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La mirada de Sparling siguió su gesto. El animal que volaba sobre los árboles era menos parecido a un pájaro que los otros ptenoides a la vista. En lugar de cuatro patas y dos alas, tenía cuatro alas y dos patas, e interminables diferencias más, desde el esqueleto a la punta del plumaje. Era de la familia del díptero que derivaba de los ictioides de la costa de Beronnen del Sur. Pero la mayoría de cuatrialados, menos afortunados que los de dos alas, estaban confinados en Haelen. Nunca había visto un bipen antes. Era una grande y hermosa criatura, de plumaje violeta a los rayos del atardecer.

—Están empezando a trasladarse al norte —dijo Jill—. Pensaba que esto pasaría. Restos del último ciclo, derivaciones de los cinturones de tormentas… Ian, ¿soy malvada por interesarme tanto por las consecuencias del paso de Anu en la ecología? ¿Por sentirme fascinada al contemplarlas?

No, quiso decir, tú no puedes hacer nada que esté mal.

No pudo pronunciar eso, pero dijo una palabra más significativa que toda la frase:

—Ciertamente no.

El grito de ella lo interrumpió. Fijó su atención en el cielo.

El saur, que había estado en la lejanía, descendía. Sus alas portaban garras afiladas y un pico curvado; Sparling oyó el silbido del aire detrás de él. Oyó el impacto que rompió el cuello del bipen y vio esparcirse la sangre. La sangre orto-ishtariana es púrpura, y salvajemente fluorescente. El saru se afanaba con la pesada presa que había logrado.

Las lágrimas aparecieron en los ojos de Jill.

—Esto ocurre, supongo, cada mil años. Quizá las especies han dependido siempre de esta clase de cosas. Pero nosotros no lo necesitamos, ¿verdad?

El sacudió su cabeza.

—Por Dios, nosotros no renunciaremos. Excúsame —dijo con voz temblorosa—. Intento ser fuerte, pero… ese pobre pájaro que ha venido aquí a morir… Mandémosles al infierno, Ian. Gracias por todo. Buenas noches.

Ella se despedía y empezaba a caminar, Bel se ocultó bajo el horizonte.

Sparling permaneció allí, cargando su pipa, hasta que desapareció de su vista. Las nubes se tornaron azules, salvo en donde la luna las iluminaba. Las estrellas se avivaron, y Marduk brilló. Pensó en lo castigado que estaba aquel planeta por las tormentas que Anu producía en su atmósfera. Pero desde cien millones de kilómetros, nada era visible excepto la paz. El aire era fresco, el agua corría rumorosa, el humo daba a su boca un beso acre.

Pensó que, en realidad, aquel lugar y momento eran más plácidos que su tierra natal. No importaba lo que la Tierra fuera para Ishtar, excepto por haber llevado al hombre hasta allí; la costa canadiense occidental nunca sería como el Valle Jayin.

Jill tiene razón. He sido afortunado.

Su hija había dicho lo mismo el último año, cuando hizo un viaje turístico a su añorado país. El colegio en que estudiaba estaba en la megalópolis de Río de Janeiro.

Su juventud había transcurrido entre los árboles y las corrientes claras, ya que su padre, que era arquitecto espacial, fijó en Vancouver su residencia, ya que no quiso abandonar la Tierra de forma definitiva. Su madre era programadora y podía trabajar en cualquier lugar. He visto la prosperidad y también el subdesarrollo, le dijo a Yuri Dejerine cuando acabaron las discusiones. No se equivoque conmigo. Simpatizo, estoy de acuerdo en que esa gente merece mejores oportunidades. Tantas como los humanos. Yo estaba aun en edad escolar, tenía quince años, cuando Gunnar Heim nos condujo a la victoria sobre Alerion. Eso no es solamente algo que yo sé, yo siento lo que eso significa.

Pero cuando empecé a trabajar, fuera del sistema, como ingeniero, encontré a los naqsans y, ¡por Satán!, son de nuestra clase. Entonces, en los últimos veinte años que he estado en Ishtar, este ha llegado a ser mi mundo, aquí es donde mi deber está…

Trató de volver al presente. El tiempo de la revisión había pasado. Sus botas resonaron.

El crepúsculo se estaba convirtiendo en noche, cuando finalizó su corta ascensión por la calle Humboldt, desde Riverside, y abrió la puerta. El resplandor de las ventanas dejaba ver las rosas marchitas y trozos baldíos en el césped. Las plantas terrestres no se desarrollaban bien. Para eso, tendrían que pasar algunos años, matando gusanos que traían de la Tierra, y eliminando algunas bacterias del suelo, tratando de conseguir la composición original de acidez, nitrógeno y otros elementos, permitiendo a los microbios nativos reconstruir el humus. Las plantas exóticas que no eran escrupulosamente cuidadas enfermaban y morían. Tengo que abonar, drenar, hacer lo que sea necesario, pensó. Cuando tenga oportunidad; si la tengo. No había jardineros en Primavera. Becky tenía que hacer el trabajo.

Debo ser honesto conmigo mismo. Podría encontrar las horas necesarias si quisiera. La verdad es que me gustan los jardines, pero no su mantenimiento. Me resulta más divertido hacer cosas de carpintería para mi casa, o juguetes para regalar a los niños humanos o ishtarianos. Y Rhoda tiene lo que Jill llama un marchito y experto pulgar.

Atravesó la puerta principal. Su mujer dejó el libro que estaba leyendo. Reconoció una novela que había tenido mucho éxito en la Tierra, cuando él estaba allí. La bibliotecaria se había encargado de hacer varias copias. Sentía curiosidad por el contenido de la novela del día y había intentado varias veces iniciar su lectura. Sin embargo, siempre le parecía estar demasiado ocupado, o demasiado cansado, y prefería relajarse con un viejo conocido como Kipling, o estaba intrigado por una pieza de literatura ishtariana, o…

—Hola —dijo su mujer—. ¿Qué pasó?

Su inglés guardaba un rastro de acento brasileño. Tiempo atrás, había aprendido el portugués y lo hablaban en casa. Pero perdieron la costumbre y él su vocabulario.

—Me temo que no podré decírtelo de momento.

Se sintió culpable. Sabía que ella no era una charlatana y que Olga Hanshaw había podido escuchar lo que había querido. Pero se disculpó a sí mismo diciéndose que estaba demasiado cansado para tratar aquel miserable asunto otra vez, más aún cuando Rhoda, situada en una posición poco importante en el departamento de abastecimientos, necesitaría toda clase de explicaciones y detalles de aquello que Jill había comprendido al instante.

—No es bueno —dijo ella después de mirar su rostro.

—No, no es bueno.

Se desplomó en una silla. Y dijo lo mínimo que debía revelar:

—Mañana iré a Sehala. Iré para, uh… negociar con la asamblea. Creo que estaré fuera unos cuantos días.

—Ya veo —se levantó—. ¿Quieres beber algo antes de cenar?

—Desde luego. Dos dedos de ron con un poco de limón. —Los levantó unidos, en posición vertical.

Cuando ella sonrió, un rastro de su antiguo atractivo se hizo presente y recordó a la chica estudiosa que había encontrado en el trabajo. Nunca había sido una chica espectacularmente bella, originalmente él había considerado que tenía la belleza necesaria para botar un solo barco. Pero siempre había sido un poco torpe con las mujeres; vio que podía tener a Rhoda Vargas si quería, y que ella sería una buena compañera; y procedió sistemáticamente a enamorarse. «Me estaba esperando a mí», dijo ella.

Más joven que él, sin embargo mostraba más tonos grises en su pelo. Su cara, de nariz chata, se había vuelto mofletuda, y también su cuerpo, de escasa estatura, había engordado. Todavía cuando pasaba junto a ella, camino de la cocina, posaba la mano en su cabeza y recordaba los primeros años.

Una vez solo, aspiró el humo de su pipa y se preguntó si el difícil nacimiento de Becky había iniciado el lento cambio. El doctor les dijo que no era posible implantarle un nuevo útero; ella lo perdería, y a la criatura también. Pero ellos no habían sido requeridos para que tuvieran más hijos. ¿Pudo la pérdida interna acarrear consecuencias tan sutiles que la medicina no pudiera detectar? El caso es que ella seguía siendo popular en la comunidad, una excelente cocinera, etcétera, etcétera, pero poco a poco se iban separando, tanto física como espiritualmente.