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– ¿Qué? -exclamó Watson. Miró a Kaplan, que parecía tan desconcertado como él. Al parecer, ambos eran partidarios de la teoría de que el policía de Georgia era el asesino. ¿Y por qué no? Hallan un cadáver a las ocho de la mañana y cierran el caso antes de las seis. Sería un titular impresionante. Capullos.

– Creo que deberían dejarle hablar -intervino Quincy, con voz calmada-. Por supuesto, solo es el consejo de un especialista externo.

– Sí -le secundó Rainie-. Déjenle hablar. Es posible que averigüemos algo.

– Gracias. -Mac les dedicó una mirada agradecida a la vez que evitaba encontrarse con los ojos de Kimberly. ¿Cómo debía de sentirse en este momento? ¿Herida, confundida, traicionada? No había pretendido causarle ningún problema, pero ahora ya no podía hacer nada.

– Pueden ponerse en contacto con mi supervisor, el agente especial al mando Lee Grogen, de la oficina de Atlanta, para verificar lo que les voy a contar. A partir del año noventa y ocho, en Georgia se produjeron diversos asesinatos similares al que ha tenido lugar hoy aquí. Después del tercero creamos un grupo de operaciones multijurisdiccional encargado de la investigación, pero el Ecoasesino se desvaneció antes de que pudiéramos encontrarle, dejando siete víctimas a sus espaldas. No volvió a matar. Al principio, el grupo especial tenía más de mil pistas que seguir pero, tres años después, apenas nos quedaba nada.

Las cosas volvieron a caldearse hace seis meses, cuando recibimos una carta por correo. Contenía el recorte de una carta al director similar a las que nuestro hombre solía enviar al Atlanta Journal-Constitution. Sin embargo, esta no había sido enviada a ningún periódico de Georgia, sino al Virginia-Pilot. Poco después empecé a recibir llamadas telefónicas…

– ¿Usted o el grupo especial?

– Yo. En mi teléfono móvil. Ignoro la razón, pero de momento he recibido seis llamadas. Mi interlocutor utiliza algún tipo de dispositivo electrónico que distorsiona la voz y siempre me transmite el mismo mensaje: que el Ecoasesino se está poniendo nervioso. Que va a atacar de nuevo. Y que esta vez, ha elegido Virginia como terreno de juego.

– Entonces, su departamento decidió enviarle a Quántico -dijo Watson-. ¿Por qué? ¿Para hacer de perro guardián? ¿Para evitar por arte de magia otro crimen? ¿Por qué no nos comunicó el motivo de su presencia?

Mac le miró con seriedad.

– Me habría encantado explicar el motivo de mí presencia a todo aquel que me hubiese querido escuchar, pero seamos sinceros: aquí, los casos abiertos no valen nada. Todo el mundo habría asumido que estaba obsesionado con una investigación que todavía me quitaba el sueño. Por eso me limité a mantener una reunión preliminar con un lingüista forense de la Unidad de Ciencias de la Conducta, el doctor Ennunzio. Le enseñé las cartas al director, pero debo decirles que desconozco su opinión, pues ha estado eludiendo mis llamadas desde entonces. Y eso es todo. Conseguí una buena pista de una mala forma, pero ustedes están ladrando al árbol equivocado porque son unos inútiles paranoicos.

– Bueno, ha sido un buen resumen de la situación -comentó Rainie.

El rostro de Watson se había sonrojado sobre su corbata roja reglamentaria. Mac siguió mirándole a los ojos. Estaba tan enfadado que había empezado a hacer enemigos cuando lo que necesitaba eran aliados, pero no le importaba. Había muerto otra chica y estaba harto de permanecer encerrado en un despacho, discutiendo sobre un caso que aquellos tipos no lograrían comprender a tiempo.

– No hay ninguna prueba convincente que demuestre que este cadáver está relacionado con los asesinatos de Georgia -dijo por fin Kaplan-. ¿La persona que le llama le dijo que el Ecoasesino iba a atacar esta semana?

– No específicamente.

– ¿Le dijo que lo haría en la Academia del FBI?

– Tampoco.

– ¿Le explicó la razón por la que el asesino se había mantenido inactivo durante tres años?

– No.

– ¿Y por qué decidió atacar en Virginia?

– Tampoco.

– En otras palabras, esa persona no le ha contado nada.

– Exacto, señor. Y ese es el principal problema de nuestra investigación. Han transcurrido cinco años y seguimos sin saber nada. Y como el asesinato de hoy no ha cambiado nada, podríamos dar por zanjado ya este asunto, porque así podría regresar al exterior y, ya sabe, hacer algo.

El ex marine ignoró este comentario y centró su atención en las respuestas que le había dado.

– En resumen, lo único que tiene es una carta al director publicada seis meses antes de que apareciera un cadáver. Me resulta muy poco verosímil. Un asesino en serie de Georgia que ha permanecido inactivo durante tres años decide dejar un cadáver en Quántico y solo se lo notifica a un estudiante de la Academia Nacional. No tiene ningún sentido.

– ¿Acaso debería haberle llamado a usted? -preguntó Rainie, con un tono discretamente sarcástico. Mac sintió un inmenso aprecio por ella.

– No es eso lo que estoy diciendo…

– ¿O acaso debería haberse explicado mejor en sus notas?

– ¡Exacto! Si ese tipo se dedica a dejar notas, ¿dónde está la de este cadáver? Tengo la impresión de queje gusta acreditar sus crímenes, así que, ¿dónde ha dejado constancia de su autoría?

– Han transcurrido tres años -respondió Rainie-. Quizá ha cambiado de táctica.

– Escuchen -interrumpió Mac, con voz tensa. Advirtió la urgencia que transmitía su voz e intentó calmarse, pero le resultó imposible. No tenía tiempo para tonterías. Estos hombres no lo entendían. Y sin el papeleo y los memorandos pertinentes, nunca lo entenderían. Quizá, el Ecoasesino era consciente de ello. La burocracia era lenta, sobre todo cuando se trataba de asuntos legales. Las agencias encargadas del cumplimiento de la ley se movían dolorosamente despacio, puntuando las íes, cruzando las tes y cubriéndose las espaldas en todo momento. Mientras tanto, una muchacha había sido abandonada en algún lugar aislado, vestida con ropa de fiesta. Posiblemente, en estos momentos estaba aferrada a su galón de agua, preguntándose qué iba a ser de ella-. Hay mucho más que una maldita carta. El Ecoasesino tiene reglas. Nosotros las llamamos Las Reglas del Juego y en este asesinato hay muchas… o al menos las suficientes para que esté convencido de que se trata de él. -Mac levantó el dedo índice-. La primera es que solo ataca durante una ola de calor.

– Estamos en julio. Tenemos montones de olas de calor -objetó Watson.

Mac ignoró sus palabras.

– La segunda es que la víctima siempre está vestida y conserva el bolso. Nunca hay señales de robo ni de agresión sexual. El cadáver presenta un cardenal en el muslo o en las nalgas, pero la causa de la muerte siempre es una sobredosis del tranquilizante Ativan, inyectado en la parte superior del brazo izquierdo.

Watson atravesó a Kimberly con la mirada.

– No se le ha olvidado contarle ningún detalle, ¿verdad?

– ¡Lo he visto con mis propios ojos! -replicó Mac, con brusquedad-. Maldita sea, llevo tres años esperando a que llegue este momento. Por supuesto que hice una visita a la escena del crimen. Los nuevos agentes no son los únicos que saben moverse con sigilo por el bosque…

– Usted no tenía ningún derecho…

– ¡Tengo todos los derechos! Conozco a ese hombre. Llevo cinco años estudiándole y de verdad le digo que no tenemos tiempo para tonterías. ¿No lo entiende todavía? Esa muchacha no es la única víctima. La tercera regla del juego es que siempre las secuestra por parejas, pues la primera víctima no es más que un mapa, una herramienta que nos ayuda a determinar el lugar donde se está desarrollando el verdadero juego.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Rainie.

– Lo que quiero decir es que en estos momentos hay otra muchacha ahí fuera. Viajaba con la joven que ha aparecido muerta esta mañana. Quizá era su hermana, su compañera de piso o su mejor amiga. Estaba con ella cuando las atacaron y ha sido llevada a algún lugar que el Ecoasesino ha escogido de antemano. Siempre busca terrenos geográficamente únicos y, al mismo tiempo, peligrosos. En nuestro estado escogió una garganta de granito, un inmenso condado dedicado al cultivo del algodón, la ribera del Savannah y, por último, una zona pantanosa próxima a la costa. Le gustan los lugares abiertos donde abundan depredadores naturales tales como las serpientes de cascabel, los osos y los gatos monteses. Le gustan los lugares aislados, para que las chicas no puedan encontrar ayuda por mucho que caminen. Le gustan las zonas de interés ecológico que han quedado relegadas al olvido.