Выбрать главу

No lucían ningún tipo de ornamentos, ni siquiera un cinturón para colgar una bolsa o un cuchillo. El llevaba una lanza y un instrumento de cuerda colgado de sus hombros; ella, un arco, carcaj y lo que podría ser una flauta de madera.

—Sé que su bioquímica es básicamente como la nuestra. Nosotros podríamos alimentarnos con su comida y ellos con la nuestra, aunque en ambos casos se apreciarían carencias de algunos elementos esenciales. Ellos, como nosotros, el alcohol que beben es el etanol. —Dejerine cerró el libro repentinamente—. ¿Como en casa, no? Excepto que los hombres se han pasado un siglo en Ishtar, trabajando mucho para llegar a comprender, y usted puede saber mejor que yo lo lejos que están de sus objetivos.

Envió el libro por el aire a su cama.

—Muy lejos —admitió su visitante.

—Y esos humanos. Es verdad que más de la mitad de la población de Primavera es flotante. Investigadores que van allí para desarrollar proyectos específicos, técnicos con contrato temporal, arqueólogos que esperan allí hasta poder ir a… Tammuz, ¿es ese el nombre del planeta muerto? Sin embargo, todos ellos deben tener una especial devoción hacia Ishtar. Y entre ellos están los residentes permanentes, los de carrera, con un gran porcentaje pertenecientes a la segunda o tercera generación. Ishtarianos que apenas tienen un átomo de la Tierra en sus células —Dejerine extendió sus palmas—. ¿Ve ahora cuánto necesito una entrevista informativa? Necesito más que eso, naturalmente, pero no me es posible conseguirlo. Así que… amigo mío, ¿acabará tranquilamente su bebida y tomará otra? Suelte su lengua. Haga asociaciones libres. Cuénteme cosas sobre su vida pasada, su familia, sus compañeros. En compensación, podré llevarle sus recuerdos y saludos y los regalos que les quiera enviar. Pero ayúdeme. —Dejerine cogió su segundo vaso—. Déme ideas. ¿Qué les voy a decir? ¿Cómo trabar amistad con ellos e inducirlos a que cooperen? Yo, que vengo como el agente de una policía que arroja sus más queridas esperanzas al mar.

Conway se acomodó en su asiento antes de decir cuidadosamente:

—Podría empezar mostrándoles el documental de Olaya que causó tan gran revuelo el mes pasado.

—¿Sobre el trasfondo de la guerra? —Dejerine estaba alarmado—. Pero en líneas generales era crítico.

—No, no mucho. Trataba de ser objetivo. Oh, todo el mundo sabe que Olaya no es ningún entusiasta de la guerra. Demasiado aristocrático por temperamento, supongo. Pero es un periodista condenadamente bueno, y realizó un trabajo importante, consiguiendo una variedad de puntos de vista.

Dejerine frunció el ceño.

—Pasó por alto lo principaclass="underline" los eleutherianos.

Envalentonado, Conway contestó:

—Francamente, yo, y algunas personas más, no estamos de acuerdo en que ellos sean la cuestión fundamental. Los admiro, naturalmente, y simpatizo con ellos, pero creo que nosotros, la humanidad, tenemos que estar por encima de los eventos para nuestra supervivencia como especie. En Ishtar hemos visto amanecer el caos —y, con la mayor seriedad, continuó—: Pero esto es lo que estoy descubriendo. Alguien como, oh, mi hermana, toda su vida allí… Ella, y la gente como ella, sólo ven los horrores que Anu lleva a su planeta. Si ellos pudieran entender que han de hacer sacrificios por algo superior… Pero son inteligentes, ya sabe, entrenados en el escepticismo científico; han pasado sus vidas arreglándoselas con el más salvaje revoltijo de culturas y conflictos. Ninguna campaña de astuta propaganda los hará cambiar. Ese programa de Olaya era honesto. Tocaba la realidad. Yo noté eso y… puedo decirle que mi pueblo de Ishtar también lo haría. Cuando menos, entenderían que todavía tenemos libertad de expresión aquí, que la Tierra no es un monstruo monolítico. Eso podría ayudarle.

Dejerine permaneció en silencio. Por fin, se puso en pie de un salto.

—¡De acuerdo! —exclamó—. Le pedí consejos y me dio uno inmediatamente. Donald, Don. ¿Puedo llamarle así? A mí llámeme Yuri, venga, bebamos algo más. Vamos a intentar emborracharnos.

III

Por la tarde, desde el sur, Larreka y sus acompañantes se acercaron a Primavera. Había dejado a su mujer en el Rancho Yakulen. El asentamiento humano estaba a tres marchas río arriba, desde la ciudad de Sehala. No era una medida precautoria contra posibles problemas. Casi todos en Beronnen, y la mayoría de habitantes de las tierras de la Asociación habían entendido que los humanos eran sus amigos, la última y mejor esperanza de salvar su civilización. Pero los alienígenas aún necesitaban espacio para aumentar las cosechas y ganadería que podrían nutrirles de mejor forma que el cereal de lluvia o la raíz del pan, o la carne de los els y los owas. Y aquellos que estudiaban la naturaleza, como Jill Conway, preferían un acceso rápido a la vida salvaje que no podían proporcionar los campos labrados alrededor de Sehala. Y aquellos que estudiaban a la gente decían que su constante presencia en la ciudad podría ser demasiado inquietante.

Ninguno de esos efectos carecía de importancia, Larreka lo había pensado a menudo, teniendo en cuenta la inquietud que tenía su pueblo.

Avanzó balanceándose enérgicamente por una carretera que corría paralela al ancho y brillante fluir del Jayin. Una ruta importante, pavimentada con ladrillo; sentía su calor y su dureza arenosa. Pero no era suficiente para que un viejo y veterano soldado hiciera más lenta su marcha y se pusiera los borceguíes. El mal tiempo estaba llegando, Beronnen del Sur siempre había escapado de lo peor que había portado el Vagabundo… Excepto indirectamente, por supuesto, cuando las hambrientas hordas invadían su tierra favorecida. Por otro lado, estaba en pleno otoño en el hemisferio sur, con los aires que anticipaban un invierno lluvioso, sin que importara el mal trato que diese el Vagabundo a las cosas del norte.

Su brillo rojo, que se tornaba amatista en las colinas, estaba apagándose. El Sol se mantenía alto y brillante. Las sombras dobles y los mezclados matices daban al paisaje un aspecto extraño. Corrió ágilmente por una de las orillas del río. Aquella orilla estaba reservada para que la cultivaran los humanos. El trigo, maíz y todo lo demás había sido cosechado, dejando campos de rastrojos; pero las manzanas brillaban en los árboles de una hondonada; animales de cuatro patas inclinaban su cornamenta para mordisquear el pasto en los campos vallados… ¡Qué verde estaba todo! La orilla opuesta permanecía sin cultivar: césped dorado con matas de flores color de fuego, bosquecillos de árboles leonados (hojas de espada) u ocres (remolineros y corteza de piel). Matojos alados se extendían más allá, y muchas vainas volaban por encima de la corriente antes de quedarse sin su energía almacenada y caer al suelo. El descuido de la naturaleza: no podría ya arraigar allí. El suelo había cambiado demasiado.

La brisa, entre la cual se debatían, era placentera después del bochorno de la mañana. Larreka oía el susurro de su crin. Sorbió los dulces y extraños olores del lado terrestre con una apreciación aprendida a través de cien años. El pesar de su misión no lo disminuía en nada. Un soldado no podía desaprovechar cualquier placer que la vida pusiera en su camino. — ¿Cuánto falta, señor?

La pregunta la había formulado un macho de la media docena que le seguía. No eran necesarios en aquellos asentamientos, ricos en alimentos. Pero habían sido enviados en la migración a través de Beronnen del Norte y las Montañas Cabeza de Trueno, para tener a alguien que podía ser destacado para cazar y forrajear mientras el resto seguía la marcha, y darían una ayuda extra a las tareas del campamento. Larreka imaginó que podrían conducirlas tan bien como ellos le permitieran por el camino hacia Sehala y su agradable vida. Pobres bastardos, no tendrían mucha diversión durante su juventud. El que había hablado era un nativo de la Isla Foss en el Mar Fiero, reclutado en su lugar de origen y asignado directamente a Valennen porque era allí donde la Zera se había estacionado los últimos años. Nunca había visitado antes el continente madre.