– ¡Solo me quedé paralizada!
Estas palabras le hicieron ganarse otra mirada burlona.
– En primer lugar hay que asegurar la escena. Controlar la situación. Y solo después, perseguir al sospechoso.
– Se habría ido…
– Pero tendrías el coche y podrías haberlo utilizado como prueba. Tendrías a sus compinches y podrías haberlos interrogado para localizar al sospechoso. Y lo mejor de todo es que podrías haber conservado la vida. Más vale pájaro en mano, Kimberly. Más vale pájaro en mano que ciento volando. -Watson le dedicó una última mirada severa, antes de dirigirse al resto de la clase-. Recordad que, a pesar de la confusión del momento, debéis mantener el control. Y para ello debéis esforzaros al máximo durante los entrenamientos y los infinitos ejercicios que os obligamos a hacer. Lo único que pretendemos con las prácticas del callejón de Hogan es enseñaros a utilizar la cabeza. Disparar a un ladrón poniendo en juego la vida de otras personas durante un atraco a mano armada no es utilizar la cabeza. -Silbador recibió una mirada de reproche-. Y abandonar la protección del vehículo y dejar de cubrir a los compañeros para perseguir a un sospechoso tampoco es utilizar la cabeza. -Miró una vez más a Kimberly, como si fuera necesario que recordara que aquel comentario iba dirigido a ella-. Recordad vuestra formación. Sed astutos. Mantened el control. Eso os ayudará a conservar la vida. -Dicho esto, echó un vistazo al reloj y dio una palmada-. Bueno, chicos. Ya son las cinco y esto está hecho un verdadero desastre. Limpiad toda esa pintura y recordad que, mientras dure el calor, tenéis que beber mucha agua.
Capítulo 2
Quantico, Virginia
17:22
Temperatura: 34 grados
Veinte minutos más tarde, Kimberly se había retirado a la bendita soledad de su pequeño dormitorio de Washington Hall pensando que, tras la debacle de la tarde, se echaría una buena llorera. Sin embargo, acababa de descubrir que después de nueve semanas en la Academia, estaba demasiado cansada para llorar.
Así que ahora estaba desnuda en medio de la habitación, contemplando su reflejo en un espejo de cuerpo entero sin acabar de creerse lo que veía.
Podía oír a su derecha el sonido del agua. Lucy, su compañera de habitación, acababa de terminar la carrera de entrenamiento y se estaba duchando en el cuarto de baño que compartían con otras dos estudiantes. A sus espaldas oía disparos y la detonación ocasional de artillería. Las clases de la Academia Nacional y el FBI habían concluido por el día, pero Quantico seguía siendo un hervidero de actividad, pues los marines estaban realizando su entrenamiento básico al final de la calle y la Agencia Antidroga del Gobierno Estadounidense estaba ejecutando diversos ejercicios. Siempre había alguien disparando en algún punto de las ciento cincuenta mil hectáreas que ocupaban los terrenos de la Academia.
Kimberly había pisado por primera vez este lugar en el mes de mayo. Nada más apearse del autobús Dafre que la había traído desde el aeropuerto había percibido el aroma a cordita mezclado con césped recién segado y había pensado que aquello era lo mejor que había olido en su vida. La Academia le había parecido un lugar hermoso. Y sorprendentemente discreto. Sus trece grandes edificios de ladrillo beis eran idénticos a los de cualquier otra institución construida durante los años setenta. Al verlos pensabas en un instituto local o, quizá, en unas oficinas gubernamentales. Eran edificios normales y corrientes.
Tanto por fuera como por dentro. Nada más acceder al interior, veías una práctica moqueta que se perdía en la distancia. Las paredes estaban pintadas de color blanco hueso y los muebles eran escasos y funcionales: sillas de color naranja con el respaldo bajo y prácticas mesas y escritorios de roble. La Academia había abierto oficialmente sus puertas en el año 1972 y su decoración no había cambiado demasiado desde entonces.
De todas formas, el conjunto del complejo resultaba acogedor. El dormitorio Jefferson, donde se registraban los visitantes, estaba decorado con un hermoso ribete de madera y contaba con un atrio rodeado de cristal que resultaba perfecto para preparar barbacoas cuando el tiempo no invitaba a salir al exterior. Una docena de largos pasillos de cristal ahumado conectaba los diferentes edificios entre sí; cuando los recorrías no tenías la sensación de estar bajo techo, sino paseando por un campo frondoso. Por todas partes brotaban jardines donde florecían los árboles o patios de losa con bancos de hierro forjado. Los días soleados, los cadetes podían competir con las marmotas, los conejos y las ardillas, animales que solían frecuentar los arrolladores terrenos de la Academia. Y al anochecer, los brillantes ojos ámbar de los ciervos, zorros y mapaches aparecían en los límites del bosque y contemplaban los edificios con la misma atención con la que los estudiantes observaban a los intrusos. Durante su tercera semana en la Academia, Kimberly había estado contemplando un hermoso cornejo de flores blancas desde uno de aquellos pasillos acristalados cuando una gruesa serpiente negra había salido de entre las ramas y había saltado al patio de debajo.
Ella no había gritado, pero uno de sus compañeros, un ex marine, sí que lo había hecho. «Me he sorprendido», les había dicho con timidez. «De verdad, solo me he sorprendido».
Desde entonces, a todos los estudiantes se les había escapado algún grito en, al menos, una ocasión. De lo contrario, sus instructores se habrían sentido decepcionados.
Kimberly volvió a centrar su atención en el espejo de cuerpo completo y en la maltratada figura que se reflejaba en él. Su hombro derecho había adoptado un oscuro color púrpura y su muslo izquierdo era amarillo verdoso. Le dolían las costillas, sus espinillas presentaban un tono negro azulado y, tras las prácticas de tiro del día anterior, parecía que alguien le había golpeado el lado derecho del rostro con una maza para carne. Se giró y observó el cardenal que se estaba formando en la base de su espalda. La verdad es que hacía juego con la enorme quemadura de color rojo mate que descendía por la parte posterior del muslo derecho.
Hacía tan solo nueve semanas, Kimberly había sido una mujer de metro setenta, y cincuenta y dos kilos de músculo. Durante toda su vida había sido adicta al ejercicio, de modo que estaba en forma y dispuesta a superar todas las pruebas físicas. Tenía un máster en criminología, realizaba prácticas de tiro desde que tenía doce años y durante toda su vida se había movido entre agentes del FBI, pues su padre era uno de ellos. Por todas estas razones, había cruzado las recias puertas de cristal de la Academia como si fuera la propietaria de las instalaciones. Kimberly Quincy había llegado y seguía enfadada por los atentados del 11 de Septiembre, así que todas las personas malas que había ahí afuera se podían ir preparando.
Pero eso era lo que había pensado hacía nueve semanas. Ahora, en cambio…
Definitivamente, había perdido un peso que necesitaba con desesperación. Sus ojos estaban rodeados de sombras oscuras, tenía las mejillas hundidas y sus extremidades parecían demasiado delgadas para soportar su propio peso. Era una versión exhausta de su antiguo yo. Ahora, las heridas del exterior podían equipararse con las que tenía en su interior.
No podía soportar la visión de su propio cuerpo, pero tampoco era capaz de apartar la mirada.
Un sonido oxidado le indicó que el grifo del agua se había cerrado. Lucy no tardaría en salir del cuarto de baño.
Kimberly acercó una mano al espejo y siguió con el dedo el contorno de su hombro magullado. El cristal estaba frío y duro bajo su piel.
De pronto recordó algo en lo que no había pensado desde hacía más de seis años. Su madre, Elizabeth Quincy. Su ondulado cabello moreno, sus elegantes rasgos patricios, su blusa favorita, de seda y de color marfil. Su madre le sonreía con una expresión preocupada, triste y desgarrada.