
—Eh, eh, eh, no has jurado mantener el secreto. Te prometo que no diré nada a nadie, si es lo que quieres.
Se mantuvo silenciosa durante un rato, en el que sólo se oyó el golpeteo de los tacones de sus botas contra el pavimento. Cuando habló de nuevo, lo hizo más suavemente:
—Sí, Ian. Estoy presumiendo. Estoy buscando un privilegio. Pero tengo un hermano en la Marina. Y Larreka siempre ha sido como un segundo padre para mí. Cuando la noche se cruzó en mi vida… escogió el camino más duro tratando de distraerme y disipar mi preocupación contando chistes y anécdotas. Yo hubiera querido llorar. Pero me contuve porque él se habría dado cuenta de lo que eso significaba, y la hija de un soldado jamás muestra su pena.
—La tradición legionaria —dijo él, a falta de palabras mejores—. Sería peligrosa para la moral. Somos diferentes, somos humanos.
—No tan diferentes. Y si yo supiera… Y tan pronto como lo sepa, podré empezar a pensar en hacer algo, no me sentaré a esperar.
El debió mirarla entonces, inclinándose más de lo necesario. Ella dejó de sonreír y su mirada azul relampagueó.
—Tú ganas —dijo él—. Aunque creo que las noticias no te van a gustar.
—No esperaba que me gustasen. ¡Oh, Ian, eres un laren!
La palabra significaba, aproximadamente, «buen soldado», con énfasis en la amabilidad así como en la fuerza y la fidelidad. Ella dejó su brazo y tomó su mano. El reprimió su deseo de abrazarla. Llegaron al embarcadero y giraron hacia el norte sobre Riverside, una carretera cortada frente a la margen izquierda del Jayin. A su derecha, los árboles los ocultaban de la vista de la población, una larga fila de hojasespadas de profundas raíces, preservados en medio de la ecología terrestre de aquel lugar por servir de cortavientos, cuando los tornados procedían del oeste. Al lado opuesto, la corriente fluía, rumorosa. Las curvas y remansos hacían remolinos. Los vuelos de cohetes eran dardos brillantes. En la ribera opuesta, el pastoreo nativo seguía en la lejanía azul. Arboles alejados coronados de cobre o bronce. A media distancia, una bandada de owas graznaban, y los grandes els cantaban cada uno por su cuenta, saltando con sus seis patas, en una paz que Sparling deseó que hubiera podido ser pintada por Constable.
Allí el aire era más fresco todavía, húmedo, con una leve brisa. Al Oeste, bajo Bel poniente, unas nubes se tornaban anaranjadas. Por todos lados el cielo presentaba un color claro. Una fantasmal Celestia se empezaba a levantarse por el este. Debajo, tan alto como para semejar sólo un par de alas, revoloteaba un saru. No se paró sobre ninguno de los iburu que volaban más bajo. Puede que esperase una presa más fácil que aquellos grandes ptenoides verde-broncíneos. Un chantre se posó en una rama, pequeño, de plumas grises, sin temor, y cantó su canción otoñal.
Sparling recordó cómo Jill había continuado la tarea de su mentor, el viejo Jim Hashimoto, sobre las muchas funciones del canto en el chantre y especies relacionadas, para su primer proyecto serio de investigación, y cómo ella lo había acometido con alegría, tratando de hallar ideas nuevas. Había sido entonces cuando él… No, probablemente no. Era una jovenzuela zanquilarga, seis o siete años mayor que su hija, que sólo era para él una de los tres hijos de los Conway. Desde entonces, Alice se había casado con Bill Phillips, y Donald había seguido a Becky a un colegio de la Tierra hasta que se alistó en la Marina…
—Pronto llegaremos a tu casa, Ian —advirtió Jill—. A menos que quieras pararte y hablar.
—No, dejémoslo —dijo él—. No hay mucho que decir, de todas formas.
—¿Crees que las naves traerán correo?
—No. Al menos, nadie lo dijo. El capitán Dejerine, su jefe, prometió que las comunicaciones regulares serían mantenidas. Cuando menos, sus botes correo llevarán mensajes civiles también.
—¿Por qué están aquí?
—Eso fue anunciado ayer, después de establecer contacto. Para protegernos de un posible ataque Naksan.