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El marine la miró colérico. Era evidente que, en su cabeza, aquellas palabras habían cruzado alguna línea que rozaba la locura. El hombre suspiró y pareció luchar consigo mismo para mostrarse paciente.

Mac ya se encontraba en la zona por la que había revoloteado la hoja antes de posarse en el suelo. Estaba apoyado sobre manos y rodillas y avanzaba con cautela. Por primera vez, Kimberly fue consciente del problema al que se enfrentaban. Había demasiadas hojas secas en el suelo, rojas, amarillas y marrones. ¿De qué color era la que había quedado atrapada en el cabello de la joven? Oh, Dios, ya no lo recordaba.

Los guardias de refuerzo se habían acercado un poco más y tenían las manos en la empuñadura de sus rifles. Kimberly alzó la barbilla y les desafió a disparar.

– Tiene que marcharse -repitió el primer guardia.

– No.

– Señora, o se marcha por sí misma o nos veremos obligados a ayudarla.

Mac ya tenía una hoja en las manos. La sostenía en alto y la observaba con el ceño fruncido. ¿También él se estaba preguntando de qué color era la hoja que llevaba la víctima en el pelo o acaso lo recordaba?

– Pónganme una mano encima y les demandaré por acoso sexual.

El marine pestañeó. Kimberly también lo hizo. La verdades que, en lo que a amenazas se refería, esta era perfecta. Incluso Mac había vuelto la cabeza hacia ella y la miraba impresionado. Al ver que la hoja que sostenía en la mano era verde, Kimberly se relajó. Aquello tenía sentido. Las hojas que había en la escena estaban secas, pues habían caído durante el otoño, así que no cabía duda de que aquella hoja verde había venido con el cadáver. Lo había conseguido. Lo habían conseguido.

Los guardias de refuerzo se habían situado detrás de la primera pareja y ahora, cuatro pares de ojos masculinos la miraban con atención.

– Tiene que marcharse -repitió una vez más el primer marine, con una voz que ya no sonaba tan convincente.

– Solo estoy haciendo lo correcto para ella -replicó Kimberly, en voz baja.

Aquello pareció desarmarle aún más, pues el hombre apartó la mirada y la posó en el camino de tierra. Kimberly advirtió que seguía hablando.

– Yo tenía una hermana, ¿sabe? No era mucho mayor que esa muchacha. Una noche, un tipo la emborrachó, la metió en un coche y lo estrelló contra un poste telefónico. Después huyó y la dejó ahí sola, con la cabeza incrustada en el parabrisas. Pero mi hermana no murió en el acto, ¿sabe? Permaneció viva largo rato. Siempre me he preguntado… ¿Sintió cómo se deslizaba la sangre por su rostro? ¿Fue consciente de lo sola que estaba? Los médicos nunca me lo dijeron, pero me pregunto si lloró, si fue consciente de lo que le estaba ocurriendo. Tiene que ser lo peor del mundo, saber que te estás muriendo y que nadie venga a salvarte. Por supuesto, ustedes no tienen que preocuparse de esas cosas. Son marines, así que siempre acudirá alguien en su ayuda. Sin embargo, las mujeres del mundo no contamos con esa certeza. A mi hermana no la ayudó nadie.

Todos los marines habían agachado la cabeza. Su voz había sonado más dura de lo que había pretendido, de modo que la expresión de su rostro debía de ser terrible.

– Tienen razón -dijo entonces-. Debería marcharme. Regresaré más tarde, cuando hayan regresado los agentes que están al cargo de la investigación.

– Será lo mejor, señora -respondió el marine, que todavía era incapaz de mirarla a los ojos.

– Gracias por su ayuda. -Vaciló y entonces dijo, sin poder evitarlo-: Por favor, cuiden de ella por mí.

Kimberly dio media vuelta apresuradamente y, antes de que le diera tiempo a decir otra estupidez, se alejó por el sendero.

Dos minutos después, sintió la mano de Mac en su brazo. Al ver su expresión sombría supo que había oído sus palabras.

– ¿Has conseguido la hoja? -le preguntó.

– Sí.

– En ese caso, ¿te importaría decirme por qué estás aquí?

– Porque durante todos estos años le he estado esperando -respondió.

Capítulo 9

Quántico, Virginia

12:33

Temperatura: 35 grados

– Todo empezó en el año 1998. El 4 de junio. Dos universitarias que compartían piso en Atlanta salieron de fiesta una noche y nunca regresaron a casa. Tres días más tarde, el cadáver de la primera fue hallado cerca de la interestatal 75, al sur de la ciudad. Cuatro meses después encontraron los restos de la segunda en el Parque Estatal de la Garganta Tallulah, a cientos de kilómetros de distancia. Ambas estaban vestidas y conservaban sus bolsos. No había indicios de robo ni de agresión sexual.

Kimberly frunció el ceño.

– Qué extraño.

Mac asintió. Estaban en un rincón de la Sala Crossroad, sentados sobre una pequeña mesa, con las cabezas muy juntas y hablando en voz baja.

– Al año siguiente, en 1999, la primera ola de calor no se produjo hasta el mes de julio. El día diez, dos menores de Macon, Georgia, se colaron en un local y nunca más se las volvió a ver con vida. El cadáver de la primera fue hallado dos días después, cerca de la estatal cuarenta y uno, que resulta estar en las proximidades del Parque Estatal de la Garganta Tallulah. El cuerpo de la segunda apareció…

– ¿Dentro de la garganta? -se aventuró Kimberly.

– No. En un campo de algodón del condado de Burke, a unos doscientos cincuenta kilómetros de la garganta. Sin embargo, como la estábamos buscando en el parque nacional, nadie encontró su cadáver hasta el mes de noviembre, durante la cosecha de algodón.

– Espera un momento. -Kimberly levantó una mano-. ¿Me estás diciendo que transcurrieron cuatro meses antes de que alguien encontrara el cadáver de una joven en un campo de cultivo?

– Ya veo que nunca has estado en el Condado de Burke. Allí hay más de doscientas mil hectáreas dedicadas al cultivo del algodón. Es el tipo de lugar por el que puedes conducir el día entero sin encontrar ninguna carretera asfaltada. En el Condado de Burke no hay nada.

– Salvo un cadáver -Kimberly se inclinó hacia adelante-. En esta ocasión, ¿ambas estaban también completamente vestidas? ¿Tampoco hubo indicios de agresión sexual?

– Dadas las condiciones en las que fueron halladas, resulta difícil saberlo con certeza en el caso de la segunda muchacha de cada pareja -replicó Mac-. De todos modos, las cuatro llevaban puesta la ropa de fiesta con la que habían sido vistas por última vez y su aspecto era relativamente… apacible.

– ¿La causa de la muerte?

– Varía. Las muchachas que fueron halladas junto a la carretera murieron por una sobredosis de Ativan, un medicamento de prescripción que contiene benzodiazepina. El asesino les inyectó una dosis letal en el hombro izquierdo.

– ¿Y las otras?

– No lo sabemos. Deanna Wilson podría haber muerto al caer por un precipicio y creemos que Kasey Cooper murió por la exposición a los elementos o, quizá, por deshidratación.

– ¿Las dos fueron abandonadas con vida?

– Es una teoría.

Kimberly no estaba segura de que le hubiera gustado el tono con el que Mac había respondido.

– Antes me has dicho que conservaban sus bolsos. ¿El carné de identidad estaba en su interior?

Mac la miró con el ceño fruncido. Era evidente que estaba pensando en la joven que habían encontrado por la mañana y el hecho de que no hubiera ningún documento de identidad en su cartera.

– Llevaban el carné de conducir -respondió-, de modo que identificar los cadáveres nunca fue un problema. Sin embargo, no había ninguna llave en su interior y nunca localizamos ningún vehículo.

– ¿En serio? -la mueca de Kimberly se intensificó. Muy a su pesar, estaba fascinada-. De acuerdo, continúa.

– Pasamos al año 2000-prosiguió Mac con voz suave, poniendo los ojos en blanco-. El años 2000 fue un mal año. El verano fue brutalmente caluroso y no cayó ni una gota de agua. El 29 de mayo, la temperatura ya superaba los treinta y cinco grados. Dos estudiantes de la Universidad Estatal de Augusta fueron a Savannah a pasar el fin de semana y nunca regresaron a casa. El martes por la mañana, un motorista encontró el cadáver de la primera junto a la estatal 25, en Waynesboro. ¿A que no adivinas dónde está Waynesboro?