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Las flechas surgían de la empalizada. Muchas eran incendiarias, y varias llegaron a su objetivo. Pero se necesitaba algo más que eso para incendiar aquella mole, que había sido humedecida mientras era transportada desde Tarhanna y aún después, por brigadas de cubos. Arnanak iba y venía.

Seguía sin ver la bandera de Larreka. Hacía ya varios días, desde que la Zera les infligió aquel desastre en la orilla del río que obligó a Arnanak a suspender todos los ataques, excepto la construcción de su artefacto y el bombardeo. ¿Había caído el comandante? Si era así, duerme bien, Hermano Entre los Tres. Larreka era astuto y…

¡Y ellos estaban en el foso!…

Un grito jubiloso brotó de la masa tassui cuando la estructura se situó formando puente. Arnanak se volvió con rapidez. La fatigada tripulación lo dejó fijado y se retiró a un lugar más protegido. Las trompetas de los muros invitaron a los arqueros a hacer un alto en sus disparos incesantes.

Arnanak hizo una señal. La máquina siguiente, última entre las que habían capturado al desgraciado grupo de Walua, se movió hacia adelante. Un ariete sostenido por cadenas y protegido por una testudo, manejado por sesenta y cuatro machos. Aunque el cobre de que estaba hecha era incombustible, su techo parecía enmohecido; no se podía mirar directamente a la máquina bajo el brillo de los soles.

—Preparaos para la carga —dijo Arnanak a sus guardias.

Las banderas ondeaban hacia él desde lejos. El rió.

—Sí, esperaba esto.

La puerta este estaba abierta y el puente levadizo bajado. Tomó aire y empezó a correr. Sus tropas se precipitaron tras él.

La luz se reflejaba en esta y en la otra armadura, a lo lejos. Un destacamento había dejado la fortaleza para intentar capturar a la tripulación del ariete, matarla e inutilizar la máquina, antes de que derribara la muralla. No eran pocos los miembros del destacamento. Los tassui esperaban poder cortarles la retirada. Cuando vieron a los tassui sobre ellos, cambiaron del orden cerrado a la disposición de combate y contra cargaron. Su pérdida seguramente debilitaría a la guarnición.

—Extendeos, zigzaguead. Atrapadlos entre vosotros.

Por mucho que hubiera entrenado a sus tropas de choque, nunca estaba de más recordarles las tácticas.

No dijo nada más. Las catapultas portátiles empezaron a disparar nubes de dardos a más distancia de la que un arco podía lograr, produciendo más y más muertes.

El vio a machos que caían por tierra y rodaban. Algunos conseguían volver a ponerse en pie, renquear hasta la retaguardia o continuar luchando; otros seguían yaciendo y su sangre púrpura manchaba la tierra. Pero los heridos eran pocos, y faltaba poco tiempo para que los tassui cayeran sobre los sureños. Arnanak se dirigió con ocho machos hacia un trío de fuertes soldados que vestían armaduras como la suya. Entraron en combate.

Los escudos golpeaban y segaban, la espada o el hacha se elevaba por encima de las cabezas. Arnanak y un legionario se enfrentaron y lucharon, buscando la forma de anular la defensa de su oponente. Los golpes sobre el casco fueron intercambiados y resonaron sobre las corazas y grebas. Sus compañeros se reunieron en torno suyo. Con cotas de malla, no podían competir contra los completamente protegidos. Pero mientras su Caudillo luchaba, ellos golpeaban a través de cualquier hendidura. Su enemigo fue herido en el vientre por una pica. Gritó cuando sus intestinos se desparramaron, se derrumbó sobre ellos y se dispuso a morir. Sus compañeros habían muerto ya.

Arnanak observó que tenía cerca a un legionario y le atacó. El soldado podría haber huido, ya que Arnanak estaba cargado con su armadura, pero lo esperó a pie firme. Arnanak abrazó su escudo y clavó la espada.

En otros lugares, las tropas de Ulu habían servido hasta el fin. Habían roto la formación legionaria, contra la cual los bárbaros no podían luchar bien. Arnanak ondeó el cuerno.

Así que el polvo se posaba, Arnanak vio el testudo cruzar su puente, subir la ladera, contra el muro. Oyó el golpe.

—¡Ohai-ha! —gritó gloriosamente, conduciendo a sus tropas al camino.

No debían permitir una salida que aislara a sus zapadores. Estuvieron bajo un fuerte fuego hasta que la empalizada se rompió. Después, sólo hubo una estrecha brecha, desesperadamente defendida; pero los tassui lograrían cruzarla. Aquel día conseguirían entrar en Port Rua.

Dentro de sesenta y cuatro años, estaremos en Sehala.

Un aullido rompió el cielo. Arnanak miró. Una forma metálica planeaba como si saliera del Sol Demonio. Sus corazones flaquearon. ¡Humanos! ¿Qué es lo que vienen a hacer?

Desde la nave, algo atacó a la masa de guerreros.

Entre llamas y resplandor, el cielo se abrió.

Empujado hacia lo alto, Arnanak voló. El ruido era demasiado grande para percibirlo. Lo llenaba a él, lo poseía a él, se convertía en él, y todos sus huesos vibraron. Cayó a tierra, que ondeaba como el mar. El dolor de sus quemaduras se impuso. Su alma se rompió en un grito.

Todavía conservaba una parte de su fuerza. Era una piedra llamada Arnanak, y aunque el fuego la atravesaba de extremo a extremo, en su espíritu vivió la voluntad de ser un imán para su gente. A través de una ardiente y blanca ceguera donde corrían monstruosos vientos, aquello arrastró el pensamiento y la angustiada alma de Arnanak. Después de un millón de ciclos de la Estrella cruel, él permanecía.

Se levantó sobre un costado, en medio de la agonía, y alzó los ojos. Yacía sobre la tierra, cenicienta y tranquila, porque no podía oír a los heridos, que vio en la lucha, entre los montones de muertos; porque no podía oír nada. Desde el campo se alzaba una nube, más alta de lo creíble, y en su cumbre flotaba el fantasma de un enorme fénix. La ciudad permanecía intacta, y el aire abandonado bajo las rampas. Debo haber estado cerca del límite de la explosión, se dijo lentamente a sí mismo. Iré a buscar a mis hijos. Pero sus cuartos traseros no respondían. Cuando vio su carne atravesada por lanzas y cuchillos, supo por qué. Se incorporó sobre sus manos y sus patas delanteras, y empezó a arrastrar la parte muerta de éclass="underline"

—Tornak, Uverni, Aklo, Tatara, Igini. —Intentó gritar. No. Igini murió en el mar, ¿no?—. Korviak Mituso, Navano —los hijos que habían compartido su orgullo y su honor, pero no se acordaba de todos— Kusarat, Usayuk, Innukrat, Alinark —amigos, esposas, seres queridos… Pero no podía saber si le quedaba voz. Humanos. ¿Por qué? Hubiera sido vuestro amigo. Os hubiera mostrado mis dauri y la Cosa. No estaba seguro de si la nave seguía allí, no la vio, con la pobre vista que le quedaba. Ni estaba seguro de si el cadáver que estaba a su lado y ante el cual debía pararse, ya que no podía ir más lejos, pertenecía a alguien que él hubiera conocido. Pensó que podía ser el de Tornak, pero estaba demasiado quemado para saberlo. ¿Estuvo cerca de la explosión?

Si pudo recorrer aquella distancia en su debilidad, entonces… no todos estaban muertos. La mayor parte de los que vivían habían huido, y regresarían a sus casas y algunos sobrevivirían al Tiempo de Fuego. Si los humanos no los seguían vengativamente… ¿Por qué habrían de hacerlo? No tenían necesidad. Eran casi todopoderosos.

Arnanak suspiró y se tendió a descansar. La noche llegaba. ¿Estaba demasiado débil para un sueño de Muerte? No. No lo permitiría. No era un animal moribundo, era el Caudillo de Ulu.

Se levantó y sacó la espada.

—Dame mi honor —dijo al sin rostro.

La luz dio en el filo. Golpeó a las alas negras que, tormentosas, daban vueltas y vueltas, cercándolo contra la colina y los árboles. Gemían, aquellos vientos.