Llanuras susurrantes, doradas, rotas sólo por oscurecimientos y árboles como llamas. Misteriosos lugares sombreados al frescor del agua de un pozo. Un firmamento azul oscuro y un calor sin piedad, antes de que con la noche llegara la frescura y una miríada diamantina de estrellas. Encuentros con pastores, unas pocas palabras y una taza de té bajo una tienda. La noble visión de un wo saltando ágilmente para reunir los els y owas de su amo… Oh, sí, visiones crueles también, menos el ver a sus camaradas cazar limpiamente un animal con el arco o la lanza que observar a una partida de tartars conduciendo a un azar a un alto de la vegetación, y acorralándolo para matarlo salvajemente…
—Pero tienen que hacerlo —le dijo Larreka a Jill—. Nosotros podemos conservar la carne manteniéndola en jugo intestinal. Los animales no pueden. O, aquellos que producen jugo intestinal por ellos mismos, pueden hacerlo, si comen con rapidez. Los tartars no pueden. Si no lograran comer la mayoría de sus presas vivas, tendrían que matar ocho veces más para conseguir una alimentación equilibrada. Y… si no hubiera bestias de presa, el resto tendría que masticar hierbas y morir de hambre.
—¿Pero por qué las cosas de aquí han de ser siempre lógicas y correctas? —protestó ella—. ¿La carne no se pudre aquí antes que en otros sitios?
Larreka apeló a Ellen, que repitió con diferentes palabras información para Jill al respecto. El moho aéreo llamado sarcófago por los humanos es inofensivo contra cualquier cosa viviente. Pero se posa al instante sobre la carne muerta, se multiplica tremendamente y, en dos o tres horas, reduce al animal más voluminoso a los huesos. Parece ser que requiere un clima particular, ya que sólo crece en los Dalags y en las cercanas islas de Mar Fiero. ¿O es el clima que lo determina? ¿Y qué extraña adaptación a la evolución lo ha hecho tan fuerte?
—No es un horror, Jill, querida, es un misterio que debemos resolver.
—He oído decir que este fue el origen de las primeras civilizaciones —añadió Larreka.
Jill le dirigió una mirada.
—Bueno, es sólo una opinión —dijo Larreka—. Un viejo soldado como yo no puede juzgar. Sin embargo, algunos de nuestros filósofos y algunos de nuestros científicos creen que puede haber pasado así. Cuando la gente intentó vivir en estos territorios, tuvieron que convertirse en vegetarianos. Pero entonces encontraron ciertas bestias de presa que, producían jugos intestinales capaces de matar al sarcófago. Desde luego toda aquella gente sabía que los jugos conservaban la carne. Necesitaban utensilios, como calderas para hervir los intestinos del animal y recipientes para poner en remojo a los animales muertos. Este sistema se empleaba con animales de rebaño, ya que era muy complicado para llevarlo de caza. Tú lo has visto. Los aparatos son pesados, hechos de piedra o de alfarería. Así que aquella gente primitiva se estableció en chozas de hierba, que les ayudaban a mantenerse un poco más frescos y guardaron rebaños, y empezaron a pastorear… Más tarde, la idea de las casas y los ranchos se trasladó al sur, donde la vida es más fácil y, desde entonces, Beronnen del Sur ha sido el corazón de la civilización. Pero puede que fuera aquí donde comenzara.
—Eso incluye gran cantidad de mitos, religiones, rituales y conceptos de la vida y de la muerte, desde Valennen hasta Haelen —añadió Ellen Evaldsen—. Todas ellas basadas en lo transitorio de la carne.
—¿Huh? —gruñó Larreka—. Bien, si usted lo dice, señora.
Y así Jill llegó a comprender. Ella ya sabía que la ruina visitaba al mundo, una y otra vez. Desde que tuvo uso de razón, recordaba a Larreka preparándose para la siguiente, y a los humanos planeando sistemas para hacerla menos mortífera. Aceptó rápidamente los Dalag por lo que eran.
Hasta el día en que Ellen murió.
Sucedió con brutal rapidez. La mujer había subido a una alta roca negra sacada de la sabana, de la cual ella decía que no tenía nada que hacer allí. Parecía segura. Pero tenía una invisible debilidad. ¿Provenía, quizás, esta debilidad de millones de años de tormentas y pasos de Anu? Desde el campamento vieron cómo la piedra se rompía y a Ellen caer.
Yacía con la cabeza en un ángulo grotesco. Cuando Larreka la alcanzó, la disolución había comenzado. La carne burbujeaba, brillando iridiscentemente en un tono azul-verde, se convertía en un líquido loco antes de desaparecer. Los ishtarianos no podían cavar una tumba rápidamente con sus herramientas. Lo que enterraron fueron unos huesos blancos y unos cabellos rojos, rojos como Anu.
Larreka vio a Jill. La tomó entre sus brazos y trotó, más allá del campamento. Bel brillaba, Ea lucía como una vela. La dejó entre el olor dulzón del aire y las lías, la apretó contra su pecho y así permaneció durante un largo rato.
—Lo siento, chiquilla —dijo—. No debimos dejar que lo vieras.
Jill sollozó.
—Pero tú perteneces a la Legión, ¿no es cierto, soldado?
Le cogió la barbilla y elevó su rostro hacia él y las estrellas.
Ella bajó la cabeza violentamente.
—Entonces escucha —dijo Larreka en un murmullo—. Tú ya has oído que cuando nosotros los de cuatro patas perdemos a una persona que apreciamos, nos entristecemos más que vosotros los humanos. Si tú has conocido a alguien durante unos cuantos cientos de años… Bueno, tenemos que aprender a soportarlo. Déjame decirte lo que hacemos en las legiones.
Y primero le contó lo de las banderas, ondeadas siglo tras siglo, que llevan los nombres de los caídos; y le habló de mucho más. Y después, ella danzó con ellos la danza del adiós sobre la tumba, lo mejor que pudo. El primer paso para aliviarse de la pena.
Jill se levantó.
—Vamos —dijo—. Recojamos esto y sigamos nuestro camino. Quiero mostrarle un rancho típico, pero si nos quedamos demasiado aquí, los miembros más interesantes se habrán ido.
—Oigo y obedezco —respondió Dejerine.
Mientras recogían sus cosas, añadió seriamente:
—Señorita Conway, tiene usted la amabilidad de mostrarme los alrededores. Estoy agradecido; sin embargo, ¿no es su mayor esperanza el alistar mis sentimientos de parte de los nativos?
—Seguro. ¿Qué más?
—Bueno… ¿Le dará a mi grupo una atención similar? Sé que nos mira como a intrusos destructivos. ¿Me creería si le digo que nosotros tenemos razones, por encima y sobre las órdenes, para estar aquí?
Ella esperó un segundo antes de contestar.
—Le escucharé.
—Bien —sonrió—. De hecho, querría comenzar por conseguir una audiencia, toda Primavera si fuera posible, y mostrar una grabación de la que dispongo. No es propaganda oficial, es bastante crítica, pero eso es importante también. Verá, deseo que crea que no soy un fanático.
Jill rió.
—¿Voy a tener que ver su programa para probarle que yo tampoco lo soy?
Las facciones de él acusaron el golpe, y se sintió más contrita que razonable.
—No se ofenda. Iré encantada.
VIII
EXTRACTOS DE 3V; INGLES SIMULTANEO
Olaya: Buenas noches. Soy Luis Enrique Olaya Gonzales. Bienvenidos de nuevo a «El Discurso del Universo». Nuestro programa de esta noche es especial tanto en longitud como, esperamos, en importancia.
Exactamente hace seis meses, el Parlamento de la Federación Mundial dirigió un mesurado requerimiento a la Autoridad para el Control de la Paz para que tomase «medidas de fuerza» contra las agencias, naves, instalaciones, personal e instrumentos de la Liga Naqsan en orden a «finalizar la emergencia y asegurar un acuerdo justo de las materias en disputa». En pocas palabras, la Tierra declaraba la guerra a Naqsa. Oficialmente, se evita cuidadosamente esta frase, y hay razones mejores que la hipocresía; algunas palabras llevan a acciones irrevocables de imprevisibles consecuencias. Sin embargo, esta resolución del Parlamento convertía una serie de choques accidentales en operaciones militares sistemáticas. Los poderes no se limitan a sí mismos a la protesta, propaganda, presiones políticas y económicas y a un incremento desesperado de la diplomacia; la decisión tiene que ser tomada a partir de ahora por la fuerza. La guerra está ahí, el pueblo la llama así, y de esta forma la denominaremos esta noche.