Condujo a su cansado cuerpo en trote rápido.
Los edificios familiares se agrupaban en la oscuridad del norte. Vio que las velas no estaban en las aspas del molino y que la bandera descendía de un asta cuya punta de bronce refulgía. Las cartas que les habían dirigido desde allí a él y a Meroa, cuando estaban en Valennen, decían que nadie tenía seguridad alguna sobre si la galerna se convertiría en huracán o no.
Las primeras gotas de lluvia cayeron cuando atravesaban el portalón. Los edificios del rancho se distribuían por el perímetro rectangular de éste. Establos, almacenes, corrales, graneros, tiendas, horno, destilería, cocina, enfermería, escuela, observatorio, biblioteca… No todo lo que necesitaba una comunidad civilizada, pero lo suficiente cuando de comerciar con los otros ranchos y ciudades se trataba. La gente se afanaba cerrando las puertas y ventanas. Justamente antes de que un servidor cerrara la puerta, Larreka vio un pequeño volador aparcado en un cobertizo. Ng-ng, tenemos un visitante humano. Me pregunto quién será.
El polvo blanqueaba el viento, repicaba en las paredes, mordía la piel. Protegió sus ojos con un brazo y se dirigió hacia la entrada.
El edificio se alzaba en medio del patio, enorme, de ladrillos y fénix, con muchas ventanas y balcones, con gárgolas deslucidas por el tiempo pero mosaicos brillantes después de seiscientos cuarenta años. Esta era el ala este, la más antigua. Como la familia Yakulen crecía en riqueza, número e invitados, añadían nuevas unidades, cada una con su propio patio. Los diferentes estilos se alineaban juntos. El último incorporaba heraklita y vidrio blindado de Primavera. Alguien debía haber estado observándolos desde la ventana, ya que cuando Larreka y sus tropas habían rebasado la veranda, la Puerta de los Fundadores se abrió para ellos. Más allá de esta enorme estructura esperaban unos sirvientes que tomaron su equipaje y los secaron. Larreka se colgó su espada de Haelen. Este era su distintivo; los soldados decían que Una-Oreja dormía con ella. No necesitaba el resto de las armas entre su gente.
A la cabeza de sus seis legionarios, atravesó su corredor que llevaba a la habitación principal. Estaba enladrillada y alfombrada en neolon azul oscuro de Primavera. Sus muros estaban recubiertos de madera de varios colores y vetas. Las llamas danzaban y cantaban en cuatro hogares. Las lámparas brillaban a lo largo de los muros. Entre ellas podían verse pinturas, trofeos y escudos ancestrales. En lo alto, colgaban banderas que habían ondeado en las batallas o expediciones de salvamento. En un extremo de la habitación, medio oculto entre las inquietas sombras, había un altar de Ella y El (pocos de la casa les prestaban atención; la mayor parte de la familia era triadista, mientras ayudaban a un amplio conjunto de diferentes cultos. Pero, aunque sólo fuera por respeto a la tradición, tenían que mantenerse allí las imágenes). La habitación era muy espaciosa, una gran mesa, con colchones a su alrededor, algunas sillas para ocasionales visitantes humanos. El aire despedía olores de leña y cuerpos. Las ventanas de ambos lados estaban cerradas a causa de la tormenta, y se oponían a ella, amortiguando sus ruidos.
Cerca de dieciséis personas estaban allí, charlando, leyendo, pensando. La cámara las empequeñecía. La mayoría de los cientos que habitaban allí, estaban trabajando, o en sus apartamentos privados. Su esposa salió a su encuentro.
Meroa era una hembra grande, que empequeñecía por contraste a su pequeño marido. Tenía las facciones de los Yakulen, grandes ojos grises y una barbilla puntiaguda. La edad se hacía notoria en su seca y oscurecida complexión, con el enflaquecimiento de la joroba y las ancas que un día habían sido redondeadas. Pero el abrazo que le dio no era el gesto digno de sus parientes, era el abrazo de la mujer de un soldado.
Durante dos siglos y medio, vagaba por su mente la idea de que había sido un milagro que ella lo aceptase como marido. El había sido impetuoso con ella, y se habían divertido juntos. Sin embargo, ella anteriormente había rechazado dos proposiciones suyas sin ofenderse, ya que opinaba que los soldados tenían casi la obligación de intentar conquistar a todas las hembras atractivas que ofrecieran oportunidad. Larreka nunca se atrevió a imaginar que aquella hembra llegara a sentir por él un interés personal. Creía que su interés se limitaba a la narración que le hacía de sus aventuras vividas durante los cincuenta años previos a su alistamiento.
Cuando ella accedió a su proposición de desposarla, Larreka se sorprendió.
—No soy un cazador de dotes, créeme, no lo soy. Desearía casi que fueras pobre.
Ella había agrandado aquellos bellos ojos.
—¿Qué quieres decir? No soy rica.
—Tus… Los Yakulen tienen uno de los mayores ranchos del país…
—¡Chu-ha! Ya veo —rió—. Tonto, has olvidado que no estás en Haelen. Un rancho no es una cosa que posea alguien. Pertenece a la familia… La tierra, las aguas. Pero sus miembros trabajan para sí mismos.
—Yai. Lo había olvidado. Me haces olvidar todas las cosas, todo excepto a ti. Aún me quedan que pasar otros tres años en la Legión, y el próximo estaremos acantonados en ultramar. Bueno, regresaré y… y por el Tonante, ¡labraré una fortuna para nosotros!
Ella se separó un poco.
—¿Qué es esa tontería? ¿Supones que quiero tenerte siempre aquí? No, te reengancharás, y yo estaré allí para verlo.
Ahora ella estaba deslizando una sugerencia en su oído, añadiendo:
—Tendremos que esperar un rato ¡demonios! Tengo un renacuajo más grande de lo que te figuras.
—¿Qué?
Decidió que se explicaría cuando lo considerara oportuno. Intercambió saludos con los otros. Se tendió en un colchón al lado de Meroa, con su pipa encendida, y una fuente de fruta a mano. Dos viejos estaban estirados cerca. El resto de gente se congregaba alrededor de sus soldados, ya que tendrían cosas que relatar sobre Sehala más alegres que las de Larreka. Naturalmente, había usado su transmisor, vía radio-relés, para mantener a su esposa informada. Ella había transmitido las noticias.
(Había ya dejado bien claro que cuando volviera a Valennen, ella se quedaría allí. No sería la primera vez. Ella había protestado:
—Los niños ya han crecido. Y si los bárbaros te atacan, quiero hacerles saber que tendrán que luchar también conmigo.
—No puedes estar en dos lugares a la vez. Vienen años de locura para Beronnen del Sur, y nadie en el rancho tiene los conocimientos militares que tú has adquirido. Por la familia y nuestro futuro, mejor será tener la retaguardia bien organizada. Estás atrapada, soldado.)
—¿Quién es nuestro huésped humano?
—Jill Conway —dijo Meroa—. Es incansable. Salió con Rafik. Sin duda volverán pronto.
—Grim.
Larreka se dijo a sí mismo que no debía estar preocupado. Su hijo menor tenía capacidad para resistir una tormenta. Pero Jill…
Bueno, murieron, murieron, los pobres todopoderosos hombres del espacio. Si empiezas a preocuparte por ellos, tienes que ligarte a una línea familiar, más que a individuos. Y así había sido entre él y los Conway. Siempre había sentido algo especial por Jill, quizás porque solía atravesar el jardín corriendo, riendo, cuando la llamaba. ¡Caos! ¿Por qué no se había casado todavía? Ya debería haberle dado una nueva sobrina al tío.
Meroa rió y palmeó su mano.
—Deja de preocuparte. Tu animalito es un adulto. Sabe qué hacer en peores situaciones que ésta. Y le deberemos a ella que, en lugar de pasar la noche aquí, te quedes unos días.
Larreka aspiró un poco de humo y esperó.
—Oyó lo de la votación contra ti y me llamó, puesto que ya habías salido de Sehala. Está consumiendo y derrochando eficacia en nuestro favor. No sé muy bien por qué. Yo no conozco demasiado a los humanos. Ella quería ayudar. Al parecer el nuevo jefe, o lo que sea que haya en Primavera, no quería dejarla volar al norte. Alguna vez me tendrás que explicar por qué en nombre de la destrucción escuchan tan atentamente a una criatura. De cualquier modo, yo tenía una idea. Ya conoces esos productos alimenticios deshidratados que traen los humanos y que contienen elementos necesarios para su nutrición que no puede producir nuestro suelo. Le pregunté si ella podía hacer algo similar para ti. Carne, quiero decir. Puedes forrajear a lo largo del camino, pero necesitas carne para poderte mover rápidamente. Si en lugar de cazar, sólo disolvieras polvo en un plato de agua… ¿Ves?