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Arnanak caminaba hacia delante. Iba silbando hacia el gris matorral, donde el viento frío hacía silbar a su ensangrentada espada con él. Las bolsas se balanceaban a su espalda, con la armadura colocada encima de ellas, con el escudo colgado de sus hombros para que la joroba cargara el peso, con la cabeza alta y la vista al frente, derecha frente-izquierda, ar, izquierda frente-derecha ar:

Escuchad el tambor, el tambor, el tambor. «¡Fuera!» grita el cuerno. Acaba tu cerveza, Recoge tus cosas, Despídete de las hembras. «¡Adiós a todos! ¡Adiós a todos!» Gritan el tambor y la trompeta. ¡Al infierno con ellos! ¡Al infierno con ellos! Yo preferiría ir a casa. Vamos murmurando, murmurando, murmurando. Tranquilizaos a vosotros mismos con la marcha. Es como la cerveza. Y en el frente ¿qué puede sustituir a las hembras? Era la marcha de la Tamburu.

La Zera se les había unido, ya que había que forzar un puente.

—¡Qué país más frío escogí para nacer! —Dijo Larreka, entre obscenidad y obscenidad—. La mejor cosa de Haelen es el barco que te lleva lejos de allí.

—No te gustaría mucho más el mío —le advirtió Arnanak.

—No, seguro que no. Por eso tuvimos que irnos a recorrer el mundo.

—¿Lo lamentas?

—Naturalmente que no.

—Ni yo.

El puente era delgado y brillante como la hoja de una espada. Temblaba sobre el cañón en donde se precipitaban las aguas del océano, rodando hacia el infierno. Ellos estaban de pie ante él, horrorizados.

—Tendremos que tomarlo a la carrera —decidió Arnanak.

A Larreka le pareció bien. Cuando estuvieron armados, tomó el acero en la mano izquierda. Así irían escudo contra escudo, guardándose mutuamente.

Arnanak disparó su lanza, que se precipitó entre los enemigos. El y Larreka la siguieron. Arrojaron a sus enemigos a la catarata, y pasaron.

Al otro lado había una vasta y accidentada tierra, con montañas hacia el cielo, los valles agostados, silenciosos bajo los soles. Su fiereza penetraba en los huesos.

—¿Entiendes ahora por qué esto tenía que ser abandonado? —Preguntó Arnanak—. Pero ven. Conozco el camino.

Todos ellos estaban allí a la entrada de Ulu, dándoles una bienvenida ritual, canciones, amigos, amores dispuestos a abrazarlo. Condujo a Larreka al sitio de honor. Allí el aire era fresco, y la luz de una lámpara iluminaba las armas colgadas de las paredes. Aquella noche, la fiesta se convirtió en alud. Se divirtieron, bebieron, hicieron el amor, explicaron historias, lucharon, jugaron, cantaron canciones y recordaron, recordaron, recordaron…

Al final, los machos tomaron sus armas otra vez, pronunciaron sus últimas palabras de despedida y salieron al exterior. ¡Ohai-ha, qué aspecto de valientes tenían! Lanzas entre banderas, plumas, espadas y hachas, eran blandidas como un único y profundo grito de las huestes en homenaje a sus capitanes.

—Ya es hora —dijo Arnanak.

—Yai —dijo Larreka.

Jubilosos, todos los tassui y legionarios que habían caído en la batalla, los siguieron hacia los ventosos caminos donde el inmenso rojo caos del Merodeador esperaba su embestida.

XXIV

Jill lloraba. Sparling trataba de consolarla, en la parte trasera de la cabina de mando. Su cara era la visera de un yelmo, salvo que las comisuras de su boca se torcían hacia abajo, una y otra vez, y sus ojos tenían una expresión febril.

Lentas lágrimas corrían a lo largo de las mejillas de Dejerine, poniendo amargura en sus labios. De vez en cuando un sollozo se apoderaba de él. Sin embargo, sus manos se movían con seguridad sobre el cuadro de mandos y su cerebro calibraba lo que mostraban las pantallas.

El cráter era negro brillante, una mancha de cristal. No era demasiado ancho. El misil había actuado como un instrumento de precisión, concentró el disparo de su fuerza en un cono para que produjera la mínima radiación dura. Esto no podía conseguirse totalmente. Un anillo de cadáveres yacía a su alrededor. Aumentó la imagen. Parte de aquella masa de carne se movía, y aquello era lo peor de todo.

Repentinamente, no pudo resistir más. Dirigió el cañón de energía hacia aquel punto. Las formas ardieron durante un minuto o dos, hasta que el campo quedó en una humeante paz. Quizás algunos podían haber sido salvados, con la atención médica adecuada. ¿Pero dónde estaba eso?

Padre, perdóname, habría dicho Yuri, si le hubiese sido posible, porque yo no sabía lo que estaba haciendo. Nunca había estado en combate. Pero era como si no se atreviese a rezar. En lugar de esto, le pareció escuchar tras éclass="underline"

Porque ahora Tú cuentas mis pasos: ¿no vigilas mis pecados?

Mi transgresión está sellada en un saco, y Tú guardarás mi iniquidad.

Y seguramente la montaña caerá en la nada, y la roca será removida juera de su lugar.

Las aguas arrastrarán las piedras. Tú harás desaparecer aquellas cosas que provienen del polvo de la tierra, y destruirás la esperanza del hombre.

Tú prevalecerás para siempre contra él, y él pasará. Tú cambiarás su talante, y lo volverás al camino.

Jill dejó de llorar. Baja y vacilante, su voz sonó átona:

—Estoy bien, gracias, querido. La visión fue horrible, no tenía idea de lo horrible que sería. Pero sólo estoy conmocionada, no muerta.

—Tómalo con calma —dijo Sparling.

—No. No puedo hacerlo, laren. —La muchacha se levantó. Dejerine oyó sus botas contra el suelo. El brazo de ella cruzó su hombro.

—Aquí están —dijo Jill, dejando los dos puñales sobre el asiento del copiloto. Tómalos.

—No los quiero —protestó Dejerine.

—Para las apariencias cuando estemos de vuelta. —Jill los tiró a sus pies.

El miró desde su desamparo a los azules ojos de ella.

—¿Qué debo hacer?

Ella se sentó, ya despreocupada de sus armas de coacción. Su voz tenía un tono más vivo.

—Primero, debemos dar una vuelta de reconocimiento.

Dejerine accionó ciertas teclas. El aparato obedeció al momento. Recorrieron kilómetros, describiendo una espiral. Las pantallas mostraron a bárbaros que huían, tanto por tierra como por mar. Mientras, Sparling se sentó en el tercer asiento, sacó la pipa y el tabaco de su túnica, y la cargó, la encendió y aspiró. El olor era igual que un sueño de la Tierra. La calma descendió sobre él. Por fin dijo, con acento impersonaclass="underline"

—¿Cuantos supone que hemos eliminado?

—Dos o tres mil —dijo Dejerine.

—Nosotros estimábamos que había unos cincuenta mil, como mínimo.

Una risa nerviosa salió de Dejerine.

—El seis por ciento. Ellos huyen con facilidad. Tocamos a mil vidas cada uno. Los alienígenas son más sofisticados en Mundomar. La guarnición de allí está compuesta de unos tres mil hombres, que pueden ser asesinados, hechos prisioneros y sufrir unos años de esclavitud, haciendo los trabajos más duros que puede imaginarse.

—Lo creo —dijo Sparling—. No estoy contento de lo que hemos hecho. Pero no me siento culpable. Y tenemos una deuda eterna con usted, Yuri. Por su idea de disparar una vez. Yo hubiera atacado con las ametralladoras.

—¿Cuál es la diferencia, en nombre de Cristo?

—Moralmente, ninguna. Sin embargo, nuestro disparo alcanzó a un menor número de ellos y sus efectos fueron tan rápidos que murieron sin llegar a enterarse. Además —dijo Sparling, tras una pausa—, son una raza de guerreros. Las balas o las bombas químicas podrían haberles extrañado, pero no detenido por mucho tiempo. Hubieran encontrado tácticas, hecho invenciones, robado nuestras armas, copiado… hasta que nuestra última opción hubiera sido o matar a toda la raza o rendirnos, dejando a su merced la civilización de Ishtar y quizás, hasta nosotros mismos.