La policía intentó ocultar estos detalles, del mismo modo que había ocultado muchos otros, pero un miembro de la oficina del forense volvió a filtrar esta información a la prensa.
Por primera vez, el público en general supo lo que la policía ya sabía y lo que el hombre había sospechado desde hacía un año. La gente supo por qué la primera muchacha siempre era abandonada en un lugar donde era fácil encontrarla, junto a una carretera principal. La gente supo por qué su muerte era siempre tan rápida y por qué aquel hombre secuestraba a las muchachas por parejas. La primera víctima era simplemente una herramienta desechable y necesaria para el juego. Ella era el mapa. Los agentes tenían que interpretar las pistas que contenía su cadáver del modo correcto, para poder encontrar con vida a la segunda muchacha. Pero para ello tenían que actuar deprisa. Para ello tenían que derrotar al calor.
Llegaron los grupos especiales de operaciones, llegaron los periodistas y el agente especial McCormack apareció en los informativos para anunciar que los hierbajos, la sal marina y el bígaro, elementos hallados en el cadáver de Mary Lynn, les hacían sospechar que la joven se encontraba en algún lugar de las ciento cincuenta mil hectáreas de marismas saladas que había en el estado de Georgia.
«¿Pero en qué lugar exactamente, estúpidos?», garabateó el hombre en su libro de recortes. «A estas alturas, ya deberíais conocerle mejor. ¡El reloj hace tictac!»
– Tenemos razones para creer que Nora Ray sigue viva -había anunciado el agente especial McCormack una vez más-. Y vamos a llevarla de vuelta a casa junto a su familia.
«No hagas promesas que no puedas cumplir», escribió el hombre. Pero esta vez se equivocaba.
Este fue el último artículo que guardó en su cuaderno, lleno a rebosar de recortes de prensa: «27 de julio de 2000. Nora Ray Watts ha sido rescatada de las absorbentes profundidades de una marisma salada de Georgia». La octava víctima del Ecoasesino había logrado sobrevivir cincuenta y seis horas entre la tórrida sal, bajo un sol abrasador y una temperatura de treinta y ocho grados centígrados, masticando espartina y cubriéndose el cuerpo de barro para protegerlo del calor. La fotografía publicada en el periódico la mostraba exuberante, vibrante y triunfal mientras el helicóptero de los guardacostas la alzaba hacia un cielo muy azul.
Los agentes habían aprendido las normas del juego y por fin habían ganado.
En la última página del cuaderno de recortes no había artículos, ni fotografías, ni transcripciones de los informativos nocturnos. En esa última página, el hombre había escrito con suma pulcritud cuatro palabras: «¿Y si estoy equivocado?»
Y las había subrayado.
El año 2000 llegó a su fin. Nora Ray Watts estaba viva y el Ecoasesino no volvió a atacar nunca más. Los veranos llegaban y se marchaban, las olas de calor azotaban al estado de Georgia y castigaban a sus buenos ciudadanos con temperaturas abrasadoras que reavivaban sus miedos, pero no ocurrió nada más.
Tres años después, el Atlanta Journal-Constitution publicó un artículo en retrospectiva y entrevistó al agente especial McCormack para que hablara sobre los siete homicidios que habían quedado sin resolver durante aquellos tres terribles veranos, pero el detective se limitó a decir que seguían investigando los casos.
El hombre no conservó aquel artículo, sino que lo estrujó y lo tiró a la papelera. Aquella noche bebió largo y tendido.
Todo ha terminado, pensó. Todo ha terminado y estoy a salvo. Es así de simple.
Pero en lo más profundo de su corazón creía estar equivocado. Porque para ciertas cosas, todo era cuestión de cuándo…
Capítulo 1
Quantico, Virginia
15:59
Temperatura: 35 grados
– ¡Dios mío, qué calor! Seguro que ni los cactus pueden soportarlo. Seguro que ni las rocas del desierto pueden soportarlo. De verdad te digo que esto es lo que ocurrió justo antes de que los dinosaurios desaparecieran de la Tierra.
No recibió respuesta.
– ¿Realmente crees que el naranja me sienta bien? -insistió la conductora.
– «Realmente» es una palabra demasiado fuerte.
– Bueno, no todo el mundo es capaz de dar su opinión cuando va vestido con un traje de cuadros púrpuras.
– Cierto.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Este calor me está matando! -La conductora, la nueva agente Alissa Sampson, ya tenía suficiente. Tiró en vano de su traje de poliéster de los años setenta, aporreó el volante con la palma de la mano y dejó escapar un suspiro exasperado. La temperatura en el exterior rondaba los treinta y cinco grados y, posiblemente, dentro del Bucar superaba los cuarenta y tres. No era la mejor época del año para ponerse un traje de poliéster y, como los chalecos antibalas tampoco resultaban de gran ayuda, Alissa tenía dos grandes y brillantes cercos naranjas alrededor de las axilas. La nueva agente Kimberly Quincy vestía un traje de cuadros rosas y púrpuras que olía a naftalina y estaba en unas condiciones similares.
En el exterior reinaba el silencio. El Billiards estaba tranquilo; el City Pawn estaba tranquilo; el Pastime BarDeli estaba tranquilo. Los minutos pasaban con gran lentitud y los segundos avanzaban tan despacio como el hilo de sudor que descendía por la mejilla de Kimberly. Su M-16 descansaba sobre su cabeza, asegurada al techo del vehículo y lista para ser utilizada.
– Esta es una de las cosas que nunca contaron de la época disco -murmuró Alissa-: ¡El poliéster no transpira! ¿Lo que quiera que sea va a ocurrir o no?
Era evidente que Alissa estaba nerviosa. Había sido contable forense antes de unirse al FBI, donde la miraban con muy buenos ojos por su amor a los números. Alissa era feliz con un ordenador, pero ahora no estaba realizando tareas administrativas, sino que se encontraba en primera línea de batalla.
En teoría, en cualquier momento, iba a aparecer un vehículo negro en el que viajaba un supuesto traficante de armas de noventa y cinco kilos de peso, aunque nadie sabía si iría o no acompañado. Kimberly, Alissa y otros tres agentes tenían órdenes de detener el vehículo y arrestar a sus ocupantes.
Phil Lehane dirigía la operación, pues había trabajado en la policía de Nueva York y tenía una gran experiencia en las calles. Tom Squire y Peter Vince viajaban en el primero de los dos vehículos de refuerzo; Alissa y Kimberly en el segundo. Kimberly y Tom, expertos tiradores, debían cubrir a sus compañeros con sus rifles, aunque Alissa y Peter, encargados de la conducción táctica, también llevaban revólveres para defenderse.
Siguiendo el estilo del FBI, no solo habían planeado esta detención y se habían disfrazado para llevarla a cabo, sino que también la habían estado practicando. Durante el ensayo inicial, Alissa había tropezado al salir del vehículo y se había caído de bruces. Ahora, todavía tenía el labio superior hinchado y había puntos de sangre en la comisura derecha de su boca.
Sus heridas eran superficiales, pero su ansiedad intensa.
– Está tardando demasiado -murmuró-. Se suponía que aparecería en el banco a las cuatro y ya son las cuatro y diez. No creo que vaya a venir.
– La gente se retrasa.
– Solo quieren confundirnos. ¿No te estás achicharrando?
Kimberly miró a su compañera. Alissa charlaba por los codos cuando estaba nerviosa; en cambio, Kimberly permanecía callada y solo respondía con monosílabos. De hecho, durante los últimos días había permanecido callada y solo había respondido con monosílabos.
– Ese tipo aparecerá cuando le apetezca. ¡Tranquilízate de una vez!
Los labios de Alissa se tensaron y, durante un segundo, algo destelló en sus brillantes ojos azules. Rabia. Dolor. Vergüenza. Resultaba difícil saberlo con certeza. Kimberly era otra mujer en el mundo dirigido por hombres del FBI, de modo que el hecho de que la criticara era como una blasfemia. Se suponía que tenían que apoyarse. Chicas al poder, el Clan Ya-Ya y toda esa basura.