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– ¿Alissa?

Se abalanzó sobre el asiento del conductor y vio que la nueva agente Alissa Sampson estaba en el asfalto y que una mancha de color rojo oscuro se extendía por su traje naranja.

– Ha caído una agente, ha caído una agente -gritó Kimberly. Otro pop y el asfalto explotó a dos centímetros de la pierna de Alissa.

– Mierda -gimió esta-. Oh, mierda. ¡Cómo duele!

– ¿Dónde están esos rifles? -chilló Lehane.

Cuando Kimberly disparó en respuesta, advirtió que las puertas del Mercedes se habían abierto para ofrecer protección a sus ocupantes. Vividos y brillantes colores explotaban en todas las direcciones. Oh, la situación era bien jodida.

– ¡Rifles! -gritó de nuevo Lehane.

Kimberly regresó con premura a su posición y colocó el rifle en la abertura de la puerta, intentando recordar el protocolo a pesar de los nervios. El objetivo seguía siendo detener al criminal, pero este les estaba disparando y era posible que un agente hubiera perdido la vida. ¡Joder! Empezó a disparar a todo lo que se movía cerca del Mercedes.

Un nuevo pop hizo que su puerta estallara en púrpura. Kimberly se agazapó, dejando escapar un grito. Con otro pop, el pavimento se volvió de color amarillo a un centímetro de sus pies, que ahora estaban expuestos. ¡Mierda!

Kimberly se incorporó, abrió fuego y se escondió de nuevo tras la puerta.

– Quincy, estoy recargando el rifle- gritó por la radio. Le temblaban tanto las manos que se le escapó el disparador y tuvo que empezar de nuevo. Vamos, Kimberly. ¡Respira!

Necesitaba recuperar el control de la situación, pero no conseguía introducir las malditas balas en la recámara. Respira. Respira. Respira. Relájate. De pronto, alcanzó a ver un movimiento por el rabillo del ojo; el coche, el sedán negro, seguía con las puertas abiertas pero había empezado a avanzar.

Kimberly cogió la radio, se le cayó de las manos, la cogió de nuevo y gritó:

– ¡Disparad a las ruedas! ¡A las ruedas!

Squire y Lehane oyeron sus palabras o ya habían visto lo que ocurría, pues la siguiente salva de disparos salpicó de colores la calzada y el sedán se detuvo con torpeza a escasos centímetros del vehículo de Kimberly. Esta alzó la mirada y sus ojos se encontraron con los del tipo que ocupaba el asiento del conductor, instantes antes de que saliera disparado del vehículo. Kimberly abandonó de un salto su posición y echó a correr tras él.

Momentos después, un dolor brillante y ardiente explotó en la base de su columna.

La nueva agente Kimberly Quincy cayó y no pudo volver a levantarse.

– Bueno, eso ha sido un verdadero ejercicio de estupidez -bramó Mark Watson, supervisor del FBI, quince minutos después. El ejercicio había terminado y los cinco nuevos agentes habían regresado salpicados de pintura, acalorados y, en teoría, medio muertos, al punto de encuentro, donde estaban disfrutando del honor de recibir las críticas de su instructor y sus treinta y ocho compañeros de clase-. ¿Alguien sabría decirme el primer error?

– Alissa no se quitó el cinturón de seguridad.

– Correcto. Desabrochó el cierre, pero no retiró el cinturón. Por eso, cuando llegó el momento de la acción…

Alissa agachó la cabeza.

– Se me enredó en el brazo, me giré para quitármelo…

– Te incorporaste y recibiste un disparo en el hombro. Esa es una de las razones por las que realizamos estas prácticas. ¿El segundo error?

– Kimberly no ayudó a su compañera.

Los ojos de Watson se iluminaron, pues este era uno de sus temas favoritos. Watson había trabajado como policía en Denver antes de unirse al FBI, diez años atrás.

– Sí, Kimberly y su compañera. Hablemos de ello. Kimberly, ¿por qué no te diste cuenta de que Alissa no se había quitado el cinturón?

– ¡Sí que me di cuenta! -protestó Kimberly-. Pero con el coche, las armas… Todo ocurrió muy deprisa.

– Sí, pero todo ocurre siempre muy deprisa. Ese es el verdadero epitafio de los muertos y los inexpertos. Es bueno prestar atención a todo lo que hace el sospechoso y es bueno recordar en todo momento el papel que debemos desempeñar. Sin embargo, también debemos prestar atención a lo que hace la persona que está a nuestro lado. Tu compañera cometió el error de pasar por alto un detalle, pero tú cometiste el error de no hacer nada para solventarlo. Por lo tanto, ella resultó herida y ambas os convertisteis en blancos fáciles. Por cierto, ¿en qué estabas pensando cuando decidiste dejarla tirada en el suelo?

– Lehane estaba pidiendo a gritos que le cubriera con el rifle…

– ¡Dejaste a una agente expuesta! ¡Es evidente que si no había muerto ya, pronto la matarían! ¿No podrías haberla arrastrado al interior del vehículo?

Kimberly abrió la boca y la cerró de nuevo. Con amargura y egoísmo deseó que Alissa hubiera sabido cuidar de sí misma, aunque solo fuera por una vez, pero renunció a discutir aquel punto.

– El tercer error -dijo Watson, con voz crispada.

– No tuvieron el vehículo controlado en ningún momento -comentó otro compañero.

– Exacto. Detuvisteis el vehículo del sospechoso, pero en ningún momento lo tuvisteis controlado. -Sus ojos se posaron en Lehane-. Cuando las cosas empezaron a torcerse, ¿qué deberías haber hecho?

Lehane se agitó inquieto y se palpó el cuello del traje marrón, que le iba dos tallas grandes y tenía el hombro izquierdo manchado de pintura rosa chicle y amarillo mostaza. Como las pistolas de pintura que utilizaban los actores -también conocidos como «los malos»-, durante los entrenamientos manchaban todo lo que había a la vista, los nuevos agentes solían vestir ropa del Ejército de Salvación. Al explotar, las cápsulas hacían un daño de mil demonios, y esa era la razón por la que Lehane se protegía las costillas con el brazo izquierdo. Los estudiantes de la Academia del FBI no utilizaban pistolas de pintura, sino armas reales cargadas con balas de fogueo, puesto que sus instructores deseaban que se familiarizaran con ellas. Además, todos llevaban chalecos antibalas para acostumbrarse a su peso. Todos estaban de acuerdo con estas medidas, pero los estudiantes se preguntaban por qué los actores no podían disparar también balas de fogueo.

Muchos consideraban que lo hacían así para que fuera más embarazoso resultar herido, pues la pintura de las cápsulas dejaba la ropa manchada de brillantes colores. Además, el dolor no era algo que pudiera olvidarse con facilidad. Tal y como había señalado con sequedad Steven, el psicólogo de la clase, los entrenamientos del callejón Hogan eran, básicamente, una clásica terapia de choque llevada a una nueva escala.

– Disparar a las ruedas -respondió por fin Lehane.

– Exacto. A Kimberly se le ocurrió hacerlo… pero eso nos lleva a la hazaña mortal del día.

La mirada de Watson se posó en Kimberly. Ella le miró a los ojos y alzó la barbilla, poniéndose a la defensiva.

– Abandonó la protección de su vehículo -dijo el mismo estudiante que había hablado en primer lugar.

– Bajó el arma.

– Echó a correr tras el sospechoso sin haber asegurado antes la escena.

– Dejó de cubrir a…

– Recibió un disparo mortal…

– Y quizá hizo que mataran a su compañera.

Se oyeron risas. Kimberly dedicó una mirada colérica al comentarista para agradecerle su apoyo. Silbador, un corpulento ex marine que parecía silbar cada vez que respiraba, le devolvió la sonrisa. Él mismo había realizado la hazaña mortal del día anterior cuando, durante el atraco al Banco de Hogan, había intentado disparar al ladrón y solo había conseguido herir al cajero.

– Me dejé llevar por la confusión del momento -replicó Kimberly, con sequedad.

– Recibiste un disparo mortal -le corrigió Watson.