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– ¿Cariño? -dijo Genny, para reclamar una vez más su atención.

Mac volvió la cabeza hacia ella y esbozó una pesarosa sonrisa.

– Lo siento. Te juro que mi madre me educó mejor.

– En ese caso, no permitiremos que lo sepa. La reunión de hoy no ha ido bien, ¿verdad?

– ¿Cómo lo has…?

– Yo también soy oficial de policía, Mac. No me infravalores solo porque soy guapa y tengo buenas tetas.

Él abrió la boca para protestar, pero Genny hizo un ademán con la mano para que guardara silencio. Entonces, rebuscó en su bolso hasta que encontró un cigarrillo. Mac le ofreció fuego y ella esbozó una sonrisa de gratitud, aunque en esta ocasión, no se formaron tantas arrugas alrededor de sus ojos. Ninguno de los dos habló durante un rato.

Él bar estaba tan lleno que era imposible moverse sin tocar a nadie, y la gente seguía entrando. Más de la mitad de aquellas personas eran colegas de la Academia Nacional -detectives, sheriffs e incluso algún policía militar- que estaban realizando un curso de once semanas en Quantico. Mac no había imaginado que el bar estaría tan lleno un martes por la noche, pero era evidente que la gente huía de sus hogares, quizá para escapar del calor.

Genny y él habían llegado hacía tres horas y habían podido hacerse con unos asientos que siempre eran difíciles de conseguir. Por lo general, los estudiantes de la Academia Nacional se demoraban en la sala de juntas hasta la una o las dos de la madrugada, bebiendo cerveza, intercambiando historias de guerra y rezando para que no les fallaran los riñones. Solían bromear diciendo que el curso duraba once semanas porque los riñones de los estudiantes no lograrían sobrevivir a la duodécima.

Sin embargo, esta noche la gente estaba inquieta, pues el calor y la humedad eran insoportables. La temperatura había empezado a ascender el domingo y, según decían, iría en aumento hasta el viernes. Caminar por la calle era como moverse entre un montón de toallas mojadas: en cinco minutos, la camiseta se te pegaba al cuerpo; en diez, los pantalones se quedaban enganchados a los muslos. Estar dentro de la Academia no era mucho mejor, pues su arcaico sistema de aire acondicionado rugía con fuerza, pero solo conseguía ofrecer una temperatura de veintinueve grados.

Los estudiantes habían empezado a salir en procesión de las instalaciones de la Academia poco después de las seis, desesperados por disfrutar de un poco de aire fresco. Genny y Mac no habían tardado demasiado en seguirles.

Se habían conocido hacía ocho semanas, durante los primeros días del curso. «Los sureños tenemos que hacer piña», había bromeado Genny. «Sobre todo en una clase repleta de yanquis que hablan a toda velocidad». Pero mientras decía esto, sus ojos habían observado con atención los amplios pectorales de Mac, que se había limitado a sonreír.

A sus treinta y seis años, Mac era consciente de que las mujeres lo consideraban atractivo. Medía metro ochenta y nueve, tenía el cabello negro, los ojos azules y la piel bronceada, pues le encantaba correr, ir en bicicleta, pescar, cazar, practicar senderismo, piragüismo, etcétera. Bastaba con nombrar un deporte para que te dijera que lo había practicado con su hermana pequeña y sus nueve primos. Un estado tan diverso como Georgia ofrecía montones de opciones, y a los McCormack les enorgullecía aprender las lecciones de la forma más dura. El resultado de tanto deporte era un cuerpo esbelto y musculoso que parecía agradar a las mujeres de todas las edades, contratiempo que Mac soportaba con estoicismo. Resultaba de gran ayuda que a él también le gustaran las mujeres… «Demasiado», en opinión de su exasperada madre, que estaba ansiosa por tener una nuera y montones de nietos. Mac suponía que eso ya llegaría, pero de momento había consagrado su vida al trabajo.

Sus ojos se deslizaron una vez más hacia la puerta. Acababan de entrar dos muchachas, seguidas por otras dos. Todas conversaban alegremente. Se preguntó cómo se marcharían: ¿Juntas? ¿Por separado? ¿Con amantes recién conocidos? ¿Sin ellos? ¿Qué sería más seguro? Odiaba las noches calurosas.

– Tienes que intentar olvidarlo -le dijo Genny.

– ¿Qué?

– Lo que está llenando de arrugas tu atractivo rostro.

Mac apartó los ojos de la puerta por segunda vez y, tras dedicar una mirada irónica a su compañera, alzó su cerveza y la giró entre sus dedos.

– ¿Alguna vez has tenido uno de esos casos?

– ¿Te refieres a esos que se arrastran bajo tu piel, invaden tu cerebro y hechizan tus sueños de tal forma que, aunque hayan transcurrido cinco, seis, diez o veinte años, sigues despertándote en plena noche gritando? No, cariño, nunca he tenido un caso así. -Apagó el cigarrillo y rebuscó en su bolso para coger otro.

– Mientes, preciosa -se burló Mac, alzando de nuevo el encendedor. Los ojos azules de Genny se lo agradecieron mientras acercaba la cabeza a sus manos y aceptaba la llama.

Momentos después enderezó la espalda, inhaló el humo y lo exhaló.

– Bueno, chico guapo -dijo entonces-. Esta noche no vamos a enrollarnos, así que podrías hablarme de la reunión.

– No se celebró -replicó él.

– ¿Te dejó colgado?

– Por un pez más gordo. Según el doctor Ennunzio, ahora impera el terrorismo.

– Y se impone sobre un caso de hace cinco años -añadió ella.

Mac esbozó una sonrisa torcida, apoyó la espalda en el respaldo y extendió sus bronceadas manos.

– Murieron siete muchachas, Genny. Siete muchachas que nunca regresaron a casa junto a sus familias. Ellas no tuvieron la culpa de que las matara un asesino en serie normal y corriente, en vez de una amenaza terrorista importada.

– La batalla de los presupuestos.

– Por supuesto. La Unidad de Ciencias de la Conducta solo cuenta con un lingüista forense, el doctor Ennunzio, a pesar de que en esta nación hay miles de lunáticos que se dedican a escribir amenazas. Al parecer, las cartas al director ocupan un puesto inferior en la lista de prioridades, pero en mi mundo esas cartas son la única pista que tenemos. Mi departamento no me envió a esta prestigiosa Academia para proporcionarme una formación continuada, sino para que me entrevistara con ese hombre y consiguiera información de un experto sobre la única pista decente que nos queda. Sin embargo, tendré que regresar a Atlanta sin haber hablado con ese doctor y me despedirán con una patada en el culo.

– Tu culo no te importa lo más mínimo.

– Sería más sencillo si me importara -replicó Mac, adoptando un tono serio.

– ¿Has pedido ayuda a alguien de la Unidad de Ciencias de la Conducta?

– A todos quienes me han dicho la hora en el vestíbulo. Maldita sea, Genny. No soy arrogante; simplemente deseo detener a ese tipo.

– Podríais buscarlo por vuestra cuenta.

– Ya lo hemos intentado, pero no conseguimos nada.

Genny reflexionó mientras le daba otra calada a su cigarro. A pesar de lo que ella creía, Mac no se había dejado engañar por el tamaño de sus pechos. Como sheriff, Genny estaba al mando de doce hombres. Y nada menos que en Texas, un estado en el que las mujeres deseaban ser animadoras o, mejor aún, Miss América. En otras palabras, Genny era dura, inteligente y sumamente experimentada. Mac estaba seguro de que había tenido que ocuparse de varios casos de esos que se arrastran bajo tu piel… y teniendo en cuenta el calor que hacía en el exterior y la temperatura que alcanzarían a finales de semana, Mac deseaba que compartiera con él sus conocimientos.

– Han pasado tres años -dijo ella, por fin-. Es mucho tiempo para un depredador en serie, así que es posible que tu hombre haya sido encarcelado por algún otro delito. No sería la primera vez que ocurre algo así.

– Podría ser -replicó Mac, aunque su tono sugería que no estaba de acuerdo con aquella observación.

Ella asintió con la cabeza.