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Larreka se sentó sobre su costado y miró a Jill, que estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol.

—No los desprecies por eso, hijo. Dar tu cuerpo es tu último servicio en una tierra hambrienta; y ellos piensan que es un beneficio para el muerto, ya que libera su alma más rápidamente de lo que lo hará la corrupción normal. Mi suposición es que eso nació en los Dalag, como otros conceptos religiosos. Y hay un montón de ellos, no lo olvides. ¿Quiénes somos nosotros para decir que un sistema, incluyendo el de los humanos, es mejor o peor que los demás?

—Bien, señor. He visto pocas de sus prácticas por mí mismo, y me han explicado demasiadas —dijo el soldado—. La mayoría tienen sentido, ¿pero quién podría tomar algunas otras en serio? Como, ng-ng, en Pequeña Iren, que se torturan a sí mismos después de una muerte. Yo he visto a una vieja meter su mano en agua hirviendo.

—Ciertos humanos solían practicar la auto mutilación como señal de duelo, —dijo Jill—. Aunque no de forma tan terrible, ya que nuestros cuerpos no pueden repararse a sí mismos tan rápida y completamente como los vuestros. El dolor en la carne, en vuestro caso, y el esfuerzo por controlarlo, enmascara el dolor del espíritu. No es que yo lo haya probado, entendedme.

Larreka tomó su pipa y el tabaco y empezó a cargar la cazoleta.

—Es bueno lo que te favorece, pero no hay dos seres iguales. Una buena cosa de la Asociación, quizás la mejor, es que te dan la oportunidad de mirar a tu alrededor y encontrar el modo de vida que prefieres… O de iniciar un nuevo sistema de vida, si puedes reunir unos cuantos discípulos.

Sin ser un discurso, su tono era elocuente. Jill pensó: Te comprendo, tío. Quieres fortalecer la fe de estos machos. Son jóvenes, no tienen la perspectiva de civilización que tienes tú; durante toda su vida sólo han aprendido que el tiempo, que ahora se cierne sobre nosotros, se estaba aproximando. Por esta razón, un legionario en sus primeros o segundos ocho años de alistamiento puede preguntarse si vale la pena resistir y morir. Especialmente cuando nadie los apoyará en el solitario lugar al que estamos destinados. No dejarás pasar ninguna oportunidad que se te presente, para repetir lo que estás diciendo.

Notó que estaba en lo cierto cuando él prosiguió lentamente:

—Miradme a mí. Sin la Asociación, yo hubiera llegado a ser un bandido o, en el mejor de los casos, hubiese arrastrado una triste existencia. En lugar de eso, la vida que me ha proporcionado ha sido digna, me quitaron un poco de aquí y poco de allá, pero no más de lo que era razonable por lo que yo había obtenido de ello.

Las orejas se aguzaron. Las de Jill lo hubieran hecho, si hubieran podido. Larreka siempre había contado historias de su carrera, pero muy pocas de sus inicios.

—¿Qué os gustaría oír? Estoy nostálgico esta noche… ¡Tu viejo truco! Pensó Jill. O, si realmente te sientes evocador, has escogido exactamente la situación pasada que ahora conviene evocar.

—…y los hechos están demasiado lejanos en el tiempo y la distancia para ser considerados íntimos. —Murmuraron su asentimiento—. Okey —dijo Larreka. Una palabra inglesa que había pasado al dialecto sehalano. Hizo una pausa para arreglar su pipa. El fuego lanzaba chispas. Un porteador lo alimentó y se produjeron llamas rojas y amarillas. Las estrellas tocaron con su luz el humo que se levantaba ante ellos. En la oscuridad un animal aulló, el único sonido del bosque—. Ya sabéis que soy haeleno. Pasé mis primeros cincuenta años allí. La canción que Jill nos ha cantado ha avivado mis recuerdos, ya que Haelen se parece mucho a Escocia, lugar de la Tierra del que ella habló. Sólo que más al sur. Yo me la imagino completamente polar. Incluso en verano, cuando el sol, el sol auténtico, brilla siempre en la mayor parte del país; incluso entonces, su cielo está lleno de nubes y persisten las lluvias y las tormentas. Páramos y montañas desnudas, mares grises traidores batiendo costas rocosas… bueno, ya habéis oído. La mayoría de sus habitantes se hacen soldados o marinos mercantes, o lo que sea, con tal de salir de allí.

»Pero yo no necesitaba eso. El Clan Kerazzi, al que pertenecía, era próspero. Vosotros sabéis que los haelenos están organizados en clanes. El mío tenía una concesión de primera clase para la pesca y la caza marinas y, en el interior, un amplio conjunto de campos en los que estábamos autorizados a cazar lo que pudiera encontrarse, sin rebasar la media de Beronnen. Mi familia estaba bien situada. Mi padre poseía la chalupa que capitaneaba y tenía participación en tres más. Vivíamos en una casa en la costa, en un punto en el que las corrientes llevaban madera a la deriva. No necesitando comprar carbón, podíamos cambiar nuestras capturas por otras cosas. Yai-ai, una vida bastante buena.

»Los haelenos se casan jóvenes, alrededor de los veinticuatro años, en la adolescencia. Tienen que hacerlo, ya que pierden muchos niños a causa del clima, y necesitan todos los que se puedan traer al mundo. Además, como los matrimonios se realizan entre miembros de clanes diferentes, todo el mundo está deseoso de conseguir uniones. Quizás sea esta la razón de que la ley prohíbe tener más de una esposa al mismo tiempo y de que las relaciones fuera del matrimonio estén teóricamente prohibidas. Los padres se ponen de acuerdo, pero lo consultan con los jóvenes; cuando tu vida puede depender de tu compañero, lo mejor es tener uno que te guste.»

Larreka fumó en silencio unos momentos. Cuando continuó hablando, su mirada estaba fija en la hoguera.

«Saren y yo éramos felices. Podríamos haber construido una casa cerca de la de mis padres, y podríamos haber trabajado con él, pero queríamos independencia. Así que los Kerazzis nos dieron un asentamiento en la bahía del Viento del Norte, avara como un usurero y estéril como su esposa, pero con, ng-ng-ng», posibilidades. La pesca no era mala; y las tormentas conducían hasta allí con frecuencia grandes piezas de caza. Tras de las colinas, se iniciaba una mina de estaño. Los mineros subsistían consumiendo los productos de la tierra, pero yo pensé que conseguirían el suficiente mineral como para necesitar transporte marítimo y que alguno de los barcos que llegaran a la bahía precisaría de un piloto que la conociera. Esto llegó a ser cierto, y nosotros abrimos una pequeña taberna. La forma de cocinar de Saren les gustaba a aquellos marineros, y yo era un tabernero popular. Ya no pensaba en pilotar. Mientras tanto ella había tenido cuatro hijos que vivían, tres machos y una hembra.

»No tenía ninguna razón para no hacer el sacrificio a los dioses. Habiendo vivido con un montón de extraños, sabía que nuestros dioses no regían el universo. De hecho, dudaba de que fueran algo más que un cuento. Sin embargo, nosotros habíamos sufrido menos que la mayoría de gente. Además eso daba respetabilidad. ¿Por qué no practicar los ritos?

»Hasta pasados veintitrés años, permanecimos en Daystead…»

—¿Daystead, señor? —preguntó un soldado del Mar Fiero.

—Un lugar de repliegue. ¿O quizá no has oído hablar de esos sitios? Bueno, piensa. La mayor parte de Haelen carece de sol en invierno. Tus plantas podrían morir en tan largo tiempo de oscuridad. Unas cuantas penínsulas atraviesan la parte norte del Círculo y captan durante un corto tiempo la luz del día. Todos tienen que poblarlas en dicha estación. La ley y la costumbre inciden en eso. Los clanes acometen la construcción y el mantenimiento de sus viviendas, el almacenaje de alimentos… Se intentan cubrir todas las necesidades, incluyendo la previsión de medidas para evitar que la gente se odie a consecuencia de llevar tanto tiempo juntos en tan poco espacio.

»Nosotros, mi familia, residíamos en Daystead. Siempre habíamos ido y vuelto en bote, para no tener que atravesar la montaña, que tiene un clima infernal. Ese año… el infierno estaba en el mar. Fuimos desmantelados, inundados y arrastrados por las olas. Nadie más que yo pudo alcanzar la costa vivo. Guardo un poco de las hojas de mi hija, pero están ya muy resecas… Levanté un túmulo para que mi gente del Daystead lo supiera.»