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Y también eran de muy corta vida. Solamente dos períodos de sesenta y cuatro o menos, y necesitaban medicinas especiales para mantener su fuerza. Antes del final del segundo sesenta y cuatro, no había esperanza para ellos.

…Larreka apresuró inconscientemente su paso. Quería disfrutar de sus amigos mientras los tuviera.

Más urgente era la misión encomendada. Llevaba malas noticias.

Primavera tenía casas y otros edificios a lo largo de calles asfaltadas, sombreadas por el follaje rojo y amarillo de grandes y viejos árboles nativos que habían sido respetados cuando el área fue limpiada originalmente, con un suelo que tendía a mantenerlos vivos entre aquellos crecimientos extraños. Se elevaba en las colinas suaves que ascendían desde un embarcadero en el Jayin donde estaban amarrados los botes y los bajeles fluviales ishtarianos que hacían escala allí. Los habitantes manufacturaban algunos artículos, como tejidos a prueba de putrefacción, para cubrir muchas de sus necesidades. Sus construcciones eran de materiales nativos, madera, piedra, ladrillo; aunque el vidrio que fabricaban era superior a cualquiera de Beronnen, y le añadían una ligera pintura brillante. Una carretera corría hacia el este, desvaneciéndose tras una loma, para alcanzar el espaciopuerto. A un kilómetro de la ciudad estaba el aeropuerto, donde se guardaban los voladores para el transporte a larga distancia. Para distancias cortas, la gente usaba los automóviles, las bicicletas o sus pies.

Los ishtarianos eran demasiado abundantes en Primavera para captar una atención especial, a menos de que fueran muy conocidos individualmente. Larreka sólo lo era de los residentes antiguos. Y no había muchas personas en las calles a esta hora, en que los adultos estaban trabajando y los niños en la escuela. Había llegado a Stubbs Park, y estaba a punto de acortar por allí y tomar un trago de agua de la fuente de su centro, cuando fue saludado.

Primero, oyó el rumor de un gran volador-rodante a alta velocidad, seguido por un chirrido de frenada. Conducir de aquella forma en el pueblo podría haber sido indudablemente arriesgado para la mayoría, pero no para todos. No se sorprendió en reconocer el grito ronco de Jill Conway:

—¡Larreka! ¡El viejo tío azúcar en persona! ¡Hey!

Desabrochó su cinturón de seguridad, saltó de la cabina, dejó el vehículo y se dirigió a él para darle un abrazo. Después de un rato, sacudió la cabeza y le miró centímetro a centímetro. Entonces dijo:

—Mmm. Tienes buen aspecto. Te has quitado un poco de grasa de encima, ¿no? ¿Pero por qué demonios no me avisaste de que ibas a venir? Hubiera hecho un pastel.

—Quizás fuera por eso —contestó en inglés.

—Oh, olvídate, ¿quieres? El problema que hay con una longevidad como la tuya es que no desarrollas ningún sentido del tiempo. Mis desastres culinarios no sucedieron ayer, fueron hace veinte años. Ahora soy una señora; la gente, por desgracia, me lo recuerda continuamente, y te sorprenderías de lo bien que cocino. Debo admitir que no hiciste jamás nada tan heroico como comer las cosas que una chiquilla hacía para su tío azúcar.

Sonrieron ambos, un gesto común a ambas especies, aunque los labios humanos se curvaban, más que doblarse hacia arriba. Larreka correspondía a su mirada penetrante. Se habían enviado radiogramas y algunas veces hablado directamente por teléfono, pero no se habían visto en persona desde hacía siete años, desde que la Zera Victrix fue enviada a Valennen. El había estado demasiado ocupado con el empeoramiento de las condiciones naturales y el aumento del bandolerismo, para tener descanso; y mientras tanto ella había estado estudiando y dedicándose a su carrera. Cuando se conocía muy poco acerca de la ecología de Beronnen y el Archipiélago de las Iren, no podía reprocharle el que hubiera cogido esas tierras para su investigación. De hecho, se habría angustiado si hubiera decidido investigar los mayores misterios de Valennen. Ese continente no era seguro y Jill estaba entre las cosas que quería.

Ella había cambiado. En cien años de tratos con los humanos, con buena amistad con algunos de ellos, Larreka había aprendido a distinguirlos tan bien como a los suyos, persona por persona o año por año. Había dejado a una adolescente larguirucha que había desarrollado un carácter hombruno que, sin duda, él había contribuido a aumentar. Hoy era una persona adulta.

Vestía con la usual blusa y los típicos pantalones de la gente de aquel pueblo. Era alta, de piernas largas, muy delgada. Su cabeza era larga también, su cara bastante estrecha, aunque soportaba una boca ancha; su nariz era recta, de perfil clásico, sus ojos, azul cobalto, bien colocados bajo sus niveladas cejas. La luz del sol había bronceado y pintado unas cuantas pecas en su bella piel. Su cabello, de un rubio oscuro y liso, caía sobre sus hombros, controlado por una cinta con filigranas de plata y piel que él le había regalado. Y en la que ella había insertado un pluma de saru color de bronce.

—De acuerdo, estás lista para el matrimonio —dijo Larreka—. ¿Cuándo y con quién?

No había esperado que se ruborizara y dijera:

—No todavía. —Y preguntó inmediatamente—: ¿Cómo está la familia? ¿Vino también Meroa?

—Sí. La dejé en el rancho.

—Demonios, ¿por qué? —desafió—. Para tu información, tienes una esposa más linda de lo que mereces.

—No se lo digas —su placer se marchitó—. No es una fiesta para mí. He venido a Sehala para una asamblea, y después volveré a Valennen tan pronto como pueda. Meroa se quedará aquí.

Jill quedó pensativa un rato antes de preguntar en voz baja:

—¿Van las cosas mal por allí? —Peor.

—Oh. —Otra pausa—. ¿Por qué no nos lo comunicaste?

—El problema se produjo de la noche a la mañana. Al principio no era seguro. Existía la posibilidad de que estuviésemos pasando una racha de mala suerte. Cuando me enteré mejor, pedí una asamblea y tomé un barco.

—¿Por qué no nos llamaste para conseguir transporte aéreo?

—¿Para qué? No hubieseis podido traer a todos. Ni aunque tuvierais los aviones suficientes, cosa que dudo, muchos de los oradores no subirían a ellos. Así que no podríamos tener quórum hasta que llegaran por tierra o mar. —Larreka dejó escapar un suspiro—. Meroa y yo necesitábamos unas vacaciones de todas formas. Fue terrible, el año pasado. El viaje nos dio la oportunidad.

Jill asintió. No tenía ningún motivo para explicarle el por qué había escogido aquella ruta. Bajo mejores condiciones, el camino más rápido habría sido enteramente marítimo, desde Port Rua, en el sur de Valennen, hasta Liwas, en la desembocadura del Jayin; y después, remontando el río hasta Sehala. Pero en aquel momento, habían demasiados vientos equinociales levantados por el Sol Rojo. Además del riesgo de encallar, los navegantes se enfrentaban con la posibilidad de un viaje que las tormentas podían alargar semanas. Lo más seguro era el salto de islas por el Mar Fiero, hacer puerto en la costa de Beronnen del Norte y entonces pasar por Dalag, las Tierras Malas, las Colinas Rojas, el Bosque Central y la sierra Cabeza de Trueno hasta llegar al Valle del Jayin. La mayoría de los territorios eran salvajes y áridos, pero nada que un hombre acostumbrado a las campañas militares no pudiera superar.

—Bueno, he estado en el campo hasta hace poco —dijo ella—. Dando vueltas alrededor de las Montañas Pétreas desde anteayer. No sé qué noticias pueden tener God o Ian Sparling ahora.

Su referencia no era teológica, Goddard Hanshaw era el alcalde.

—No saben nada, aparte de que sin duda habrán oído que los oradores se reunirán en asamblea pronto. ¿Cómo podía llamarlos durante el viaje? Esta es la razón que me ha traído primero aquí, para ver a nuestros líderes e intentar conseguir una palabra suya que pueda llevar a Sehala.