—Bom dia, querido —dijo la voz de mujer, que siguió hablando en portugués. Sparling apretó los puños y las mandíbulas, y se endureció. La voz finalizó en inglés— Jill, tus padres, tu hermana, tu familia, te envía sus recuerdos. Espero que aceptes los míos también. Gracias por lo que sois, por lo que hacéis. Rezo por vuestro regreso. Adiós.
—Es el final —dijo Adissa.
—De acuerdo. Desconectamos.
Estuvo sentado durante un momento mirando las desoladas montañas. Jill pasó un brazo alrededor de su cintura.
—Tienes una esposa mejor de la que podría ser yo.
—No. Quiero decir que tú eres limpia y valiente y… Mira, todavía, no podemos hacer nada al respecto, ¿verdad? — ¿Era esa la pregunta de un cobarde?— Aun contra mis sentimientos personales —continuó—, comparto las dudas de God. Una huelga general contra la Marina, el Control de Paz… ¡Demonios, esos hombres nos sirven a todos!
—No agonices, aunque…
Cuando ella pronunció estas palabras, él volvió la cabeza y vio el claro perfil destacándose contra las toscas rocas, y el aire cruel; sus cabellos estaban recogidos en trenzas.
—Me pregunto —dijo Jill de pronto—, por qué papá o mamá o Alice, incluso Bill, no hablaban en la cinta. ¿Les conozco demasiado bien? —Se encogió de hombros—. Me estoy convirtiendo en una fábrica de preocupaciones. Al infierno con ello. Vamos, regresemos al salón. Pero bésame primero.
XX
Desde la torre de vigilancia más oriental, Larreka observaba, más allá los muelles de Port Rua y los pocos buques legionarios, a la flota hostil que permanecía en la bahía. Contó cincuenta y ocho naves… cincuenta y ocho velas teñidas de rojo por la luz del Vagabundo, recientemente amanecido. El Sol, no mucho más alto, molestaba a los ojos con rayos que se dividían y brillaban en las olas amatista. No creía que su artillería pudiera lanzar una piedra o flecha de fuego contra aquella luz deslumbradora. Los bárbaros, en su posición, no tenían ese inconveniente, y el viento les favorecía también.
—Kaa-aa —dijo Seroda, su ayudante—. ¿Quién podía haber esperado que reunieran tantos?
—Su jefe es una bestia astuta. Los mantuvo ocupados, en grupos pequeños, hostigando las islas y las costas. De esa manera, nunca tuvimos una idea real de su número. Pero los citó en un lugar y hora determinados… supongo que en los estrechos Plowshare en el Día del Solsticio. Y siguieron sus órdenes. Eso no debe ser su armada completa, parte de sus buques estarán fuera, bloqueando, para el caso de que alguien intente enviarnos ayuda.
—Entonces, ¿por qué están esos ahí?
—Para cortarnos la retirada. Si embarcásemos en la bahía, no estando ésta vigilada, tendríamos oportunidad de evadirnos de ellos por mar y de llegar a casa para luchar desde allí.
La mirada de Larreka vagó sobre la ciudad, sus bajos edificios de adobe, amontonados entre sí y pintados de diversos y brillantes colores, hasta posarse en el río situado al oeste de su muralla fronteriza. El río era ahora menos profundo de lo que había sido en otros tiempos, así que las rocas destellaban como seres monstruosos sobre el negro parduzco de la tierra que incluía el resto del mundo. Sucios diablos estaban girando fuera de allí, danzantes que relataban algún violento sueño.
—Sí, es el inicio de la campaña. —Continuó al fin—. Sus soldados de a pie no tardarán en llegar. Su líder está cometiendo una locura, de todas formas. Ha olvidado el viejo principio militar: deja siempre a tu oponente una línea de retirada.
—Deben esperar que nos rindamos —añadió Seroda.
—¿Permitirnos una especie de retirada? Pero te darás cuenta de que eso no es real. Los barcos de ahí dicen algo diferente. Y en Valennen, especialmente en estos días, no pueden mantener a un montón de prisioneros ociosos. O nos masacrarán o nos pondrán a trabajar como esclavos, dispersados en el territorio, en minas y haciendas, encadenados a carros o ruedas de molino… Por mi parte, prefiero la masacre. —Larreka finalizó con un juramento, ya que se daba cuenta de que tenía que reunir a sus tropas mientras hubiera tiempo y explicárselo. Odiaba hacer discursos.
Después de dos períodos de sesenta y cuatro años en la Legión, Seroda no tenía necesidad de proclamar su valor o su lealtad. Podía decir:
—Podemos todavía intentar algo. Después de todo, les costará mucho tomar este puesto por la fuerza. Así que quizás prefieran que nos marchemos.
—En ese caso —dijo Larreka—, tendremos una razón más para quedarnos.
Los bárbaros que la Zera Victrix matase en sus últimas horas no podrían atacar a Meroa y a sus hijos.
Mientras la doble tarde avanzaba, la hueste tassu alcanzó Port Rua. Estaba compuesta por miles de machos, que acamparon en sus cercanías a un kilómetro de sus muros, formando un arco entre el río y la costa de la bahía. Sus grotescos estandartes, cráneos de animales o de antepasados dispuestos sobre una pica, colas de enemigos muertos y totems grabados, formaban un bosque en el que las puntas de lanza destellaban. Sus tambores batían, los cuernos resonaban, ellos gritaban y cantaban y galopaban entre una nube de polvo.
Los muros de la ciudad estaban protegidos por una empalizada de fénix, con cada tronco reforzado. Franqueados por las torres de las esquinas, los muros se alternaban con bastiones. Cada uno de los últimos tenía una catapulta que tiraba varios dardos a la vez, o un mangonel con munición incendiaria. Bajo la pendiente, había un foso seco con estacas afiladas en su fondo. Los soldados se alineaban en las murallas, con las cotas y los escudos pulidos, y las plumas y pendones ondeando como banderas colocadas sobre sus cabezas. Espaciados entre los arqueros estaban los pocos que tenían rifles.
A su vuelta, Larreka había obligado a embarcarse a la mayor parte de civiles, otros se habían marchado voluntariamente. Casi los únicos que habían quedado eran las esposas y los sirvientes de los legionarios, la mayoría nativos, prácticamente miembros ellos mismos de la Legión. Su trabajo y ayuda sería valioso. No estamos en tan mala forma, reflexionó. Todavía.
Un cuerno resonó tres veces, y dos surgieron de una llamativa tienda de campaña. El primero era un heraldo que bajó la bandera que llevaba en señal de tregua. El segundo… ¡Arnanak en persona!, pensó Larreka. ¿Debería ir a hablar con él? Su ética permite la traición. No, espera, es un hermano en la Tríada.
Y, por encima de las protestas de los oficiales, Larreka ordenó que se abriera la puerta norte y el puente levadizo fuera bajado. Avanzó hacia allí, solo. Dejó la armadura, y llevaba simplemente su espada de Haelen, una bolsa, y una capa roja. Lo último representaba una gran molestia, pero Seroda insistió en que su comandante no podía parecer demasiado mísero cuando se encontrase con su rival.
Arnanak habló a su ayudante, que bajó la bandera en señal de saludo. El mismo tiró la espada al suelo. Con Larreka intercambió el palmeo de hombros y las palabras de su misterio.
—Salud y saludos para ti, Señor —dijo—. Mucho me complacería que pudiéramos dejar las lanzas de muerte que llevamos.
—Buena idea —contestó Larreka—. Y fácilmente realizable. Sólo tenéis que iros a casa.