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—Pensé que deberías saberlo, siendo tan amiga de Larreka como eres.

Ella se agarró al borde de la mesa y se inclinó.

—Está bien. Pero, estoy llamando desde Sehala. Hemos estado argumentando, suplicando, intentando sobornar durante estos ocho días. Y nada. La asamblea ha votado por el abandono de Valennen. No pudimos convencerlos de que el peligro allí es tan terrible como dice Larreka —continuó—. Yo no puedo hacer mías sus palabras. Yo no puedo alegar experiencias. Y el comandante de la Tamburu manifestó que la Asociación podía absorber la pérdida y sobrevivir. Y el jefe de Kalain estuvo de acuerdo. Larreka no cree que ninguna legión vaya a ayudar a su Zera. La causa parece totalmente perdida.

—¡Idiotas! ¿No podrían los legionarios investigar por sí mismos?

—No es tan fácil, especialmente cuando son tan reclamados en otras partes. Supongo que podría intentar llevar a algunos personajes clave en vuelo para permitirles echar un vistazo general. Si puedo conseguir el vehículo. Lo que te concierne es Larreka. Se lo ha tomado bastante mal. Podrías… animarle, consolarle, cualquier cosa. Piensa que para él no existe en el mundo nada tan importante como tú.

Sus ojos se posaron en ella como indicándole que no era Larreka el único que sentía así.

Las lágrimas afloraron. Tuvo que esperar un momento antes de que Jill pudiera preguntar:

—¿Qué es lo que piensa hacer?

—Dirigirse allí. Ya ha partido. Puedes alcanzarle en el Rancho Yakulen, creo. Se detendrá para recoger su equipo y decir adiós.

—P-puedo ir a su encuentro.

—Si nuestro querido gobernador naval te proporciona un avión del tamaño adecuado. Pregúntale. Eso te ayudaría. Larreka no sólo va a hacerse cargo del mando, ya que dice que el nuevo vicecomandante es súper precavido, sino que va a persuadir a sus tropas para que se queden allí.

Jill asintió. Una legión elegía a su jefe por mayoría mínima de tres cuartos de los votos de sus oficiales y podían deponerlo de la misma manera.

—Ian. ¿Es necesario? ¿Tiene que permanecer allí? ¿No estará sacrificando a sus hombres para nada?

—El dice que es un riesgo que debe correr. Mantendrá la posibilidad de evacuar a los supervivientes, si las cosas se ponen peor. Pero espera hacer algo más que hostigar a los bárbaros. Espera poderlos llevar a combates en los que muestren su auténtica fuerza, sus intenciones reales, antes de que sea demasiado tarde. Esto le permitirá conseguir refuerzos. A mí me parece difícil, pero… Bien, ahora ya lo sabes, y tengo que informar a God.

—¿Me has llamado a mí primero? Gracias, gracias.

El sonrió.

—Te lo merecías. Volveré a casa dentro de dos o tres días, después de atar unos cuantos cabos sueltos aquí. Ven a vernos. Mientras, daryesh tauli, Jill.

Aquella frase podía significar tanto un saludó como una despedida amorosa.

—Buenas noches. —La pantalla se oscureció.

Ella permaneció sentada en la oscuridad. Querido Ian. ¿Sospechaba cómo le admiraba, él que había recorrido medio planeta preparándose para presentarle batalla a Gigante Rojo? Algunas veces ella se preguntaba cómo podían haber sido las cosas si hubiera nacido veinte años antes, en la Tierra.

¡Maldición! ¿Por qué estoy esquilando si no tengo ovejas? Tengo un trabajo que hacer. Excepto que no sé cómo.

Volvió a salir. Dejerine estaba de pie, mirando a las estrellas.

—¿Malas noticias, Jill?

Ella asintió. Sus puños estaban crispados. El se aproximó y los tomó entre sus manos. Su mirada captó la de ella.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—¡Naturalmente que puedes! —La esperanza renació. Procuró controlarse y le explicó en pocas palabras la situación.

El expresivo rostro de él adoptó una expresión dura. Soltando las manos de Jill, retrocedió un poco.

—Una lástima, supongo —dijo en tono apesadumbrado—. Naturalmente, lamento tu disgusto. Pero no estoy cualificado para juzgar la decisión militar. Y las órdenes que he recibido son muy claras. Me prohíben intervenir en asuntos nativos, aparte de nuestra propia defensa en caso de que fuera necesario.

—Puedes apelar. Explicar…

No la había interrumpido, hasta aquel momento.

—Sería inútil. Por tanto perdería el tiempo, y haría que lo perdieran mis superiores.

—Bien… de acuerdo. Hablemos de lo otro. Larreka necesita transporte rápido. He oído que tienes voladores especiales, dados por la Federación, lo suficientemente grandes como para llevar a un ishtariano.

—Sí —dijo él, medio desafiante—. Vosotros tenéis pocos. Nosotros no podríamos traer muchos más. Construir las instalaciones en el más breve tiempo posible requerirá todo vehículo de transporte de que se pueda disponer.

—Puedes prestarme uno durante un par de días, ¿no? El trabajo a gran escala todavía no ha empezado.

—Temía que me pidieras eso. No. Créeme, desearía hacerlo. Pero aunque sólo fuera por el riesgo de tormentas… Las galernas equinociales en un periastro son terribles. Nadie ha estado aquí últimamente para estudiar la meteorología. Es impredecible.

Jill pateó el suelo.

—Estúpido. ¡No necesito protección contra mí misma! —Tragó saliva—. Lo siento. Es mi turno de sentirlo. Alguien más puede pilotar si insistes.

Sus ojos volvieron a encontrar los suyos, y sus labios hicieron una pequeña mueca sardónica. ¿Eh? ¿Cree que pienso que su preocupación se debe a mi posible pérdida?

El suavizó su expresión, mostrándose incluso gentil.

—No puedo autorizarlo para nadie. El volador correría un riesgo en la realización de un proyecto irrelevante para mi misión. Peor, podría considerarse como una especie de intervención, aunque no importante. Y con este precedente, ¿dónde he de trazar la línea contra demandas posteriores? No, no hay manera de que pueda justificarme ante mis superiores.

La ira y la pena se abrieron paso. Jill gritó:

—¡Así que tienes miedo de una reprimenda! ¡Un borrón en tu expediente! ¡Un retraso en tu siguiente ascenso! ¡Fuera!

Asombrado, balbució:

—Mais… Por favor… yo no… no quería decir…

—¡Fuera, gonococo! O tendré que echarte igual que a esto.

Cogió la botella y la tiró fuera. No se rompió, pero su contenido empezó a derramarse.

El rostro de Yuri se endureció. Sus labios se comprimieron, sus aletas nasales se dilataron. Hizo una leve inclinación.

—Mis disculpas, señorita Conway. Gracias por su hospitalidad. Buenas noches.

Salió con paso mecánico y se perdió en la oscuridad.

¿Me he vuelto loca? ¿Debería haber…? ¡Pero no podía! ¡No podía! Se sentó junto al coñac derramado y lloró.

XI

Cuando Larreka y su escolta se acercaban al Rancho Yakulen, una fuerte tormenta se levantaba por el oeste. El viento frío atravesaba el calor que se había producido antes, como una espada a través de la carne. Unas lías tostadas por el sol ondeaban y se extendían tiñendo kilómetros de amarillo tostado. Más lejos, un pastor y sus wo conducían un rebaño de owas, y parecían perdidos en aquella inmensidad. Los árboles murmuraban y se movían. Entre la tierra y el cielo volaban centenares de alas flotantes; sus chillidos sonaban débilmente contra el estrépito a su alrededor. Cuando las lanzas de luz, de color bronce o rojo ondeaban, cambiaban el color del mundo. Hacia el oeste había un acantilado color púrpura de donde saltaba un torrente. El ruido de la corriente se imponía sobre los demás.

El soldado de la Isla de Foss dijo:

—Si estuviera en mi casa y viera venir eso, ataría mi bote en la playa tan fuerte como él y el cable me permitieran.

Larreka apenas pudo oírlo.

—Bueno, no es una maravilla, pero me alegraré de tener un techo sobre mi cabeza cuando lleguemos allí —acordó el comandante—. ¡Aumentad la marcha!