Generalmente los ishtarianos tenían sus propios medios de transporte. El tráfico era intenso en la carretera del río: fuertes porteadores especializados, barcos de carga, rancheros que se enganchaban a sí mismos a sus carros, y viajeros de a pie. Estos pertenecían, a las muchas razas que se podían encontrar en Beronnen del Sur, desde austeros haelenos hasta errantes semisalvajes de las islas Ehur cerca de Valennen. La mayoría no llevaban ropas, pero la variedad de plumas, bisutería, capas, mantas, arneses, y toda suerte de artículos utilitarios y de ornamentación, era desconcertante. Los botes, barcazas y galeras de remos poblaban las aguas. La Asociación tenía problemas, su dominio se había evaporado territorio tras territorio, pero su principal establecimiento era todavía un imán para el comercio.
Sparling vio también varias patrullas de legionarios. Durante un largo período de tiempo, la Legión, vulgarmente llamada la Tamburu, había estado destinada en Sehala, donde no había tenido mucho que hacer. Allí desempeñaba funciones civiles, trabajos de rescate y policiales, arbitrio de disputas menores, y servicios públicos tales como la custodia de ciertos registros o edificios. Y las tareas obvias de policía eran escasas en una cultura que, creada en sus orígenes por una especie poco violenta, definía un solo acto criminaclass="underline" el desobedecer la sentencia del jurado en un pleito. Ni siquiera eran muy necesarios como bomberos, ya que la mayoría de las construcciones estaban realizadas en adobe o piedra.
Ahora la Tamburu parecía tan ocupada como la última vez que se le ordenó luchar contra el bandidaje, cuando el delito contra la civilización era frecuente. Sparling sabía por qué. Más y más gente se trasladaba allí procedente del norte, en la esperanza de establecerse antes de que el cambio de clima devastara sus hogares. Sin un auténtico gobierno, Beronnen carecía de medios para impedirles el paso. Pero, como empezaba a sufrir también las tormentas y el abrasamiento, tampoco podía darles acomodo, por carecer de medios. Algunos afortunados encontraban trabajo estable, incluso iniciaban nuevas empresas o se casaban con hijas de las familias de terratenientes. El resto…
Aquellos transeúntes no eran los seres alegres y enérgicos que Sparling había visto los años anteriores; muchos, especialmente los extranjeros, parecían pobres, hambrientos y desesperados.
Todavía el campo circundante aparecía pacífico, rico, dorado bajo el cielo azul y las nubes columnares. Divisó grandes rebaños y edificios apiñados en los ranchos que eran la base de su economía, de su sociedad. Más al sur, la región cultivada alrededor de Sehala había sido cosechada. Los campos mostraban cuán pobre era la cosecha cuando Anu brillaba en el norte.
Aparcó junto a una posada de los suburbios que tenía acomodos humanos.
—Si no le importa, amigo huésped, prefiero la moneda a su papel —le dijo el propietario—. Se nos presentan grandes problemas últimamente para comprar algo con un billete. Vea, aquí tiene un ejemplo.
Para Sparling, la imitación de la moneda terrestre le pareció burda, pero la realidad es que nunca había sido común fuera de Primavera. Además, los ishtarianos eran con frecuencia insensibles a cosas evidentes para un terrestre… y viceversa, naturalmente.
—Toda esa horda extranjera —gruñó el propietario—. Fraudes, hurtos, robos; y si los coges, ¿qué consigues? Desperdicio de tiempo llevándolos al tribunal. No poseen nada con lo que puedan restituir lo que se han llevado. Su trabajo sería inútil. La excomunicación no les afecta, cuando ninguna persona decente quiere su compañía. La paliza no les da ninguna lección, y los jurados no condenan a muerte a la gente que no ha sido cogida en delito tres veces por lo menos. Esos desgraciados sin hogar lo único que necesitan es desaparecer.
Había citado las sanciones previstas. El encarcelamiento, excepto la detención temporal, le parecía a este pueblo algo sin sentido, cuando los humanos lo describían. Y Sparling pensaba que ningún ishtariano podía asimilar la idea de rehabilitación, ya que se asombraban ante lo que les parecía una castración psíquica. Quizá los ishtarianos tenían razón.
Buscó en su bolsillo y sacó monedas nativas, oro, plata y bronce, suficientes para una estancia corta. El propietario no se molestó en examinarlas. Se veía bien a las claras que eran artículos genuinos vendidos por artesanos reputados. Ninguna entidad con derecho a la emisión de moneda hacía más que la suya propia, pero la demanda de nuevas clases de moneda era siempre suficiente para absorber algunas. O mejor, había existido esta demanda, mientras existía expansión en la economía de la Asociación.
—Iré a la ciudad y daré una vuelta —dijo el hombre.
La razón era su trabajo, que incluía buscar líderes nativos para la conferencia. Generalmente, ninguno permanecía en Sehala, excepto cuando se reunía la asamblea. No era una ciudad capital. En muchos sentidos humanos, ni siquiera una ciudad. Era sencillamente la mayor y más próspera de las áreas en donde ciertas actividades e industrias estaban concentradas, siendo el lugar de encuentro más conveniente. Sparling mantenía que la frase de Beronnen del Sur para aquellos territorios en donde la civilización estaba bien representada había sido mal traducida, y tenía que ser «la Asociación en Sehala».
Ambos soles brillaban, pero un cielo encapotado les restaba poder, y un viento fuerte con un presagio de lluvia soplaba desde el río. No pensó que debía caminar varios kilómetros por las calles inexistentes. Quería ver las cosas por sí mismo. Los humanos que llegaban allí eran propicios, con harta frecuencia, a interesarse por asuntos que no eran de su incumbencia, olvidándose de sus propios intereses. Era comprensible. Aquellos asuntos requerían considerable atención: por ejemplo, trabajar con los estudiantes para entender una vieja crónica. O la charla con los viajantes para ver lo que podían contar de países alejados. Sin embargo…
La posada estaba cerca de los embarcaderos. Era típicamente un edificio donde una gran cantidad de gente podía alojarse. Era cuadrado y grande; se levantaba alrededor de un espacio central ocupado por un jardín y un estanque. Los primeros cuatro pisos eran de piedra cimentada con mortero; los ocho restantes, adobe con madera perdurable de fénix. Esa variación estaba incrementada en los edificios anejos de cocina y almacén, y por las rampas que ascendían desde los jardines y por las balconadas que surgían de cada habitación. Una superficie lo suficientemente variada para ser agradable a pesar de su trazado severo.
Buena arquitectura, pensó Sparling. Los pesados muros daban aislamiento además de fuerza. El jardín estaba siempre fresco y se usaba para mantener confortables las habitaciones incluso en un día caluroso. Los balcones y el techo plano daban a los residentes la suficiente luz solar que sus plantas simbióticas necesitaban, sin exponerlas a peligros. El edificio tenía más de mil años de antigüedad; había soportado el último desastre, y podría soportar el nuevo.
Su entrada principal daba a un camino que bajaba al río. Muelles y almacenes, trabajadores, embarcaciones que no habían descargado en Liwas, pero continuaban allí. Ruido, gritos, golpes, chirridos de ruedas y de cables de amarre, llegaban a Sparling. La escena era familiar y agradable en Havana. Pero aquí estaba el centro de la civilización, la mejor esperanza de una raza que aspiraba a significar algo más para la galaxia de lo que había logrado hasta entonces. Si la maldición roja desapareciera…
Empezó a andar hacia el sur. Primero por un camino entre los campos. A diferencia de lo que ocurría en la Tierra, las ciudades en Beronnen se alimentaban de sus propios campos de cultivo y cambiaban sus productos por carne y otros artículos procedentes de los ranchos. Estos últimos tenían primacía social y económica. Y algunos de ellos eran los propietarios efectivos de Sehala.
Sparling recordó una teoría que había oído una vez de labios de Goddard Hanshaw. En tiempos anteriores, el alcalde había sido xenólogo.