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Arnanak sabía realmente la verdad y había planeado bien.

Si no, moriría, y la mayoría de su pueblo con él. Pero el Tiempo de Fuego los hubiese matado de todas formas, y de peor manera que la batalla. Arnanak dejó la espada y se dirigió al pie de las escarpadas y pedregosas colinas.

El viaje fue más fácil en las llanuras. Por órdenes de sus jefes, los guerreros se mantuvieron alejados de una carretera comercial que trascurría a lo largo del río, salvo dos veces en que tuvieron que entrar en ella para saciar su sed y lavar su piel. Podían haberse encontrado con una patrulla, y alguna podía escapar para dar la alarma. Por eso corrían campo a través.

Los campos estaban libres de arbustos, aunque no de vallas. Los habitantes de los pueblos habían sido agricultores durante dos o tres ciclos de sesenta y cuatro años. El grano de lanza, la raíz del pan y los animales domesticados crecían bien. Pero llegó el Tiempo de Fuego, y las granjas en donde los alimentos podían ser conseguidos se vieron asaltadas por más incursores de los que la Legión podía manejar, hasta que el clima destruyó las cosechas y el ganado. Los agricultores fueron abandonando sus casas en tanto tuvieran una oportunidad de cambiar de estilo de vida. El grupo de Arnanak no encontró ninguno en las pocas estancias por las que pasaron. Sin embargo, el pasto no estaba completamente arruinado; los combatientes forrajearon previsoramente en cuanto tuvieron oportunidad.

El este se había iluminado cuando volvieron hacia el río. Enfrente suyo, negra, delineada por las estrellas occidentales y el reflejo de la luna en el agua, se alzaban los muros y torres de vigía de Tarhanna. Los jefes dieron órdenes en voz baja para detener a la horda y hacer que se armase rápidamente, antes de que el Sol Demonio les traicionase, mostrándolos a los lejanos centinelas.

Por entonces, el aire y el suelo estaban relativamente fríos. El Invasor no traería por sí mismo gran calor. Aunque algo mayor que el Sol Verdadero cuando pasaba cerca del mundo, daba menos brillo y calor. Según le había dicho un filósofo de Sehala a Arnanak, una quinta parte como mucho. En cambio, la peor parte del Tiempo de Fuego llegaría después de que el Intruso estuviera de nuevo en sus límites exteriores.

Pero, al mediodía Verdadero de hoy, la llanura estaría ardiente. (¡Y esto en primavera, en uno de los primeros años de la maldad!) Arnanak esperaba estar dentro de la ciudad para entonces. De si podría estar ya fuera de su armadura o no, dependía de la guarnición. Creía que los legionarios se rendirían bajo la promesa de que se les permitiría marchar sin armas. A los soldados civilizados les parecía bravuconería al morir por una causa perdida. Pero su capitán podría decidir que la muerte era aceptable a cambio de matar tantos bárbaros como se pudiera.

Bien, entonces los tambores de hueso redoblarían; y todo el pueblo de extremo a extremo de Valennen del Sur se uniría al Caudillo de Ulu vengativamente.

Se aseguró el casco y la coraza al cuerpo con ayuda de su portaestandarte y tomó el escudo. El alba maldita extendió sus rayos carmesí por la tierra. Arnanak levantó su espada para hacerla brillar a esa luz.

—¡Vamos! —rugió—. ¡Atacad y venced!

Emprendió la carrera. Tras él el suelo retumbó bajo el peso y la precipitación de sus guerreros.

II

La puerta repicó.

—Entre —dijo Yuri Dejerine.

Levantándose, redujo el reproductor de sonidos al silencio. Había retirado algo clásico del banco de datos; un concierto de Mozart, quizás. Podría haber reducido el volumen hasta conseguir una suave música de fondo. Pero no lo hizo.

La puerta admitió a un hombre joven, cuyo uniforme llevaba la insignia del escuadrón de persecución del cuerpo aéreo. Todo en él parecía acabado de estrenar, y su saludo fue un poco brusco. Yuri pensó que se desenvolvía bien en la gravedad lunar, y también que no habría sido designado para su servicio si no fuera más rápido y más adaptable a la gravedad que la mayoría. Su constitución era alta y fuerte, y su cara tenía unos rasgos levemente, caucásicos. Se preguntó hasta qué punto se le notaba que había nacido y se había criado más allá del Sistema Solar. Sabiendo lo que era, un observador podía contrastarlo fácilmente en una mirada, una postura o un modo de andar.

Los acentos eran más indicativos. Dejerine ahorró a su visitante una lucha con el español y empezó a hablar en inglés:

—¿Alférez Conway? Descanse. De hecho, relájese. Es usted bienvenido.

—El capitán envió a mí.

Sí, Conway hablaba una especie de inglés antiguo, marcadamente diferente de la versión Paneuropea de Dejerine. Era el dialecto de un pueblo cuya lengua madre fue aquella durante largo tiempo, pero que tenía una suavidad y un ritmo que eran… ¿algo inhumanos?

—Yo pedí que me visitara, sólo lo pedí. —La puerta se había cerrado y Dejerine dejó atónito al otro al extenderle una mano. Después de un instante, el apretón se produjo.

—Usted puede hacerme un gran favor personal, y probablemente también a la Tierra. Quizá pueda devolvérselo, pero eso no es seguro. Lo que es cierto es que ambos hemos desembarcado recientemente, y que le estoy quitando un tiempo que podría emplear con las chicas o disfrutando de algunos deportes únicos. Lo menos que le debo es un trago. —Tomó a Conway por el brazo y le condujo a una hamaca situada frente a la suya, mientras seguía hablando—. Esta es la razón por la que sugerí que nos encontrásemos en mis habitaciones. Un dormitorio o un club son lugares demasiado indiscretos, y una oficina es demasiado impersonal. ¿Qué va a tomar?

Donald Conway se sentó bajo la presión de su brazo.

—Yo… lo que el capitán desee, gracias, señor —balbuceó.

Dejerine permaneció de pie frente a él y sonrió.

—Caída libre. Olvide el rango. Estamos completamente solos, y no soy mucho más viejo que usted. ¿Qué edad tiene?

—Diecinueve… quiero decir veintiuno, señor.

—Todavía está acostumbrado a los años ishtarianos, ¿no? Bien, el mes pasado cumplí los treinta terrestres. Ningún abismo separador, ¿no es verdad?

Conway intentó una sonrisa. Su nerviosismo había hecho más notorio su azoramiento, que aumentaba al mirar a su anfitrión. Dejerine era de estatura media, delgado, de manos y pies pequeños, de movimientos felinos: había sido campeón de judo en sus días de Academia. Sus facciones eran regulares, su tez olivácea, la nariz corta, los labios gruesos, los ojos tan oscuros como el liso cabello o el fino bigote. Vestía de paisano, con blusa y fajín, de una tela muy brillante. Su anillo de clase era estándard, pero el fino arete dorado de su lóbulo derecho indicaba algo de impetuosidad.

—Fui cadete a los dieciséis —continuó— y he permanecido en el Servicio. Usted llegó a la Tierra hace dos años, se alistó cuando empezó la guerra y está finalizando su entrenamiento de emergencia —se encogió de hombros—. ¿Y qué? Más tarde acabará sus estudios y se convertirá en un distinguido profesor de Bellas Artes y será rector de una gran universidad cuando yo esté aparcado a media paga. Bueno, ¿cuáles son sus preferencias? —se dirigió al minibar—. Yo me inclino por el coñac con un tímido chorro de soda.

—Lo mismo, entonces. Gracias, señor —dijo Conway—. No he tenido demasiada oportunidad de aprender, uh… la ciencia de beber.

—¿No tienen demasiado donde elegir en Ishtar?

—No, casi todo es cerveza casera y vino local —Conway se forzó a la locuacidad—. Su sabor es diferente de los de la Tierra, lo suficiente como para que muchos no se preocupen en toda su vida de darle importancia a lo poco que tenemos. Somos autosuficientes, nuestra agricultura produce pero, bien, tenemos una ecología completamente diferente que afecta al suelo, más el clima y la radiación y… de todas formas unas cuantas personas trabajan en ello, pero admiten que lo que producen no es algo de lo que se pueda presumir.