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—Chu, quizás una hora. —Larreka usó una unidad de tiempo que denotaba la decimosexta parte de un período luna-a-luna, que coincidía incidentalmente con mucha exactitud a la medida terrestre.

—Moveos. Diré que pasaréis la noche allí.

—Bien, por lo menos Skeela se pondrá pronto.

—¿Huh?… Oh. Oh, sí.

Con tantos nombres como había oído para el orbe rojo, Larreka podía admitir uno más.

El le llamaba Vagabundo, ya que había pertenecido al culto Triádico. Allí era central, junto con el Sol y esa Oscuridad sobre cuyo trazado arde lentamente la Estrella Ascua. En su juventud en Haelen, lo había llamado Abbada, y se le había dicho que era un dios fuera de la ley que volvía cada mil años; más tarde llegó a ser escéptico, y consideró los ritos paganos de propiciación como un desperdicio de buena carne. Los bárbaros de Valennen tenían tal pavor a la cosa que no le daban ningún nombre, sólo un montón de epítetos, ninguno de los cuales podía ser usado dos veces seguidas so pena de atraer su atención sobre el que hablaba. Y así era el asunto, diferente en todas partes, incluyendo el sector humano. Ellos llamaban al Rojo, Anu, y negaban que un alma de cualquier tipo estuviera en él. Tampoco creían en el alma del Sol, que denominaban Bel, ni en la de la Estrella Ascua, que llamaban Ea.

En muchos aspectos, su concepto era el más rastrero de todos. Larreka había tenido que dominar sus nervios para asimilar sus enseñanzas. Todavía no podía creer que no hubiera nada más que fuego en la Tríada. Y si era cierto o no, tanto daba. El seguía llevando a cabo los ritos y mandatos de su religión. Era una buena fe para un soldado, popular entre las legiones y excelente para la moral y disciplina.

Por su aspecto externo, Larreka no parecía alguien que pudiera estudiar filosofía. Podría haber sido un sargento veterano, no muy grande pero musculoso, menos bizarro que la mayoría pero enormemente rápido cuando era necesario. Heridas, lo suficientemente profundas como para dejar cicatrices, trazaban sus costuras en su cuerpo; un surco cruzaba su frente y había perdido su oreja izquierda. Siendo un haeleno originario de Beronnen del Sur, su piel había sido de color castaño claro, pero ahora aparecía oscura y correosa por los muchos cambios de clima sufridos. Sus ojos seguían siendo de un tono gélidamente azulado. Su lenguaje conservaba restos del rudo acento de su tierra natal, y su arma más conspicua, prácticamente su marca de fábrica, era la espada corta de hoja curvada y férrea empuñadura, favorita en aquel país antártico. Por otra parte sólo llevaba un cinturón-bolsa para pequeños artículos, y las armas y el equipo de viaje estaban en un fardo a su espalda o cargadas en dos banastas de mimbre. Sus pertrechos incluían una lanza de caza y una pequeña hacha que bien podía servir para el combate. No ostentaba ornamentos; sólo ropa, pieles, madera y acero. Su única joya era una cadena de oro que llevaba en la robusta muñeca izquierda.

Los soldados tras él eran más llamativos: plumas deportivas, quincalla y eslabones tintineantes. Eran también muy respetuosos con su raído líder. Hijo de Larreka Zabat, del Clan Kerazzi, era quizás el líder más exigente de entre los treinta y tres comandantes legionarios. Después de dos siglos en la Zera, estaba ya bien entrado en la media edad, con trescientos noventa años cumplidos. Pero podía esperar otros cien años de salud, y quizás pudieran ser más, si un bárbaro o las catástrofes naturales que volcaba el Vagabundo no le atrapaban antes.

El Vagabundo se hundió en el horizonte. Durante un breve instante, las nubes del extremo norte cubrieron sus rayos. Entonces la sana luz del Sol brilló libremente. Los cúmulos surgieron en lo alto, blancos sobre un azul oscuro, presagio de tormenta.

—¿Cree que lloverá, señor? —preguntó el macho de la Isla de Foss—. Yo no lo aseguraría.

Aunque cercano al ecuador, su hogar estaba refrescado por los vientos marinos. Se sentía sofocado y polvoriento.

—Guarda tu sed para Primavera —aconsejó Larreka—. La cerveza de allí es buena —anotó—. N-n-no, yo no esperaría lluvia hoy. Mañana, quizás. No te preocupes por eso, hijo. Pronto tendrás más agua de la que puedas manejar, suficiente como para ahogar a un pez galera. Quizás entonces apreciarás mejor a Valennen.

—Lo dudo —dijo un compañero—. Se supone que Valennen se seca más que un muerto.

—Esa no es la expresión, Saleh —metió baza un tercero riéndose—. Los pellejos de las hembras quedan cocidos de tal forma que puedes hacer un agujero en tu vientre con ellos.

Su exageración era moderada. La pérdida de humedad hacía burda toda la capa de finas plantas verdes que crecían por la mayor parte del cuerpo.

—Al respecto de eso —dijo Larreka—, prestad atención a la voz de la experiencia.

Y describió técnicas alternativas con lenguaje abrupto. —Pero, señor —insistió Saleh—, no lo comprendo. Seguro que Valennen ve mucho más a la Estrella Malvada, más alta en el cielo, de lo que en Beronnen está. Comprendo que haga más calor que aquí. Sólo que, ¿por qué este campo se reseca tanto? Creo, ng-ng, creo que el calor saca el agua del mar y la devuelve en forma de lluvia. ¿No es esa la causa de que las islas tropicales sean en su mayoría húmedas?

—Cierto —contestó Larreka—. Esa es la razón por la que lloverá en Beronnen durante los siguientes sesenta y cuatro años o más, hasta que estemos embarrados hasta el nacimiento de la cola cuando nos inundemos, sin hablar de la formación de nieve en las tierras altas y los constipados abajo, para añadirse al juego. Pero Valennen está encerrado entre esas enormes montañas que corren a lo largo de la costa oeste, de donde provienen los vientos principales. La poca agua que el interior consigue viene del este, del Mar de Ehur, mientras que las nubes del Océano Argénteo se estrellan en el Muro del Mundo. Ahora cierra tu boca y sigamos la marcha.

Se dieron cuenta de lo que significaba y obedecieron. Por alguna razón recordó una observación que Goddard Hanshaw le había hecho una vez:

—Vosotros los ishtarianos parecéis tener tal disciplina innata que no necesitáis para nada la disciplina del escupe-y-lustra. Infierno, vuestras unidades organizadas, como las del ejército, parece que no necesiten entrenamiento. Además, ¿es «disciplina» la palabra adecuada? Creo que es más una…, bien, una sensibilidad para los matices, una habilidad para captar lo que está haciendo el grupo y para ser una parte inteligente de él… De acuerdo, reconozco que los humanos captamos más rápidamente ciertas ideas, conceptos que involucran el espacio tridimensional, por ejemplo. Pero vosotros tenéis, eh…, un cociente intelectual social más alto. —El había hecho una mueca—. Una teoría impopular en la Tierra. Los intelectuales odian tener que admitir que seres que conservan guerras y tabúes y todo lo demás puedan estar más evolucionados que ellos mismos, que obviamente no tienen ninguno.

Larreka recordó las palabras en el inglés que habían sido pronunciadas. Fascinado por los humanos desde su primera llegada, había visto a todos los que había podido y había aprendido todo lo que se refería a ellos y de ellos como le había sido posible. Esto era más de lo que él hubiera admitido ante sus seguidores o sus compañeros oficiales. No habría sido adecuado a su carácter duro. El lenguaje no constituyó un problema para alguien que había recorrido la mitad del planeta y siempre había encontrado rápidamente la forma de preguntar a la gente del lugar las direcciones y de pedirles ayuda, alimentos, cerveza, alojamiento, sexo; cualquier cosa que quisiera. Además, el inglés tenía un estrecho margen en la elección de sonidos. Los humanos nunca podrían competir con la voz o el oído de incluso un macho ishtariano. De todas formas, los admiraba porque habían aprendido a hablar el sehalano, con desenvoltura.