—¿Vamos a sacrificar una embarcación? —preguntó Seroda.
—No la necesitamos, no vamos a ninguna parte —le recordó Larreka—. Incendiaremos el resto para que no caigan en manos de los piratas. He estado retrasándolo para ver si podíamos emplearlas en algo, antes de su destrucción.
Su atención estaba concentrada principalmente en el joven oficial. A través del calor, el polvo y el viento, el ruido de más allá de los muros y los vigías y la quietud de los moribundos próximos, sus ojos se encontraron. Ambos sabían lo que implicaba la orden. En la cara que tenía ante él, Larreka pudo ver que el soldado había comenzado, en su inconsciente, a concebir el sueño en que esperaba sumergirse a través de la muerte. El comandante apretó su hombro.
—Que te vaya bien, legionario —le dijo. Aquel adiós era la despedida al último ciclo de la civilización.
Se hizo un alto en el combate. Las fuerzas de campo tassu se retiraban en busca de descanso y refresco. Larreka supuso que las galeras permanecerían alejadas de la costa hasta que oscureciera. Entonces los marinos podrían aprovecharse de la luz de la luna mientras establecían su cabeza de puente y disponían sus rampas de escalada. Probablemente sabían que no llegarían a atravesar la empalizada, pero eso distraería a fuerzas que de otra manera lucharían contra los asaltantes terrestres.
Mejor haría ocupándome de mí mismo mientras puedo, pensó Larreka. El cansancio era como plomo en sus huesos. Acompañado por Seroda, se dirigió por calles escasamente transitadas hacia el edificio de los Cuarteles Generales. La antena de radio, situada en su parte más alta parecía un esqueleto contra el tétrico cielo. El sol se había puesto y la Roja estaba baja; la luz era del color de la sangre terrestre, las sobras del color de la ishtariana. Al menos el próximo combate será menos caluroso.
Irazen, vicecomandante después del desastre de Wolua, se reunió con él en la entrada. Era un duro y experimentado veterano, carente de imaginación, pero en quien se podía confiar y que haría pagar cara la victoria al enemigo.
—Llegas a tiempo. Tenemos una llamada de los rehenes humanos. Cuando se han dado cuenta de la situación, ellos, la mujer sobre todo, han insistido en hablarte.
Jill. Bien, supongo que, Ian tiene casi tantos deseos de hablarme como ella, pero es más paciente. Qué agradable sorpresa. Larreka se dirigió hacia la sala de comunicaciones, pidiendo a los Tres que le permitieran oír su voz, aunque no pudiera verla.
—Aquí está —dijo el técnico de servicio, y saludó a su comandante. Larreka se puso frente a la pantalla en blanco.
—¡Tío! ¿Cómo estás? —Todavía sobre el puente. ¿Y tú? —Oh, nosotros, nosotros estamos bien. Hemos dado un paseo por la tarde, y estamos sentados en una colina contemplando el crepúsculo. Pero, tío, ¡estás siendo atacado!
—Ellos no han conseguido muchos resultados hasta ahora.
—¿Hasta ahora? ¿Qué es lo que sigue?
—Más de lo mismo. ¿Qué otra cosa podía ser?
El silencio zumbó. Quizá Jill e Ian intercambiaban comentarios en voz baja. O quizás no. Aquella habitación era el sitio más irreal de mundo aquella tarde. Cuando ella habló por fin, su tono era duro.
—¿Cuánto tiempo podéis manteneros?
—Eso depende…
Una obscenidad legionaria le interrumpió.
—He interrogado a tu técnico mientras te esperaba. Ninguna ayuda vais a recibir, ¿no es así? Ni tan siquiera nos tienes a nosotros, por poco bien que hubiéramos podido hacer. Tío, te conozco, y, ¡maldición!, reclamo el privilegio del soldado… ¡Sincérate conmigo!
—Pensaba que esto sólo era una charla de amigos, reunidos por un encantamiento.
—Ya no estoy en la edad en que un pedazo de azúcar me hacía callar. Escúchame. Sé que el resto de la Asociación te ha relevado de tu cargo. Suponiendo que cambiaran de parecer respecto a la suerte de la guarnición de Valennen, como tú esperas; aun suponiendo eso, sería demasiado tarde. Arnanak lo desharía. Mi gente está… paralizada, o atada por su propia Armada. Tu retirada es imposible, y ya que no te rendirás, serás aniquilado. Arnanak fue muy franco al respecto. Vuestro objetivo ahora es lograr que vuestra aniquilación les cueste tan cara que la civilización consiga espacio para respirar. ¿Verdad? Repito, ¡no podemos dejar que eso suceda!
—Todos morimos al final, querida. Míralo de esta manera: me evita el contemplar lo que te ocurra a ti. —Dijo Larreka en un arranque de gentileza.
Haciendo caso omiso de la última frase, Jíll dijo:
—Ian y yo hemos decidido sacar de su pasividad a Primavera… de algún modo… ¡Ian, nosotros lo haremos! Mantened este circuito disponible para nosotros. Esperad para una conexión con la oficina de Hanshaw a cualquier hora. ¿Comprendido?
—¿Qué es lo que estáis pensando? —preguntó Larreka. El temor crispaba sus palabras.
—No lo sabemos todavía. Algo.
—No debéis arriesgar vuestras vidas. Eso es una orden, soldado.
—¿Ni para salvar Port Rua?
Larreka se enfrentó con un abismo al recordar cómo había enviado al oficial sobre un barco de fuego, y a Jill, de quien siempre le gustaba pensar que era una agregada a la Zera Victrix, con los valennos.
—Bueno —dijo lentamente—. Consultadme de antemano, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, viejo querido.
El tono seco de Sparling sonó:
—Eh, considerando el desgaste de las baterías, lo mejor sería pasar a las cuestiones prácticas. ¿Tenéis calculado cuánto podréis resistir sin ayuda?
—Hasta algún momento entre mañana por la mañana y el final del equinoccio. Eso implica una maraña de imponderables —dijo Larreka, mientras pensaba en el espléndido novio que hubiera sido Ian para Jill, si veinte años no fueran una diferencia tan grande entre los humanos—. Eventualmente pueden cruzar nuestras barreras y causar brecha en nuestras murallas. No podemos disparar con tanta rapidez como para impedirlo. Pero si infligimos grandes bajas al principio del juego, Arnanak puede considerar las posibilidades de ir más despacio, ahorrando tropas que necesitará más tarde. Una vez estén dentro, les haremos tomar la ciudad casa por casa. Ng-ng, unos treinta y dos días es una suposición razonable.
—¿Nada más que eso? Bueno… tendremos que pensar y actuar rápidamente. Se me está ocurriendo una idea. Que la suerte sea tuya, Larreka.
A través del desierto y del espacio, la pequeña Jill dijo:
—¡Un Abraaaaazo!
La conexión se interrumpió instantáneamente. Larreka reflexionó. Se volvió a Irazen, que había estado esperando.
—¿Algo más de que informarme?
—Nada importante, señor. —Replicó su segundo.
—Voy a dormir. La acción se reanudará poco después de la salida de la primera luna. Despiértame entonces.
Larreka fue a sus habitaciones. Habían sido las de Meroa también, y todavía tenía cosas de ella, y recuerdos. Mientras se despojaba de su armadura, permaneció ante una fotografía de los dos y su último hijo, tomada por un hombre en los primeros años de Primavera. Jacob Zopf había muerto, su propia raza no tenía más recuerdo de él que el que había en sus archivos, pero cuando ella visitó Primavera fue a cuidar las flores de la Tierra que había plantado en la tumba de su amigo. Bueno, tú eres así, pensó Larreka.
Se tendió sobre el lado izquierdo, puesto que tenía el colchón doble a su disposición, cerró sus ojos y se preguntó acerca de qué soñaría. Diversión y fantasía sería probablemente lo más indicado… permitirse, por ejemplo, tener alas y ver lo que ocurría. Pero era arriesgado ya que podía despertarse con la mente llena de espectros. ¿Y cuánto tiempo le quedaba para retornar al pasado y vivir las existencias que podía haber tenido? Si quería un buen sueño de muerte, debía empezar a planificarlo y experimentarlo ahora. Por supuesto, no le sería permitido partir de la existencia en el estilo y compañía que deseaba… Ah, maldición… Se concentró en la boda de Jill e Ian, y se dejó llevar a una fiesta que se volvió alborotada y alegre.