—¿Haríais vosotros lo mismo?
—Nosotros estamos en casa.
—No podemos dejaros completamente libres ya. Tuvisteis oportunidad antes. Ahora debo acabar con la Zera.
—De acuerdo, inténtalo, muchacho. ¿Pero qué hacemos aquí hablando, cuando podríamos estar a la sombra bebiendo cerveza?
—Tengo que haceros una oferta, puesto que sois valerosos. Rendíos. Cortaremos vuestras manos derechas y os mantendremos hasta que os recobréis, entonces podréis regresar con vuestros buques. Nunca volveréis a ser soldados, pero regresaréis.
—Ng-ng. Podría hacer una contraoferta, aunque pediría cortar una parte diferente de vuestras anatomías. Pero, ¿por qué molestarse?
—Me gustaría que vivierais —dijo Arnanak—. Además, no cortaríamos la mano a quien se nos uniera.
—¿Crees que esa proposición sería aceptada? —Nuestra existencia a cambio de nuestra cooperación.
—Si no aceptáis, moriréis todos, salvo aquellos infelices que capturemos y pongamos a trabajar. —Arnanak extendió los brazos. La luz destelló en sus brazaletes dorados—. No tenéis esperanza. Como mínimo, podemos haceros pasar hambre.
—Estamos bien abastecidos, incluyendo pozos que nos dan mejor agua que la que puedas sacar tú del estuario. Los campos de cultivo que no están quemados están limpios. ¿Quieres ver quién tiene hambre primero? Haremos una competición.
—De acuerdo. —Arnanak no parecía apenado por el fracaso de su «farol»—. Estáis en una buena posición defensiva. Sin embargo, es defensiva, estáis encajonados, y os superamos ocho veces en número. ¿Esperas ayuda de Beronnen? Que lo intenten. Nuestros capitanes de barco se pondrán muy contentos. ¿Cuentas con los humanos? ¿Por qué? No han sido capaces ni de rescatar a los dos de los suyos que tengo en mi poder.
—No los subestimes, amigo. He visto lo que pueden hacer.
—¿Supones que he trabajado, luchado durante todos estos años como lo he hecho, sin aprender nada de ellos y no tomarlos en consideración? Mis rehenes sólo confirman lo que ya sabía. Están aquí por la sabiduría, tratarán con aquel que mejor pueda saciarles su sed de conocimientos, y no lucharán sin que haya provocación, que me aseguraré que no consigan —hizo una pausa—. Tienes razón en una cosa. No plantearemos un asedio. Atacaremos. A menos que aceptes mis condiciones, Una Oreja ¿Puedes, por tu honor, rechazarlas en nombre de todo tu pueblo?
—Sí, lo hago.
Arnanak sonrió malvadamente.
—No esperaba otra cosa. Pero tenía que intentarlo, ¿no? Bien, entonces… Hermano Entre los Tres, te deseo un rápido viaje a la Oscuridad.
—Que Ellos te favorezcan —contestó Larreka, empleando las viejas palabras.
Los dos se abrazaron como decía la Fe, y luego separaron sus caminos.
Al atardecer, el viento cambió y se hizo más fuerte, hasta que el polvo formó una cortina espesa, y las estrellas se apagaron en el cielo cuando ninguna luna brillaba. Bajo esta cobertura los bárbaros se movieron para tomar posiciones. Llevaban las máquinas de guerra que habían capturado al destacamento que se dirigía a reconquistar Tarhanna. Al rayar el alba empezaron a disparar, con ellas y con los arcos y hondas. Cuando salió el Sol, rojo como el Vagabundo, mostró una verdadera batalla.
Las flechas silbaban cubriendo los cielos, las piedras, incesantemente disparadas, impedían que los legionarios tiradores pudieran cumplir su cometido. Protegidos de esta manera, los valennos trabajaban en las catapultas y trabuquetes para lazar proyectiles pesados contra los muros… cada pocos minutos se oía un estrépito, un estremecimiento de las vigas. Aullidos, gritos, llamadas de los cuernos y resonar de tambores, salían de las hordas que avanzaba al otro lado de la zanja. Ambos soles se alzaron, y el calor creció mientras las sombras se empequeñecían. La arena, conducida por el viento, cegaba los ojos y crujía entre los dientes.
Larreka supervisaba. Un porta estandarte le acompañaba manteniendo sobre su cabeza su bandera personal en una larga pica. Todo comandante adoptaba un emblema al otorgar su juramento. Entre otras cosas, mostraba dónde estaba, para aquellos que pudieran tener prisa en encontrarlo. Naturalmente también atraía el fuego enemigo; sin embargo, Larreka creía que debía usarla. Su dibujo había intrigado a muchos: la mano que empuñaba una espada corta, dirigiéndola hacia el cielo, estaba clara, pero no la divisa en inglés: «Arriba lo vuestro».
Había órdenes que dar… «Coge esos regalos de amor que te mandan y devuélveselos»… y frases que decir… «Buen trabajo, soldado», especialmente si el pobre tipo había sido herido, e investigaciones que hacer y cosas ocasionales que tenía que resolver él mismo.
Durante algún tiempo, los arqueros que podían ocultarse en las torres y barbacanas repelieron los intentos de tirar planchas sobre el foso. Los desnudos bárbaros retrocedían, seguidos por los proyectiles, o caían por la pendiente para quedar empalados mientras la vida púrpura se les escapaba. Pero consiguieron llevar un trabuquete lo suficientemente cerca como para martillear a dos barbacanas, hasta que quedaron en ruinas. Nadie cubría el sector, salvo el bastión entre ellas; y una lluvia de flechas había acabado con los que lo atendían.
Larreka observó a través de una aspillera. El segundo punto fuerte estuvo fuera de combate poco después de la media tarde. Con regocijo salvaje, la horda surgió abriendo paso a un grupo que llevaba largos y pesados tablones para formar un puente sobre la brecha. —Okey —dijo Larreka.
Tenía sus recursos, un grupo de refresco para manejar la catapulta, cada miembro acompañado por dos portadores de escudos, que lo protegían a la vez que se protegían ellos mismos. Los machos fueron trotando a montar el arma. Nadie pareció notar su presencia hasta que Larreka lanzó un par de rocas para probar la distancia. Por su deficiente entrenamiento, los bárbaros no podían formar una barrera adecuada a la velocidad requerida. Mientras tanto, las pasarelas habían sido colocadas y una vanguardia de bien armados guerreros empezó a cruzarlas. El tercer y cuarto disparos de Larreka fueron incendiarios. Los recipientes de aceite ardiendo golpearon, explotaron y se extendieron. Las bajas se produjeron en gran número y las paredes se incendiaron.
—Tendríamos que ir dentro, señor —le avisó un legionario. Las flechas caían en bandadas.
—No todavía. Creo que podemos inutilizar también aquella catapulta.
Es divertido. Como tos viejos tiempos. Pensaba Larreka.
Necesitó tres disparos, y un par de sus hombres fueron heridos mortalmente. Nadie escapó con la piel entera. Pero valió la pena. La máquina que había roto las defensas de Port Rua se convirtió en una pira roja y amarilla. Y las otras pérdidas sufridas fueron triviales. En el caso de Larreka, una rozadura en el anca derecha, de fácil cicatrización.
Tuvo poco tiempo para admirar sus resultados. Acababa de conducir a su grupo tras la empalizada, y estaba diciendo «Bien hecho» a un joven moribundo, cuando un emisario le dio noticias de que seis galeras se dirigían al estuario. Arnanak debía haber proyectado un asalto anfibio, sin duda combinado con un nuevo ataque por los flancos costeros.
Larreka reflexionó, miró a sus oficiales y a los soldados que le rodeaban, y preguntó:
—¿Quién está dispuesto a encabezar un grupo para una misión realmente salvaje?
Por un breve instante todos permanecieron inmóviles, entonces un líder de cohorte que Larreka conocía como un jefe prometedor dio un paso al frente.
—Bien —Larreka palmeó su hombro—. Consigue unos cuantos voluntarios, suficientes para tripular un buque. El viento nos favorece. Vosotros podréis ir en persecución de esos bastardos. Ellos alcanzarán la playa, pero utilizarán el desembarcadero de pesca, que me alegro de no haber demolido, y que es mucho más apto para la toma de tierra. Incendia un buque y lánzalo contra ellos. Escapad con un bote, o nadando. Nosotros os facilitaremos la salida, impediremos que los tripulantes abandonen los buques, haciendo posible vuestro regreso.