– No deberías estar sola aquí fuera.
La reacción de Kimberly fue instintiva: giró sobre sus talones, localizó a la forma gigantesca y amenazadora que se había detenido junto a ella y golpeó su rostro con la escopeta descargada. Entonces, sin perder ni un instante, echó a correr.
Oyó un gruñido de sorpresa y de dolor, pero no se detuvo. Era tarde, se encontraba en un lugar aislado y sabía demasiado bien que a ciertos depredadores les gustaba que gritaras.
Unos pasos fuertes y rápidos resonaban a sus espaldas. Llevada por el pánico, Kimberly había tenido la mala idea de echar a correr hacia los árboles. Se estaba alejando de la ayuda e internándose en la oscuridad. Tenía que regresar al complejo de la Academia, a la luz, a la población y al FBI. El hombre empezaba a ganarle terreno.
Kimberly respiró hondo. Su corazón palpitaba con fuerza y sus pulmones chillaban. A su cuerpo apenas le quedaban fuerzas pero, por fortuna, la adrenalina era una droga poderosa.
Se centró en los pasos que resonaban a sus espaldas, intentado diferenciar su cadencia del martilleo frenético de su propio corazón. El hombre estaba acortando las distancias. Era rápido, por supuesto, pues era más alto y más fuerte que ella. Al final del día, todos los hombres lo eran.
Hijo de puta.
Se concentró en el ritmo de los pasos de su perseguidor y lo imitó. Uno, dos, tres…
El hombre extendió la mano para intentar sujetarle la muñeca izquierda pero, en ese mismo instante, Kimberly se detuvo en seco y giró a la derecha, consiguiendo que su perseguidor siguiera adelante mientras ella echaba a correr hacia las luces.
– ¡Jesús! -le oyó blasfemar.
Esbozó una sonrisa sombría y fiera, pero los pasos enseguida volvieron a sonar a sus espaldas.
¿Sería así como se había sentido su madre? A pesar de que su padre había intentado ocultarle los detalles, Kimberly sabía que había luchado amargamente hasta el final porque, un año después de lo ocurrido, había leído todos los artículos publicados por el Philadelphia Inquirer. El primero, que llevaba por título: «Casa de los horrores de alta sociedad», había descrito el rastro de sangre que había recorrido todas y cada una de las habitaciones de la casa.
¿Su madre había luchado contra aquel tipo porque sabía que era el mismo que había matado a Mandy y suponía que después iría a por Kimberly? ¿O simplemente porque se había dado cuenta, en aquellos últimos y desesperados minutos, que bajo la seda y las perlas también ella era un animal? Al fin y al cabo, todos los animales, incluso el más humilde ratón de campo, luchan por salvar su vida.
Los pasos ya sonaban a escasos centímetros de ella y las luces todavía estaban demasiado lejos. No iba a conseguirlo. Aceptó este hecho con una frialdad que le sorprendió.
El tiempo se ha terminado, Kimberly. Aquí no hay actores, ni pistolas de pintura, ni chalecos antibalas. Entonces se le ocurrió una última estratagema.
Contó los pasos del hombre para calcular el momento en que se le echaría encima y, justo cuando su forma gigantesca se abalanzó sobre ella, se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos.
Vio el rostro del hombre, tenuemente iluminado por las luces distantes. Tenía los ojos abiertos de par en par y agitaba los brazos con fuerza para intentar detenerse. Entonces, con un último movimiento desesperado, se inclinó hacia la izquierda para mirarla.
Y en ese mismo instante, Kimberly alargó la pierna para hacerle caer de bruces al suelo.
Diez segundos después, le obligó a girarse sobre su espalda, se dejó caer sobre su pecho y apoyó el filo plateado de su cuchillo de caza contra su oscura garganta.
– ¿Quién coño eres? -preguntó.
El hombre se echó a reír.
– ¿Betsy? -dijo Tina, nerviosa. No hubo respuesta-. ¿Bets?
Nada. Y había algo más que no iba bien: no se oía ningún sonido. ¿No debería estar oyendo las puertas del coche abriéndose o cerrándose? ¿O a Betsy resoplando mientras arrastraba la rueda de repuesto hacia el suelo? Debería estar oyendo algún sonido. El de otros coches. El de los grillos. El del viento en los árboles.
Pero no había nada. Absolutamente nada. La noche estaba completa y letalmente muerta.
– No me hace gracia -musitó Tina, con un hilo de voz.
Entonces oyó el sonido de una ramita al romperse. Y al instante siguiente vio su rostro.
Pálido, sombrío y puede que incluso gentil sobre el cuello vuelto de su jersey negro. Con el calor que hace, ¿cómo diablos puede llevar un jersey de cuello alto?, pensó la muchacha.
El hombre alzó un rifle y lo apoyó en su hombro.
Tina dejó de pensar y echó a correr hacia los árboles.
– ¿De qué te ríes? ¡Deja de reírte! ¡Basta ya!
El hombre se reía con tantas fuerzas que los espasmos sacudían su enorme armazón y movían a Kimberly de un lado a otro, como si fuera un barco atrapado entre las olas.
– Me ha derribado una mujer -jadeó, con un inconfundible acento sureño-. Por favor, preciosa… no se lo cuentes nunca a mi hermana.
¿A su hermana? ¿Qué diablos…?
– Ya basta. Te juro que te abriré la garganta si vuelves a mover un solo músculo.
Su tono debió de ser muy serio, pues esta vez dejó de reírse. Así estaba mejor.
– ¿Quién eres? -preguntó, crispada.
– Soy el agente especial Michael McCormack, pero puedes llamarme Mac.
Los ojos de Kimberly se abrieron de par en par, pues tuvo un mal presentimiento.
– ¿Eres del FBI? -susurró. ¡Oh, no! ¡Había derribado a un compañero! ¡Quizá a su futuro jefe! Se preguntó quién sería el encargado de llamar a su padre para decirle: «Estimado Quincy, usted ha sido una estrella entre las estrellas del FBI, pero me temo que su hija es demasiado… rara para nosotros».
– Trabajo para el GBI, para el Departamento de Investigación de Georgia -respondió él-. Soy policía estatal. Siempre hemos sentido cierta debilidad por el FBI, de modo que os hemos copiado los títulos.
– ¡Serás…! -Estaba tan enfadada que fue incapaz de pensar en las palabras correctas, así que le golpeó el hombro con la mano izquierda. Entonces recordó que ya le estaba amenazando con un cuchillo-. Estás en la Academia Nacional -le acusó, con el mismo tono que otros usarían para lanzar veneno.
– Y tú te estás formando para convertirte en agente del FBI.
– ¡Eh, que todavía estoy apretando un cuchillo contra tu garganta!
– Lo sé. -Mientras respondía, se movió ligeramente. ¿Eran imaginaciones suyas o lo había hecho para estar más cómodo debajo de su cuerpo? Mac le miró con el ceño fruncido-. ¿Por qué llevas un cuchillo?
– Porque me quitaron la Glock -replicó, sin pensarlo.
– Por supuesto. -La miró como si fuera una mujer muy sabia y no una paranoica que aspiraba a convertirse en agente federal-. ¿Puedo hacerte una pregunta personal? Hum… ¿Dónde escondes ese cuchillo?
– ¡Córtate un poco! -exclamó sofocada, al sentir que recorría todo su cuerpo con la mirada. Como hacía calor y había estado entrenando al aire libre, llevaba unos pantalones cortos de nailon y una fina camiseta azul que no tapaban demasiado. ¡Por el amor de Dios! No se había vestido para una entrevista de trabajo, sino para practicar deporte. Por otra parte, incluso a ella le sorprendía la cantidad de cosas que podías esconder en la cara interna del muslo.
– ¿Por qué me seguías? -preguntó, hundiendo un poco más la punta del cuchillo en su garganta.
– ¿Y tú por qué corrías?
Kimberly frunció el ceño, apretó los dientes y probó otra táctica.