—Lo entiendo, señor. Pero tampoco se nos ha permitido manifestarnos en público. Hemos estado incomunicados, y las audiencias eran a puerta cerrada. Dudo de la legalidad de eso.
—Fue por decisión mía, acogiéndome a las excepciones por tiempo de guerra. Podrán apreciar que mis razones eran válidas.
El cuerpo lisiado se inclinó hacia adelante, demasiado viejo para ser reparado, demasiado vivo para su cautividad. Sus ojos se clavaron en nosotros.
—Aquí pueden hablar como quieran —dijo Espina—. No se lo recomiendo, sin embargo. Lo que espero conseguir de ustedes es algo más útil, más difícil, que sus objeciones personales a ciertas políticas de la Federación. Significa inquirir acerca de materias jurídicamente irrelevantes, incompetentes e inmateriales. Quiero rumores y conjeturas. Ustedes están preparados para sacrificar sus futuros por esos seres lejanos. ¿Por qué?
Su mano cortó el aire.
—Quédense ustedes al margen, si pueden. Díganme lo que sepan, de ellos, o, lo que es lo mismo, lo que imaginan de ellos. Oh, sí, he repasado varios tratados xenológicos. He retornado a la niñez y he releído el acaramelado Cuentos de la Lejana Ishtar. ¡Palabras y dibujos, nada más!
«Denme algo de carne y hueso. Háganme sentir lo que experimenta uno cuando sabe que el día del juicio va a llegar en el curso de su periplo vital.»
El sirviente entró con una bandeja.
—Podrán ustedes tener alcohol, o cualquier droga que necesiten para relajarse, más tarde, si la desean —dijo Espina—. Pero no ahora. Tenemos una formidable tarea por delante.
Tomó un sorbo de su taza de té. Me llegó el aroma embreado del Lapsang Soochong. Luego empezó a investigarnos.
I
En el país del norte durante el Tiempo de Fuego no había tregua por parte del Sol Demonio. Día y noche, verano e invierno, llameaba en lo alto hasta que no existía ni día ni invierno. Aquellas eran las Starklands, dónde pocos mortales habían llegado y ninguno podía vivir, ya fuera el año bueno o malo. Los dauri de ese reino, que llegaban al sur en sus desconocidos vagabundeos, veían al Rojo hundirse conforme se alejaban, hasta que al fin, algunas veces, giraba bajo el horizonte que habían dejado atrás.
Cuando cruzaban las Colinas de la Desolación, tales viajeros se encontraban entre los tassui, el Pueblo Fronterizo, que mantenían el límite sur de Valennen y por tanto eran los más septentrionales de los mortales. Allí, la vida, la tierra y el cielo eran igualmente extraños para ellos.
Cuando el Portador de Tormentas estaba lejos del mundo, casi tanto como la más brillante de las estrellas, aquellos territorios se diferenciaban poco entre una estación y otra. En invierno se podía esperar algo de lluvia, y los días eran un poco más cortos que las noches, pero eso era todo. Los trabajadores y soldados de la Agrupación decían que mientras tanto, en el lejano norte, el Sol Verdadero nunca salía, y el frío era tan fuerte que el hielo se depositaba en sus valles. Pero el Tiempo de Fuego cambiaba y trastornaba esto, así como cambiaba todo lo demás. Entonces, en pleno verano, los tassui tenían de día al Invasor, dos soles de una vez, mientras que en invierno lo tenían permanentemente, sin un momento de bendita oscuridad.
Lo mismo ocurría si una persona viajaba al Sur Sobre el Mar; excepto por el cambio de estaciones, invierno en Beronnen cuando en Valennen era verano, y el hecho de que el Incinerador siempre estaba más bajo hacia el norte. Finalmente se alcanzaba un lugar nunca visto durante el Tiempo de Fuego, sólo después, cuando se había retirado lo suficiente como para no causar daño. La mayoría de los tassui pensaban que debía ser un país favorecido por los dioses, y no creían a los extranjeros que, en cambio, les decían que era horrible y miserable.
Arnanak sabía que la historia era cierta. El mismo había visitado Haelen hacía cien años como legionario de la Agrupación. Pero rara vez contradecía a sus compañeros y seguidores en asuntos de esa clase. Les dejaba tener ideas equivocadas si lo querían, especialmente ideas que alimentaban la envidia, la sospecha y el odio a los forasteros. Porque por fin ya estaba preparado para lanzar su ataque definitivo.
Un cuerno sonó en las colinas de Tarhanna. Sus ecos se esparcieron por los riscos y escarpaduras. El río Esali rugía, precipitándose a través de un cañón hacia la llanura. No se había secado todavía, pero ya se encontraba reducido a un estrecho torrente, entre las piedras que abrasaban los pies de los sedientos, y que el abuelo de Arnanak conocía desde su niñez. Pero el aire era estático y caliente, con un olor brumoso de arbustos donde éstos se marchitaban.
Solitario, el Sol Verdadero se mantenía cerca de las lomas occidentales. La neblina se teñía de amarillo por las cenizas de una arboleda que la llama ya había devastado. Por lo demás, el cielo estaba despejado, con un azul tan fuerte que podía ser cortado con un cuchillo. Más oscuras que el cielo eran las sombras de los pliegues de las colinas; en las grietas y valles el color se tornaba púrpura.
De nuevo Arnanak lanzó al aire el sonido de su cuerno. Los guerreros dejaron sus refugios sombreados y treparon hacia él. No se pondrían los arneses de guerra, aquellos que los tuvieran, hasta poco antes de comenzar la batalla. Una vaina, una bolsa, un carcaj eran las únicas vestiduras de la mayoría. Sus verdes pieles, sus melenas color caoba, con reflejos verde-dorados, sus brazos y rostros negros, contrastaban vivamente con el pardo del suelo y las rocas esparcidas a su alrededor. Las puntas de las lanzas brillaban en lo alto. Las colas se enroscaban en sus cuartos traseros con impaciencia. Cuando se congregaron junto a la suave elevación en que se encontraba, su olor masculino fue como una oleada de hierro húmedo.
El orgullo de Arnanak no le impidió hacer un recuento aproximado, ahora que los tenía allí, juntos. Serían unos dos mil. Muchos menos de los que esperaba necesitar pronto. Sin embargo, era una buena respuesta para el inicio de una aventura como aquella. Y habían llegado de todas partes. Su propio contingente había tenido que hacer el viaje más largo para acudir a la cita desde Ulu, bajo el Muro del Mundo. Pero por el aspecto, forma de andar, ornamentos y fragmentos de charla, reconoció a otros del Sur de Valennen, montañeses, corredores de los bosques, exploradores de las llanuras, segadores de las costas e islas. Si probaban que eran capaces de tomar la ciudad comercial, sus semejantes se les unirían.
Por tercera vez hizo sonar el cuerno. El silencio se extendió hasta que sólo el agua invisible pudo oírse. Arnanak permitió que lo mirasen, que sus mentes lo admiraran antes de comenzar a hablar.
Ya que su pueblo tenía en gran estima a aquellos que poseían la fuerza para ganar y la inteligencia para mantener la riqueza, llevaba adornos costosos y llamativos en abundancia. Engarzada con piedras preciosas, una corona dorada se alzaba desde su melena. Espirales doradas se enroscaban en sus brazos y piernas. Los anillos brillaban en sus cuatro dedos, de ambas manos. Un manto multicolor sehalano cubría su joroba y su espalda. La espada larga que alzó como señal de mando era de acero damasquinado forjado en el Sur Sobre el Mar; pero había sido muy usada.
Tras él un árbol fénix crecía, oscura y poderosamente, y sus ramas se extendían hasta formar un ancho techo azul de hojas. Bajo ese refugio, unas cañas habían brotado recientemente, formando un dosel de tallos oscuros y de sombras rojizas. Arnanak había escogido el lugar de la cita con tiempo, y tuvo mucho cuidado en ser el primero en llegar, en parte para reclamar ese lugar para él. No lo prohibió a otros para reservarse la comodidad; más aún, había confeccionado un punto de alojamiento en campo abierto, a plena luz del sol, como el menos afortunado de los recién llegados. Lo necesitaba para la comedia que había planeado.