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– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vi que había luz y pensé que debía acercarme a echar un vistazo.

– ¡Aja! De modo que no soy la única paranoica.

– Tienes razón. Por lo que parece, los dos somos igual de paranoicos. ¿Cuál es tu excusa? La mía, que no puedo soportar el calor.

– ¡A mí no me pasa nada!

– Vale, me lo creo. Al fin y al cabo, eres tú quien tiene el cuchillo.

El hombre guardó silencio y esperó a que Kimberly hiciera algo…, ¿pero qué se suponía que tenía que hacer? La nueva agente Kimberly Quincy acababa de realizar su primera detención. Por desgracia, había detenido a un agente de la ley que tenía un rango más elevado que el suyo.

Mierda. Maldita sea. Dios, qué cansada estoy.

De repente, el último vestigio de adrenalina que le quedaba se desvaneció y su cuerpo, al que ya había exigido demasiado, se vino abajo. Abandonó su posición sobre el pecho del hombre y permitió que sus doloridas extremidades descansaran sobre la relativa comodidad del césped.

– ¿Un día largo? -preguntó el sureño, sin hacer ningún esfuerzo por levantarse.

– Una vida larga -replicó Kimberly con voz monótona. Al instante se arrepintió de sus palabras.

En completo silencio, Mac McCormack se llevó las manos a la nuca y contempló el firmamento. Kimberly le imitó y solo entonces fue consciente de la claridad del cielo nocturno, del océano de diminutas estrellas cristalinas que brillaban en lo alto. Era una noche hermosa. Probablemente, muchas chicas de su edad salían a pasear en noches como esta, cogidas de la mano de sus novios y riendo cada vez que estos intentaban robarles un beso.

Kimberly no podía imaginar una vida así. Esto era lo que siempre había deseado.

Volvió la cabeza hacia su compañero, que parecía disfrutar del silencio. Tras observarlo detenidamente, calculó que debía de medir más de metro ochenta. Era un tipo bastante grande, aunque no tanto como algunos de sus compañeros ex marines. Sin embargo, tenía pinta de ser fuerte y muy activo. Tenía el cabello oscuro, la piel bronceada y estaba en forma. Se sentía orgullosa de sí misma por haber sido capaz de derribarlo.

– Me has dado un susto de muerte -dijo ella, por fin.

– No era mi intención.

– No deberías haberte acercado con tanto sigilo en la oscuridad.

– Tienes razón.

– ¿Cuánto tiempo llevas en la Academia?

– Llegué en junio. ¿Y tú?

– Esta es mi novena semana. Me quedan siete.

– Te irá bien -replicó.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me has derrotado, ¿no? Aunque te aseguro que es la primera vez que intenta escapar de mí una chica guapa a la que decido perseguir.

– ¡Eres un presuntuoso! -le espetó, enojada.

Él se limitó a soltar una carcajada. El sonido fue profundo y retumbante, como el ronroneo de un gato montés. Kimberly decidió que aquel tipo no le gustaba. Debería levantarse y marcharse, pero le dolía demasiado el cuerpo. Así que siguió contemplando las estrellas.

– Hace calor -dijo entonces.

– Aja.

– Antes has dicho que no te gustaba el calor.

– Aja. -Guardó silencio unos instantes. Entonces, volviendo la cabeza hacia ella, añadió-: El calor mata.

Kimberly tardó un momento en darse cuenta de que estaba hablando en serio.

Las ramas de los árboles arañaban su rostro, los arbustos apresaban sus tobillos y los elevados hierbajos se enredaban en sus sandalias intentando derribarla. Con el corazón en la garganta y resoplando, Tina aceleró sus pasos y empezó a serpentear entre los árboles, esforzándose en no caer.

Tenía la impresión de que aquel tipo no la estaba siguiendo, pues no oía pasos a su espalda ni gritos airados. Era silencioso y sumamente sigiloso. Y por alguna razón, eso la asustaba aún más.

No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. ¿Por qué la seguía? Le daba miedo averiguarlo. ¿Qué le habría ocurrido a Betsy? Este pensamiento le llenó de dolor.

El aire abrasador le quemaba la garganta y la humedad del ambiente ardía en sus pulmones. Era tarde y, por instinto, había echado a correr colina abajo, en dirección contraria a la carretera. Ahora se dio cuenta de su error. Allí abajo, entre las profundas y oscuras sombras, no encontraría ayuda ni ningún lugar seguro.

Pero si lograba sacarle la suficiente ventaja, quizá podría escapar. Estaba en forma, así que podía encaramarse a un árbol y trepar hasta lo alto. O esconderse en una grieta y hacerse un ovillo tan pequeño que nunca conseguiría encontrarla. O buscar una liana y deslizarse por los aires como Tarzán en una película animada de Disney. La verdad es que le gustaría que todo esto no fuera más que una película. De hecho, en estos momentos le encantaría encontrarse en cualquier otro lugar.

El tronco salió de la nada. Un árbol muerto que posiblemente había sido derribado por un rayo décadas atrás. Tropezó primero con la espinilla y, sin poder reprimir un agudo grito de dolor, cayó de bruces al otro lado, arañándose las manos con un arbusto espinoso. Entonces, su espalda golpeó e1 terreno rocoso y el aliento escapó de su cuerpo.

Las ramas chasquearon débilmente a sus espaldas y oyó unos pasos calmados, controlados, contenidos.

¿Así era como llegaba la muerte? ¿Avanzando lentamente entre los árboles?

La espinilla de Tina palpitaba de dolor y sus pulmones se negaban a respirar. Se puso en pie, tambaleándose, e intentó dar un paso más.

Se oyó un débil silbido en la oscuridad y sintió un dolor breve y punzante. Bajó la mirada y vio que la pluma de un dardo sobresalía de su muslo izquierdo. ¿Qué era eso?

Intentó dar un paso, pues su mente seguía controlando su cuerpo y le gritaba con urgencia primaria que corriera. Pero sus piernas cedieron y Tina se desplomó sobre las hierbas que se alzaban por encima de sus rodillas, sintiendo que un extraño y fluido calor se extendía por sus venas y que sus músculos se rendían.

El pánico empezó a abandonar su consciencia y su corazón empezó a latir más despacio. Agradeciendo la suavidad de aquella respiración, sus pulmones se abrieron y su cuerpo empezó a flotar, a la vez que los bosques se alejaban girando en espiral.

Me ha drogado, pensó. Cabrón. Pero también este pensamiento se alejó a la deriva.

Unos pasos se aproximaron y lo último que vio fue su rostro, que la observaba paciente.

– Por favor -murmuró con voz pastosa, cubriéndose el vientre con las manos de forma instintiva-. Por favor… No me haga daño… Estoy embarazada.

El hombre cargó a hombros su cuerpo inconsciente y se la llevó de allí.

Nora Ray Watts estaba soñando. En su sueño todo era azul, rosa y púrpura. En su sueño, el aire parecía de terciopelo y podía girar sin parar y ver los brillantes destellos de las estrellas. En su sueño se reía a carcajadas, su perro Mumphry danzaba a sus pies e incluso sus destrozados padres esbozaban por fin una sonrisa.

Lo único que faltaba era su hermana.

De pronto se abrió una puerta que conducía a una bostezante oscuridad. La puerta le indicó por señas que se acercara y Nora Ray avanzó hacia ella, sin sentir temor alguno. Ya había cruzado esa puerta con anterioridad. En ocasiones se quedaba dormida solo para poder encontrarla de nuevo.

Nora Ray accedió al interior de sus oscuras profundidades…

Y al instante siguiente, se despertó sobresaltada. Su madre estaba a su lado en el oscuro dormitorio, zarandeándola con suavidad.

– Tenías una pesadilla.

– He visto a Mary Lynn -explicó Nora Ray, adormecida-. Creo que tiene una amiga.

– Shhh -le dijo su madre-. Déjala marchar. Solo es el calor.

Capítulo 6

Quántico, Virginia

07:03

Temperatura: 28 grados